A cuatro décadas de retomar las bases institucionales de un sistema político basado en los principios constitucionales, intentaremos una revisión crítica, histórica, sociológica, dogmática y a la vez realista de los elementos que atañen de manera especial a la construcción de la forma de vida democrática.
Al cumplirse 40 años del proceso democrático surgido luego de la última dictadura militar en Argentina, tenemos una pretensión compleja y a la vez un desafío, cual es escribir, razonar sobre Democracia. Intentaremos una revisión crítica, histórica, sociológica, dogmática y a la vez realista de los elementos que atañen de manera especial a la construcción de la democracia contemporánea. Por ello invitaremos a nuestros habituales colaboradores y a todos aquellos que se quieran sumar, a realizar los aportes analíticos que consideren útiles para la comprensión de las posibilidades y utopías en este sistema poco sensible que seguimos denominando democracia, entendida no sólo como campo electoral / político y lega / legítimo, sino también, como la búsqueda de mejorar la convivencia buscando siempre un amplio y permanente horizonte humano: la justicia social, la libertad y la soberanía.
Esta va a ser una primera nota, como de invitación a escribir, aunque en realidad arrancó el compañero Eric Calcagno con “De la Democracia en Argentina” el 14 de junio pasado. Hoy, con conceptos generales, tal vez sin mucha teoría política, lo necesario para iniciar el ciclo. Acompañaremos oportunamente con otras notas sobre un tema tan complejo, vendremos desde la historia hasta el presente, e intentaremos hacer alguna propuesta o lanzar ideas que sirvan al pensamiento crítico.
Lo anticipamos al principio, la democracia significa también realismo y hoy seguramente más que en otras épocas. Algunos entienden que a la democracia hay que ponerle límites, especialmente en el plano de la política y de la interacción de ésta con la economía, otros pensamos que se deben ampliar los límites para evitar las angustiantes fragmentaciones y contradicciones. Por un lado, se amplían al menos en apariencia, derechos hacia algunas minorías discriminadas o perseguidas, y al mismo tiempo vemos una increíble concentración del poder, por el otro. Las grandes decisiones son tomadas por élites, que ya toman por asalto algunas instituciones, especialmente el Poder Judicial, que deciden sobre cuestiones que no les corresponden, sin respetar competencias y esto obviamente cuestiona la democracia. También la atomización constante de los partidos políticos, elemento que tiene en algunos países, como el nuestro, características hasta constitucionales puede llegar a ser destructiva del contexto democrático en los términos en que fue pensado originalmente.
El absurdo suele, algunas veces, imponerse a la lógica. Pareciera que algo así sucede con la democracia, que en lugar de perfeccionarse a sí misma en una sociedad moderna, dotada de más elementos y tecnologías, se corrompe a límites inimaginables. Es como si la democracia encierra en su propia forma de integración, tensiones que llevan a la supresión de la democracia misma. La excusa del pasado pareciera no tener fin poniendo en riesgo el presente y probablemente el futuro. Hay que intentar nuevos caminos, generar nuevos consensos y redefinir accionares e instituciones, algo que hoy suena como imposible.
El “mercado” entendiendo a tal como el mecanismo económico que se pretende auto regular, coexistía casi pacíficamente con el sector público en determinadas áreas y de alguna manera se “disciplinaba”, porque entendía que podía soportar cierto grado de libertades públicas y derechos civiles mientras no se afecten sus negocios. Cuando la democracia pretendió avanzar en regímenes de mayor equidad, justicia social o menor desigualdad, recurrieron a los “golpes de estado” siempre apoyados en el imperio protector. En ese momento la democracia y el pluralismo dejaban de ser un requisito esencial de convivencia, la relación se invertía. Sin embargo, el clamor y la lucha de los pueblos terminó con las dictaduras. Y el “mercado”, rápido de reflejos, se adaptó a los tiempos, pero no a los objetivos, fue por la democracia, convenciendo a propios y extraños que eran la mejor solución para el “progreso” de los pueblos o el desarrollo capitalista, según los términos preferidos.
La democracia que perciben los ideólogos del “capitalismo de mercado”, ven a los pueblos, a sus teóricos y conductores como obstáculos o, al menos, como causas de seria demora en el proceso de desarrollo económico y social pretendido, esto es para unos pocos. Por otra parte, sostienen que la verdadera democratización conduce a la masificación, con el efecto de des-individualización, el pluralismo conduce a la destrucción del valor meritocrático y de todos los valores propios. Sostienen que se debe producir una anomia social, que se debe romper el consenso. Esta amenaza de disolución y desintegración del orden social, podría resultar en el fracaso de la democracia y conducir al restablecimiento del “consenso” mediante el totalitarismo o alguna otra forma de régimen autoritario, más allá que las formas que adopten podrían ser de “origen democrático”.
Hay un singular fenómeno que deriva de la contradicción que soportan los pueblos entre el permanente cambio de las reglas de comportamiento, que contrasta con las sociedades tradicionales, y la necesidad que tiene ese pueblo de mantener un núcleo de principios estables a través de los cuales pueda producirse ese mínimo de integración social sin el cual ninguna sociedad puede sobrevivir.
El cambio de reglas y la crisis de los principios produce tensiones estructurales. Se cree que todo cambio implica una actitud favorable, como algo progresista, una mejora y muchas veces no es más que un espejismo que destruye el núcleo de principios estables y puede producir conflictos gravísimos que finalmente destruyen la democracia.
Comentemos lo anterior, la crisis de los principios es una característica propia de la decadencia de cualquier régimen político, más aún de los democráticos. La filosofía de la historia enseña que la caída de los sistemas políticos, la decadencia de los imperios y hasta la disolución de las civilizaciones es atribuible a la crisis de los principios, del sistema de valores, a la ausencia de fuertes creencias colectivas.
La falta de reglas para sostener la democracia hace que de pronto escuchemos gran parte de los discursos de los candidatos reducidos al tema de seguridad, de cortes por protesta, de planes sociales. Pocos proponen sacudir el problema desde el origen del mismo. ¿A alguien se le ocurre que la gente quiere estar en la calle luchando por un plan de hambre en lugar de estar en un trabajo digno con derechos y futuro? A quienes poco les interesa la democracia sostienen por ejemplo que los servicios públicos manejados por privados pueden aumentar sin control estatal y cobrar lo que quieran, imponen el poder minoritario. Y de salud? De educación? De justicia? Nadie se plantea que esos temas sean parte de la agenda democrática. Pensemos cualquier definición de democracia desde los griegos a Abrahán Lincoln y hasta Perón, todos hablan de pueblo y no sólo el pueblo en forma electoral sino en beneficiario de derechos. Sino que significa “del pueblo por el pueblo y para el pueblo” o “el gobierno hace lo que el pueblo quiere y defiende un solo interés el del pueblo”.
Conclusión a este primer ensayo es que el ataque a la democracia viene desde adentro. Por parte de aquellos que en otros tiempos bancaron las dictaduras genocidas y hoy se reconvierten en “demócratas” de derecha o instigadores de “golpes blandos”. El ejemplo más reciente es el intento en Colombia, pero ya fue en Bolivia y Perú. En Argentina, proscriben y criminalizan la política, llegan hasta el intento de magnicidio.