Cercado por sus enemigos de adentro y afuera, el líder brasileño busca en la política exterior el apoyo, para recuperar la economía brasileña y sacar a su pueblo del hambre y la violencia.
“Uno no puede crear nada por sí mismo; sólo puede esperar hasta escuchar el paso de Dios resonando a través de los acontecimientos; entonces salta hacia adelante y agarra la punta de su manto. Eso es todo.” (Otto von Bismarck, Canciller de Prusia y de Alemania, 1862-90).
Este domingo 30 Luis Inácio Lula da Silva ganó la segunda vuelta de la elección presidencial brasileña por una ínfima diferencia, su contrincante venció en la mitad sur, la más rica y poderosa del país y todavía tendrá durante dos meses oportunidad suficiente de hacer daño desde el Planalto. El próximo gobierno estará apoyado en el Congreso por diez partidos que muchas veces estuvieron enfrentados entre sí, mientras que el legislativo estará conducido por el mayoritario Centrão (el gran centro), que viene de sostener a Jair Bolsonaro y, con seguridad, cobrará cara cada ley que apruebe. El vicepresidente electo, Geraldo Alkmin, es un dirigente de centroderecha que en 2014 inició el juicio político contra Dilma Rousseff. El futuro presidente, a su vez, tiene 77 años, hace pocos años superó un cáncer y durante su prisión perdió a la compañera de su vida, a un hermano y a un nieto. Tantos golpes acumulados dejan rastros.
Estas circunstancias personales y políticas se ven empeoradas por el contexto económico y social. En Brasil hay hambre y millones de brasileños duermen en las calles. En la Amazonía los fazendeiros queman una cancha de fútbol por día. Las policías, las milicias y los civiles armados asesinan cotidianamente a negros, indios y pobres. El narcotráfico controla el sur del país con la benevolencia del alto mando militar y ramificaciones en Paraguay. La Bolsa paulista ya avisó que no tolerará el mínimo desvío de la política de estabilidad macroeconómica imperante.
No obstante tanta adversidad, Lula vio la puerta abierta y entró. La Historia mundial está dando un salto gigantesco: se acabó el orden atlántico del último milenio y uno nuevo está surgiendo. Brasil y Argentina juntos pueden reconducir el Mercosur. En cooperación con México liderarían la CELAC y desde esta plataforma podrían negociar en bloque con China y con EE.UU. La Unasur reconstruida ofrecería el sustento político para pacificar y organizar el subcontinente, el BRICS+, en tanto, puede brindar un escenario privilegiado para que Brasil participe en el liderazgo mundial. La iniciativa de la Franja y la Ruta, finalmente, interconectaría a Brasil con la nueva economía mundial. Lo que su país no da, Lula lo busca en la nueva arquitectura internacional.
Llamó la atención que el domingo por la noche Lula leyera un discurso medido y cuidadosamente preparado. No es su hábito. Fue un texto programático en el que hizo hincapié en la defensa de la democracia; la lucha contra el hambre, el impulso del desarrollo sostenible con inclusión social y en una "lucha implacable contra el racismo, los prejuicios y la discriminación". Invitó también a la cooperación internacional para preservar la selva amazónica y anunció que luchará por un comercio mundial justo.
La tarea de Sísifo de Lula comienza ahora. Hereda una nación devastada: al menos 33 millones de brasileños están sumidos en el hambre, otros 115 millones luchan contra la "inseguridad alimentaria" y el 79% de las familias son rehenes de altos niveles de endeudamiento personal. Deberá enfrentarse a un Congreso y un Senado profundamente hostiles e incluso a gobernadores bolsonaristas, por ejemplo, en el estado más poderoso de la federación, São Paulo, que concentra más poder de fuego industrial que muchas latitudes del Norte Global.
El vector absolutamente clave es que el sistema financiero internacional y el "Consenso de Washington", que ya controlan la agenda de Bolsonaro, han capturado el gobierno de Lula incluso antes de que comience. No es casualidad que la revista neoliberal británica The Economist ya haya "advertido" al presidente electo que se desplace hacia el centro, es decir, que permita que su gobierno sea dirigido por la mafia financiera internacional. Probablemente Lula designe a Henrique Meirelles como ministro de Economía. Este ex director general de FleetBoston (el segundo mayor acreedor externo de Brasil después del CitiGroup) ya ha expresado un apoyo irrestricto a Lula, para quien trabajó anteriormente como jefe del Banco Central. Si es nombrado, seguramente Meirelles mantendrá la política de estabilización macroeconómica del actual ministro Paulo Guedes, confirmando así la línea que el propio Meirelles trazó en 2016, durante el gobierno de Michel Temer, tras el golpe institucional contra Dilma Rousseff.
El cerco internacional en torno a Lula se viene construyendo desde hace meses. El pasado mes de abril la subsecretaria de Estado para Asuntos Políticos de Estados Unidos, Victoria Nuland, la autora del golpe de estado de 2014 en Ucrania, visitó Brasil "extraoficialmente". Se negó a reunirse con Bolsonaro y alabó el sistema electoral brasileño. Más tarde, Lula prometió a la UE una especie de "cogobernanza" de la Amazonía y condenó públicamente la "Operación Militar Especial" rusa en Ucrania. Todo esto después de que en 2021 hubiera elogiado a Joe Biden. La "recompensa" por la actuación fue una portada de la revista Time.
Todo lo anterior puede sugerir que el entrante gobierno del Partido de los Trabajadores se alineará en una pseudoizquierda (neoliberalismo con rostro humano) y estará infiltrado por todo tipo de vectores de derecha al servicio de Wall Street y del Departamento de Estado. Los puntos clave serían, entonces, la adquisición de activos económicos clave por parte de los sospechosos globalistas habituales y el estrangulamiento del espacio soberano de Brasil.
Lula, por supuesto, es demasiado inteligente para ser reducido al papel de mero rehén del capital financiero internacional especulativo y concentrado, pero su margen de maniobra interno es extremadamente limitado.
En el exterior, Lula jugará una partida totalmente diferente. Habiendo sido fundador del BRICS en 2006, es muy respetado por Xi Jinping y Vladimir Putin. Ha prometido cumplir un solo mandato, hasta finales de 2026, pero ése es precisamente el tramo clave para atravesar la década que Putin describió en su reciente discurso en la conferencia anual del Club Valdai como la más peligrosa e importante desde la Segunda Guerra Mundial.
El impulso hacia un mundo multipolar, representado institucionalmente por una congregación de organismos que van desde los BRICS+ hasta la Organización de Cooperación de Shangai y la Unión Económica Euroasiática, se beneficiará enormemente de tener a Lula a bordo como líder natural del Sur Global.
Por supuesto, su política exterior inmediata se centrará en América del Sur: ya ha anunciado que su primera visita presidencial lo traerá a Argentina. Efectivamente, en enero se celebrará en nuestro país la cumbre anual de la CELAC en la que la Casa Rosada espera obtener nuevamente la presidencia pro tempore. En la reunión seguramente Brasil se reintegrará al bloque. Allí Lula tendrá oportunidad de conversar con sus pares de todos los colores, desde Nicolás Maduro y Daniel Ortega hasta Guillermo Lasso y Luis Lacalle Pou.
Luego visitará Washington. Tiene que hacerlo. Mantené a tus amigos cerca y a tus enemigos aún más cerca, dice el refrán. Nadie duda en el Sur Global de que bajo Barack Obama y Joe Biden se orquestó la compleja operación para derrocar a Dilma en 2014 y expulsar a Lula de la política, pero al mal tiempo hay que ponerle buena cara.
Por cierto, en la cumbre del G20 que se celebrará en Bali dentro de dos semanas Brasil tendrá una representación meramente formal, pero seguramente el mandatario electo enviará una delegación extraoficial a la que Argentina abrirá la puerta. Ya en enero próximo, en la próxima cumbre del BRICS en Sudáfrica, los roles se invertirán y será Brasil quien dé la bienvenida a Argentina. Allí también se sumarán Arabia Saudí y, probablemente, Irán y Turquía.
Lula ya ha declarado que el BRICS será el instrumento central de su política exterior. Se explica, primero, por una razón lógica: esta plataforma intercontinental reúne potencias emergentes de Asia, África y América Latina con distintos regímenes y orientaciones, pero concordantes en construir un orden internacional paritario. Sobre todo, empero, pesa el antecedente histórico: desde el principio de su gobierno, en 2003, Lula apostó por una asociación estratégica con China y consideró su primer viaje a Beijing en 2004 como su máxima prioridad en política exterior. Desde 2009 Brasil ha sido el socio comercial clave de China en América Latina, absorbiendo aproximadamente la mitad de las inversiones de la potencia asiática en la región y más inversión que cualquier otro destino latinoamericano en 2021. Se sitúa también como el quinto mayor exportador de crudo para el mercado chino, el segundo de hierro y el primero de soja. Lula es considerado por China como un viejo amigo y ese capital político le abrirá prácticamente todas las puertas rojas.
Esto puede incluir que Lula inscriba formalmente a Brasil como socio de la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI, por su nombre en inglés) de una manera que no moleste a Estados Unidos. El presidente electo, después de todo, es un maestro en este arte.
El tiempo es corto: no se sabe cuánto tiempo de vida resta a Lula y el líder no tiene sucesor. En algún momento de esta década EE.UU. va a haber saldado su lucha interna e intentará volver por sus fueros. Nadie sabe cuándo ni cómo se resolverá la guerra mundial en curso ni se conoce cómo será el orden de la posguerra. Por eso no hay un minuto que perder. En la noche de la elección Lula leyó un discurso programático, para iniciar al día siguiente las tratativas con las distintas facciones políticas y económicas y no dejar el más mínimo resquicio por donde pueda colarse la violencia reaccionaria. Alberto Fernández viajó inmediatamente a Brasil, para acordar la agenda regional e internacional. Las cumbres del G20, de la CELAC y del BRICS+ están a la vuelta de la esquina y la coordinación brasileño-argentina es imprescindible. Sólo juntos podemos tapar en Mercosur el agujero bajo la línea de flotación que ha abierto Uruguay al iniciar negociaciones para un acuerdo de libre comercio con China.