«La ciencia no tiene patria, pero el hombre de ciencia la tiene», reprochó sin excesiva vehemencia el presidente de la Asociación Argentina para el Progreso de las Ciencias, Bernardo Houssay, a un joven investigador que, tras haber sido becario de la AAPC en Estados Unidos y regresar a la Argentina, decidió volver a marcharse. Comprendía, por supuesto, las sólidas razones que lo empujaban a tomar esa determinación y por eso el tono de su carta era comprensivo, más de amargura que de recriminación: «Ojalá que usted vuelva y halle las posibilidades que merece, siempre que su espíritu conserve el fervor por la ciencia y por su país, el optimismo y el entusiasmo necesarios».
El dilema que aquel joven investigador enfrentó en abril de 1943, una decisión que casi siempre conlleva un desgarro interior difícil de cicatrizar, persiste hasta nuestros días. No se trata de una disyuntiva económica o, cuando menos, no sólo se trata de eso. A pesar de contar con más premios Nobel en ciencia que todo el resto de los países latinoamericanos juntos, casi nunca se ha percibido en la dirigencia política argentina la convicción y el respaldo necesarios para que la carrera científica en el país no fuera un sinfín de sobresaltos, inestabilidad e incertidumbre. Por supuesto que ha habido excepciones. Me gustaría hablar de una de ellas.
La Red de Argentinos Investigadores y Científicos en el Exterior fue impulsada en 2003 por Néstor Kirchner y Daniel Filmus. Conocido como Programa Raíces, su objetivo era el de «promover la conformación de redes que permitan vincular en actividades conjuntas a científicos argentinos radicados en el exterior con sus pares locales», así como «promover y facilitar la reinserción laboral en nuestro país de científicos argentinos que están en el extranjero». Seis décadas después de la célebre carta de Houssay, al fin se prestaba atención a un gravísimo problema del país y se lo hacía con inteligencia: promover el retorno, como habría deseado el fundador del CONICET, pero identificando también la posibilidad de aprovechar el valioso recurso de tener tanto talento diseminado por el mundo.
El primer investigador retornado fue el matemático Javier Fernández y lo hizo para convertirse en profesor del Instituto Balseiro, esa joya resplandeciente que tenemos en el sur y que fue mi alma máter. Yo soy físico teórico y regresé a la Universidad Nacional de La Plata desde Harvard a finales de 2001. En junio de 2003, aún sin saber nada sobre el Programa Raíces, junto a Martín Schvellinger, quien había regresado a la UNLP después de pasar por Oxford y el MIT, tuvimos la misma idea: «crear un medio de interacción y encuentro entre quienes trabajan en estos temas en Argentina e investigadores argentinos que se encuentran en el exterior». El nivel de desconexión de la comunidad científica argentina era tan grande en aquellos momentos que durante los cuatros años de mi doctorado en La Plata nunca vino nadie de Buenos Aires a dar una charla ni fui yo jamás a escuchar una en la UBA: ¡no había fondos para pagar el micro! Mi vínculo con los colegas de Buenos Aires se forjó en Trieste, Berlín, Cambridge o Boston, habiendo estado durante años a 60 kilómetros unos de otros. Queríamos acabar con este despropósito. Y lo conseguimos.
Creamos Strings@ar, una red de física teórica que reúne a casi un centenar de investigadores y estudiantes argentinos de todas partes del mundo. Bajo el auspicio de esta red, a cuya coordinación se sumaron rápidamente Carmen Núñez y Nicolás Grandi, se organizaron más de setenta encuentros/talleres, dos conferencias y varias escuelas internacionales. Fue un factor de cohesión esencial para la comunidad y contribuyó a la formación de decenas de jóvenes que hoy se destacan a nivel mundial. Sirvió de referencia para redes similares surgidas en varios países de Latinoamérica que hoy se reúnen, nos reunimos, en una iniciativa continental bautizada, de manera más que elocuente, Siembra. Como la canción de Rubén Blades y por exactamente los mismos motivos.
En 2018 recibí un correo del Ministerio de Ciencia informándome que me concedían el premio Raíces, un reconocimiento —impulsado poco después de que el Programa Raíces se convirtiera en política de Estado en 2008— a científicos «que residen en el exterior y colaboran activamente con el fortalecimiento del Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación». Tan grande fue mi alegría porque se reconociera lo que quince años antes nos había parecido una idea quijotesca, como lo fue mi decepción cuando, unas semanas más tarde, el entonces presidente Mauricio Macri eliminó el Ministerio de Ciencia; y la ceremonia de premiación, prevista para el 20 de noviembre, no sólo se canceló sino que cayó en el olvido más oprobioso.
La restitución del Ministerio de Ciencia en diciembre de 2019 fue una alegría para todos los científicos, incluyéndome, pero jamás imaginé que las nuevas autoridades, con el agravante del contexto de la pandemia, se propondrían enmendar un olvido que ni siquiera era suyo. Y lo hicieron. Pudiendo haber reprochado lo sucedido al gobierno anterior, silenciosamente, privilegiaron la difícil tarea de reconstruir la confianza de la comunidad científica. En una ceremonia virtual llevada a cabo con esmero y cariño, los premiados de 2018 acabamos de recibir la distinción en los consulados o embajadas más cercanos: Alejandro Rey (Montreal), Marcelo Sternberg (Tel Aviv), Edda Lydia Sciutto Conde (Ciudad de México), Esteban Tabak (Nueva York), Horacio de la Iglesia (Seattle), Juan Lucio Iovanna (Marsella), María Eugenia Cadario (Gainsville) y yo (Santiago de Compostela).
Poco después de regresar de Harvard, a fines de 2001, tuve que irme de Argentina nuevamente. En el avión resonaban en mi cabeza las palabras de Houssay, como si renovara su reproche cada vez que un investigador joven toma la difícil decisión de irse del país. Pero también lo hacían, y aún lo hacen hoy, unos versos de Neruda que están en el corazón de aquello que el Programa Raíces supo rescatar, con inteligencia e imaginación, de la infausta fuga de cerebros: «Nadie recogerá mi corazón perdido \ entre tantas raíces, en la amarga frescura \ del sol multiplicado por la furia del agua, \ allí vive la sombra que no viaja conmigo».