Jair Bolsonaro ya no sorprende a nadie. Sigue con una mezcla de estupidez, ignorancia e irresponsabilidad sin remedio, mientras Brasil naufraga en la peor tragedia sanitaria de su historia. Y cada día que pasa se refuerza la imagen de que no existe quien sea capaz de pararle la mano.
A ver: al mediodía del viernes se supo que el número de infectados en el país por la covid-19 llegó a 2.927.807. El total de muertos, a 98.844, y el promedio de nuevas víctimas fatales se mantuvo por encima de mil a cada 24 horas. El mismo viernes la Organización Mundial de Salud confirmó que por segundo día consecutivo Brasil tuvo más muertes causadas por el coronavirus en todo el mundo.
Este domingo se supo que el número de víctimas fatales superó la marca de los cien mil. Y nada parece señalar que no se llegue al doble de aquí a fin de año. De los cinco mil y pico de municipios brasileños, poco menos de la mitad tienen 200 mil habitantes.
La pandemia sigue causando casi una muerte por minuto, sin que exista una acción mínimamente coordinada por el gobierno para al menos intentar matizar la catástrofe. Del total de poco más de diez mil millones de dólares alardeados por Bolsonaro para medidas de emergencia sanitaria menos de la tercera parte llegó a estados y municipios.
Al frente del ministerio de Salud permanece un general troglodita que no hace más que cumplir las estrictas órdenes de un presidente cada vez más desequilibrado. Y, claro, distribuyendo cargos y esparciendo prebendas a uniformados sin ninguna calificación.
La falta de límites del referido militar lo llevó a nombrar como representante del ministerio de Salud en el estado de Pernambuco, uno de los más afectados por la pandemia, a una joven que en las fotos luce su buena apariencia y en las declaraciones su total e irreversible ineptitud para el puesto de importancia clave que el general le regaló.
A estas alturas de su gobierno, es justo reconocer que en al menos un punto, un único punto, Bolsonaro dio muestras de coherencia: luego de haber sido electo, le preguntaron qué país pretendía construir. Su respuesta: "Primero, hay que destrozar lo que hicieron a lo largo de los últimos treinta años’". O sea, lo que se hizo en los gobiernos del centro-derechista Fernando Henrique Cardoso, o de Lula da Silva y Dilma Rousseff, los dos de izquierda.
Entre agosto de 2019, su primer año como presidente, y julio de 2020 la destrucción de la floresta amazónica aumentó 34 por ciento. Fueron más de nueve mil kilómetros cuadrados de mata devastados.
Detalle: se trata de un informe parcial, que será revisado a fin de año. Históricamente, los informes parciales son más conservadores que la revisión final.
Además de tumbar árboles de manera totalmente ilegal, también aumentó y mucho la cantidad de incendios intencionales, con el objetivo de abrir espacio para agricultura igualmente ilegal. El pasado miércoles, por ejemplo, fueron detectados mil puntos de quemada en la Amazonia. Se trata del mayor volumen de los últimos 15 años. En los siete primeros meses de 2020 el ministerio destinó a la prevención y combate a incendios solo 19% del presupuesto establecido.
Mientras, la aberración que ocupa la silla de ministro de Medioambiente se reunió con mineros ilegales que invaden territorio indígena demarcado acorde a la legislación. Tema del encuentro: cómo impedir que fiscales ambientales destrocen el ‘material de trabajo’ de los invasores, o sea, cómo dar protección a los que cometen crímenes.
A estas alturas, Brasil se transformó en un paria universal. Las presiones externas sobre la cuestión ambiental empezaron a tener reflejos internos, a punto de que los tres mayores bancos privados se juntaron para hostigar la política de destrucción llevada a cabo, claramente incentivada por el ministro de Medioambiente frente a la inercia del aprendiz de genocida instalado en el sillón presidencial.
Y no es que los dueños del capital se preocupen tanto por el medioambiente: es que cada vez más ganan fuerza y espacio las amenazas de inversionistas extranjeros e importadores de productos agrícolas brasileños de adoptar medidas durísimas de restricción a Brasil.
El ministro de Economía, un especulador del mercado que tiene como auge de su estrechísimo curriculum haber sido funcionario de Augusto Pinochet en Chile, refleja claramente la política ambiental de Bolsonaro. En una reunión virtual con empresarios e inversionistas de Estados Unidos, les negó el derecho de criticar lo que ocurre en la Amazonia: “Ustedes también destrozaron sus florestas, no vengan ahora a criticarnos”.
Ese el verdadero éxito de Jair Bolsonaro: cumplir con su anuncio de que destruiría todo lo que había en el país.
Bueno, hay otro éxito, pero de duración imprevisible: hasta ahora, y por más que se refuercen los indicios clarísimos de alta y harta corrupción del clan presidencial, el ultraderechista sigue incólume.
A ver hasta cuándo el presidente más nefasto de la historia brasileña logrará desfrutar de este segundo éxito...