Opinión del Lector

"Cien años de soledad", la pandemia y la pospandemia

Con aquella ininigualable novela, Gabriel García Márquez no sólo inauguró el realismo mágico. También anticipó el durante y el después de una masiva epidemia, la de la Peste del Insomnio, que asoló Macondo.



"Cien años de soliedad", el gran libro de Gabriel García Márquez, me generó la inquietud, el darme cuenta de que si bien hay escritores que consideraron en sus libros diversas epidemias, no abordaron un tema que considero relevante: el de la pospandemia. Aquí la pandemia es la del insomnio -"la peste del insomnio" dice Gabo-, que trae como consecuencia la enfermedad del olvido.

Sucedió en Macondo. Un pueblo en el que sus habitantes padecieron la epidemia del insomnio, al principio con la alegría de tener más tiempo para desarrollar sus trabajos, alegría que fue perdiéndose por el cansancio de los cuerpos. Se sabía que la peste del insomnio traería la del olvido.

Fue el coronel Aureliano Buendia, el protagonista de la novela, quien concibió la fórmula para defender a los afectados durante varios meses de las evasiones de la memoria. La descubrió por casualidad. Insomne experto, por haber sido uno de los primeros, había aprendido a la perfección el arte de la platería.

Un día estaba buscando el pequeño yunque que utilizaba para laminar los metales y no recordó su nombre. Su padre se lo dijo: "tas". Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la base del yunquecito: "tas". Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella la primera manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de recordar. Pero pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio.
Con esa incipiente desmemoria las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas.

Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde lo impuso a todo el pueblo.

Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerco, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito.

El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.

En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía "MACONDO" y otro más grande en la calle central que decía "DIOS EXISTE".

En todas las casas se habían escrito claves para memorizar los objetos y los sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba menos práctica, pero más reconfortante.

Pilar Ternera fue quien más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer el pasado en las barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas como el hombre moreno que había llegado a principios de abril y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo dorado en la mano izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al último martes en que cantó la alondra en el laurel.

Derrotado por aquellas prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces construir la máquina de la memoria (inteligencia artificial?) que una vez había deseado para acordarse de los maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida.

Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situado en un eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las nociones más necesarias para vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas, cuando apareció por el camino de la ciénaga un anciano estrafalario con la campanita triste de los durmientes, cargando una maleta ventruda amarrada con cuerdas y un carrito cubierto de trapos negros. Fue directamente a la casa de los Buendía.

Visitación no lo reconoció al abrir la puerta y pensó que llevaba el propósito de vender algo, ignorante de que nada podía venderse en un pueblo que se hundía sin remedio en el tremedal del olvido. Era un hombre decrépito. Aunque su voz estaba también cuarteada por la incertidumbre y sus manos parecían dudar de la existencia de las cosas, era evidente que venía del mundo donde todavía los hombres podían dormir y recordar.

José Arcadio Buendía lo encontró sentado en la sala, abanicándose con un remendado sombrero negro, mientras leía con atención compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo saludó con amplias muestras de afecto, temiendo haberlo conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazon, sino con otro olvido irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte. (Un olvido con el que se podía vivir sin anotar su nombre en ningún lado.)

Autor: Susana Kesselman|

Estás navegando la versión AMP

Leé la nota completa en la web