Opinión del Lector

Carácter

“Lo que no puede decirse, puede escribirse. Porque la escritura es un quehacer mudo, un trabajo que va de la cabeza a la mano. De la boca se prescinde. En la dictadura yo no hablaba mucho, sobre todo porque había decidido no tocar la trompeta. La mayoría de las veces, hablar tenía consecuencias intolerables”.

La que escribe es Herta Müler, la escritora alemana que ganó el Nobel en 2009. Herta es en realidad rumana, aunque debería decirse que es rumana pero que en realidad es alemana. Pertenece a una familia de suabos, alemanes que hace siglos se establecieron en el Banat rumano. Nació en 1953 en Nichidorf, cerca de Timisoara. A los 15 años se mudó allí, y recién entonces aprendió rumano. Muy pronto formó parte de un grupo de escritores activistas. Tras varios años de acoso y amenazas, en 1987 consiguió en permiso para residir en el entonces Berlín occidental, adonde llegó con su marido y madre, refugiada.

Herta estaba huyendo de la dictadura de Ceasescu, pero había nacido huyendo. Huía de otras pesadillas muy profundas, las que acechan a los que viven épocas terribles. El entrecruzamiento de totalitarismos en el que Herta nació y creció, obliga a leerla de otra manera. Leerla para entrar en su juego, y al mismo tiempo observar que su juego es la supervivencia, y que ella la ha conseguido expulsando de sí, siempre, su estupefacción ante en terror, escribiendo.

Herta fue una niña rural, de paisaje de valle, vacas y caballos. Era una niña del campo que hablaba en suabo con un padre, que era nazi, de las SS. Herta quería a su padre pero Hitler le daba escalofríos. Detestaba ser hija de un SS. Llegó el fin de la guerra, la derrota, su padre fue encarcelado y su madre enviada por los rusos a un campo de trabajo forzado. Ella se quedó sola, trabajando, estudiando y escribiendo. En Timisoara había comenzado a ganarse la vida como traductora técnica del rumano al alemán en una fábrica de maquinaria. En su discurso de aceptación del Nobel, ella cuenta cuándo aquel trabajo comenzó a ser el principio de la persecución que terminó con la huida a Alemania.

“Al tercer año se acabó la igualdad de los días. En el transcurso de una semana entró tres veces a mi oficina, a primera hora de la mañana, un hombre gigantesco, de huesos sólidos, con ojos azules centelleantes, un coloso del Servicio Secreto”. La insultó y se fue. La segunda vez el hombre intentó un diálogo persuasivo que ella rechazó. La tercera, le dijo necia redomada, vaga, puta, corrompida como una perra vagabunda. Luego se le fue encima con unos papeles que ella tenía que completar con lo que él le dictaba.

“...y entonces llegó la horrible palabra: colaborez, ibaa colaborar. Esta palabra ya no la escribí. Puse el lápiz a un lado y me dirigí a la ventana (...). Y esa calleja ruinosa se llamaba, encima, la calle de la Gloria(...). Dije: N-am caracterul. No tengo ese carácter. La palabra carácter puso histérico al hombre del Servicio Secreto. Rompió la hoja y tiró los trozos al suelo”. Antes de irse le dijo: “Lo vas a pagar caro. Te ahogaremos en el río”.

Los espías de la Securitate no la ahogaron, pero nunca más dejaron de hostigarla. Dejó ese trabajo y tuvo otro. Empezó a publicar. Ganó premios siendo muy joven. Pero nunca fue libre. No dejaron de acosarla y hacerle sentir su presencia para que colaborara denunciando a escritores de la resistencia. Finalmente la dejaron salir a Alemania.

En el escribir de Herta salen hilachas desgarradas de nazismo y del comunismo traicionado de Caesescu. Salen la distancia emocional por saberlo SS a su padre. Salen el control de sus movimientos y los insultos y las vejaciones por parte del Servicio Secreto rumano. Salen las secuelas físicas y psíquicas con las que volvió su madre del campo de trabajo forzado en la Unión Soviética. La escritura de Herta expulsa los demonios más profundos del siglo XX, la ametralladora de libertad de los totalitarismos de todo tipo.

“Reaccionaba ante el miedo a la muerte con hambre de vida. Era un hambre de palabras. Solo el torbellino de las palabras podía captar mi estado y deletreaba lo que no podía decirse con la boca”.

Y entre lo que captó, estaba el mecanismo de la realidad paralela que crean las dictaduras y que es innombrado por quienes las padecen, obligándolos a vivir en un silencio enloquecedor.

“Entraba en acción la pantomima de las palabras, que no respeta dimensiones reales, reduce las cosas principales y aumenta las secundarias. El círculo vicioso de las palabras confiere de buenas a primeras una especie de lógica maldita a lo vivido. La pantomima es furiosa y permanece atemorizada y tan adicta como hastiada. El tema dictadura surge ahí espontáneamente, porque la naturalidad ya nunca regresa cuando a uno se la han robado casi por completo”.



Y a nosotros, medio siglo más tarde, aprovechando la supresión de la historia por la que batalla el poder real desde hace siglos, nos acechan dos versiones de dictaduras que en la pantomima de sus palabras reemplazaron silencio por cambio o libertad.

Autor: Sandra Russo|

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