Opinión del Lector

Botín sagrado

Al terminar su campaña militar de 1833 Juan Manuel de Rosas fundó un fortín en el sur de la provincia de Buenos Aires como ariete contra las incursiones indígenas. A pocas leguas, sobre la orilla del río Colorado, distante unos kilómetros de la actual ciudad de Pedro Luro, medio siglo más tarde Roca emplazó el Fortín Mercedes. Su nombre homenajea a la Virgen de La Merced, la Virgen Generala del Ejército; en ella se anudan los dos poderes aliados que llevaron a cabo el genocidio de las naciones originarias. Los salesianos que acompañaron la operación punitiva levantaron allí un colegio y una iglesia donde daría con sus huesos Ceferino Namuncurá, hijo del gran cacique derrotado.



Durante mi infancia bahiense la rutina escolar -pura pedagogía política- propiciaba un viaje para visitar el predio. En épocas de Onganía el Ejército había construido una réplica del fortín original, con mangrullo y todo, donde se erigía una capillita de madera, lindante con la parroquia, en la que se exhibía el ataúd de Ceferino. En una parecita miles de ex-votos, entre los cuales estaban los guantes de Monzón, reflejaban la devoción popular hacia el que aún no era reconocido como beato, pero que, merced a la pastoral social de la época -años setenta, urgidos de fervor militante- se volvía relevante para la captación de fieles.



Pero lo más impresionante del viaje para un niño de ocho años era ver la vértebra extraída del cuerpo encastrada en el centro de un relicario de oro, con forma de sol, ubicado adentro de la iglesia. Se trataba de un movimiento doble: el cadaver del niño apropiado, botín macabro capturado a los enemigos tradicionales sobre los que se había cometido genocidio, era un recordatorio de la derrota de los pueblos indígenas a la vez que postulaba su conversión compulsiva a la cultura vencedora como paradigna de asimilación. Ceferino era el indio deseado, el modelo de indio manso que había sido cooptado por los poderes estatales triunfantes tras la destitución de la soberanía étnica.



Ceferino es una figura piadosa sobre la cual se han cometido un sinfín de impiedades. En solo un año fue extraído de su hogar familiar, separado de su madre, abandonada y expulsada de su tribu, a la que ya no verá nunca más, y ofrecido por su padre humillado al poder que lo avasallara. Por su parte Domingo Milanesio, el sacerdote mediador de la entrega, le confiscó el nombre propio, último reducto de la identidad, puesto que su nombre original era “Morales”, que heredaba de un tío. Ahora se llamaba “Zaffirino”, pequeño zafiro, castellanizado como Ceferino, que remitía al nombre de su abuelo, el gran cacique Calfucurá -“piedra azul”.



El niño, de ocho años, fue trasladado a la ciudad de Buenos Aires –lo cual supone la ruptura del vínculo con el mundo rural e indígena de origen- e internado con pares que no lo eran. Tras su paso por los talleres de la Marina en Tigre, donde sufrió el acoso de sus compañeros, fue ingresado en el Colegio Pío IX, en Almagro, donde compartió habitación con otro niño que sería famoso: Carlos Gardel. Allí contrajo la tuberculosis que sellaría su destino. Una temporada en Viedma fue ineficaz para su cura; Italia será su estancia final.



A Ceferino le fue prohibido el uso de la lengua materna, considerada un estigma condenatorio, y fue obligado al español, el italiano y el latín, lenguas de los nuevos amos que debió aprender a hablar y a escribir en forma rauda. Le fue interdicta y juzgada como máximo pecado de origen la práctica del culto religioso mapuche y sus coordenadas morales, que lo ligaban a la estirpe. Y acabó siendo exhibido como fruto de la colonización religiosa y cultural ante el Papa en el final de su periplo. Una estatua con su efigie recuerda el episodio en la Piazza San Marcos.



Fuente de soberanía, la apropiación de reliquias sacras para la fidelización de devociones alimentó por siglos los cultos religiosos, demarcando espacios de peregrinación. La versión laica son los museos etnográficos en los que la captura de aquellos a los que previamente se construyó como “otros” -captura de su cultura material pero también de personas vivas y cadáveres- es exhibida en aras de la “ciencia”. Profanación de tumbas, taxonomización “científica” y exposición pública han sido las operaciones efectuadas por los museos. Desde el robo realizado por Nicolás Levalle del archivo y el cuerpo de Calfucurá, que fue a parar al Museo de La Plata, donde hasta hace pocas décadas se exhibían 10 mil esqueletos indígenas -incluidos los de aquellos que, esclavizados, al morir fueron descarnados, como el de Inacayal y su familia-, hasta la erección de santuarios, como el que se instaló en Fortín Mercedes, la postulación de una pedagogía aleccionadora es la continuidad del genocidio bajo ropaje “cultural”. Esos rituales de neutralización de la potencia soberana del vencido inscribiéndolo en el nuevo contexto dominante, que señala la subordinación impuesta, no ahorra detalles ominosos. La estructura sacrificial de la creencia -en el caso del catolicismo, las reliquias de santos recuerdan el martirio del Cristo en la Cruz- transforma al muerto y, por extensión, a sus restos, en intermediarios del vínculo con la divinidad. Pero para ello es preciso resacralizar, es decir, divinizar, al objeto.



El hueso es materia y símbolo que anuda la historia con el espacio y la actualiza: es resto portador del mensaje divino a descifrar mediante el culto. La reliquia es el santo viviendo entre los vivos, fuente directa de poder sobrenatural. Posee, por ende, poder sanador y capacidad de acción material que transfiere al devoto. Pero para ello es necesario ofrendarle objetos cargados de valor simbólico. El lugar de su emplazamiento se vuelve sitio de peregrinación y demanda ofrendas, rezos, agradecimientos y dinero, materializados en ex-votos, que refrendan la presencia de la deidad en el presente. El modo de acción de Dios a través del cuerpo de los santos los torna bienes deseables; las reliquias fueron por siglos objeto de intercambio, incluso de comercio. Entre sus beneficios secundarios está la instauración de una economía, que hoy en día obra bajo la forma de turismo sagrado, articulada al capitalismo de imágenes transformadas en mercancía. Pero para que ese poder sobrenatural sea aceptado requiere de relatos prodigiosos que lo convaliden. La invención de milagros es garante de la eficacia del trámite de intercesión: son la prueba -incomprobable, y por ello mismo, artículo de fe-, del poder del santo. Evidencia fundamental, el relato del milagro materializa y territorializa la deidad, la vuelve actor mundano. La apropiación de protectores sagrados del enemigo, bajo su forma religiosa o museística, señala y convalida un vínculo (porque la guerra, y su forma extrema, el genocidio, es un vínculo entre los contendientes y se prolonga más allá del momento militar) produce memoria sesgada, legitimación de la victoria.



Diversos rituales actualizan el poder mítico de la reliquia; entre ellos, su relocalización. Es el caso de Ceferino, que, muerto en Italia en 1905, fue repatriado por el hermano cura de Ernesto Tornquist, el financista y beneficiario privilegiado de la “Conquista del Desierto”, en 1924. La historia del beato comenzó a ser investigada hacia los años ‘40 del siglo XX en aras de construirlo como emblema útil de una remoción de la fe popular. La construcción del santuario, con su doble faz -espacio laico, militar, del fortín; espacio sagrado, en el interior de la iglesia, dentro de un relicario- creó las condiciones que propiciaron la fe en él. Nuevamente potencializado, los relatos de curaciones milagrosas y prodigios sobrenaturales -que no excluyen logros materiales o profesionales solicitados por los devotos- promueven la figura del santo fetichizado. Sin embargo, ello no sucede sin que se establezca una disputa.



Con la emergencia política de los pueblos originarios producida en las últimas décadas, leída con sagacidad por la Iglesia, se produjo una nueva forma del vínculo entre dominadores y dominados. Como acto conteste con la beatificación, el cuerpo fue devuelto a la familia Namuncurá, que construyó un espacio de acogimiento del cuerpo con forma de un inmenso kultrum -el instrumento sagrado de invocación a Nguenechen de las machis- en San Ignacio, Neuquén, dentro de la franja de territorio que Roca concediera como una gracia a Manuel Namuncurá. Sin embargo, la vértebra aún yace en la iglesia de Fortín Mercedes.



Ceferino es una figura crepuscular que, en el arco de las devociones populares, no solo inspira una piedad hija de los sufrimientos padecidos, sino que es una víctima propiciatoria, diseñada para la cooptación étnica, moral, lingüística, religiosa y política del derrotado, devenida figura modélica dotada de valores de integración al nuevo sistema hegemónico. Si bien es claro que no se trata de una figura de soberanía como su abuelo, o de transculturación como su padre, ni mucho menos de rebeldía, como sus contemporáneos el Pampa Ferreira o María Roca, Ceferino no deja de ser, puesto al trasluz, un personaje clásico de la victimización – una Víctima de amor según Pedemonte, emblema de la Agonía y sublimación de una raza como tituló su biografía el P. Castano- que dispone de estrategias de mimesis con el enemigo a fin de sobrevivir y darse en esa negociación una identidad de compromiso –y en esto recuerda en más de un sentido a la discutida Malinche mexicana-, que en su devenir parte del largo martirologio político adquiere cierto aura de potencia crítica en tanto se logre visualizar y poner de relieve su carácter de cuerpo sacrificial.

Autor: Guillermo David|

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