Mientras que en otras partes del mundo gobiernos de distintas características, sean progresistas, conservadores o centristas, no vacilan en enfriar la economía local porque entienden que no hay otro modo de frenar la inflación, en la Argentina escasean los dispuestos a pagar los costos políticos que les supondría actuar con tanta firmeza.
Cuando oyen la palabra “ajuste”, muchos políticos locales reaccionan con horror, para entonces jurar que nada los haría cometer un crimen de lesa humanidad tan inenarrablemente vil como reducir el gasto público porque no hay forma de financiarlo. En su opinión, sólo a un tirano ultraderechista se le ocurriría tomar medidas que en el resto del planeta serían consideradas imprescindibles. Dirigentes populistas, sindicalistas, piqueteros y, claro está, intelectuales progres, coinciden en que la inflación es un mal menor en comparación con lo que sucedería si un gobierno se animara a hacer un esfuerzo auténtico por combatirla.
Esta actitud hace comprensible la catástrofe económica en que se debate un país dotado de muchas ventajas comparativas que, sin sufrir ninguna calamidad geopolítica o verse sometido a un experimento comunista, se las ha arreglado para depauperarse hasta tal punto que corre el riesgo de terminar como Venezuela. De no haber sido por el miedo a ajustar, aun cuando fuera evidente que sería terriblemente peligroso permitir que el sector público siguiera devorando recursos sin dar nada a cambio, la Argentina pudo haber superado con facilidad relativa las esporádicas crisis financieras que, como todos los demás países, hubiera tenido que enfrentar aun cuando los encargados de manejar la economía hicieran todo bien. Al optar por convivir con tasas de inflación llamativamente más altas que las consideradas soportables en otras latitudes, la elite política nacional aseguró que, tarde o temprano, llegaría el día en que tendría que aplicarle al país un torniquete financiero que le resultaría sumamente doloroso.
A esta altura, atribuir el ajuste que, de manera parcial, ya ha comenzado, a nada más que las presiones del Fondo Monetario Internacional o a la perversidad del capitalismo, para entonces declararse resuelto a oponérsele por los medios que fueran en defensa de los pobres y la soberanía nacional, puede ser políticamente provechoso para los habituados a sacar beneficios de las desgracias ajenas, pero no ayudará en absoluto al país a superar la prueba muy exigente que le aguarda. Por el contrario, procurar ajustar a regañadientes aumentaría la posibilidad de que el desastre resultante significara la muerte definitiva del proyecto argentino al condenar el país a desempeñar un rol marginal en el mundo de mañana, el de una virtual tierra de nadie sumida en el caos y la pobreza extrema que, para mantener a raya las hambrunas, dependería de la caridad ajena. Por lo demás, puesto que tiene fama de ser un defaulteador serial, hasta nuevo aviso seguirá siendo el paria financiero internacional más notorio del mundo.
¿Habrá una alternativa al triste destino así supuesto? Sólo si los eventuales sucesores de Cristina, Alberto, Sergio y compañía, sean miembros de Juntos por el Cambio o de un equipo improvisado por Javier Milei los elegidos para gobernar a un país que se desliza hacia un abismo, tratan el gran ajuste que les tocará emprender como una oportunidad para remodelar la Argentina para que, por fin, se ponga a cerrar la brecha que la separa de los ya desarrollados con las que, en términos culturales, aun tiene mucho en común. Si adoptan una postura derrotista, afirmándose víctimas inocentes de una calamidad cósmica y de tal modo invitando a la población a entregarse a la autocompasión colectiva, sorprendería que un nuevo gobierno durara más que un par de meses.
Por motivos evidentes, siempre conviene que los encargados de la economía, y por lo tanto del destino del país, sientan cierto entusiasmo por lo que tienen que hacer. Si bien sería natural que en ocasiones miembros del gobierno surgido de las elecciones que ya son inminentes dieran a entender que no les gustaba para nada verse obligados a tomar medidas determinadas, tendrían que convencer a la gente que pronto brindarían resultados positivos ya que, caso contrario, desmoralizarán a quienes quisieran creer que están librando una batalla épica en defensa del país.
He aquí una razón por la que han provocado tanto revuelo los intentos de Horacio Rodríguez Larreta, Gerardo Morales y otros de ampliar Juntos por el Cambio incorporando a personajes como el peronista cordobés Juan Schiaretti. Si bien es legítimo suponer que un gobierno que, como insiste el alcalde porteño, contara con el respaldo del setenta por ciento o más de los políticos profesionales, estaría en condiciones de llevar a cabo un programa de reformas que por un rato tendría un impacto muy negativo, sería de prever que en tal caso muchos recién convertidos a la fe oficialista procurarían asegurar que el ministro de Economía no hiciera nada que podría perjudicarlos. Se trataría, pues, de un gobierno esencialmente conservador, en el sentido recto de la palabra, en que muchos procurarían defender un statu quo que ha resultado ser ruinoso.
Para los convencidos de que la gran debacle argentina es obra de una clase política corporativa cuyos miembros están más interesados en su propio bienestar que en cualquier otra cosa, es insensato suponer que, con la excepción de los kirchneristas e izquierdistas más fanatizados, todos sus integrantes estarían dispuestos a colaborar para poner fin al proceso autodestructivo que ellos mismos han contribuido a poner en marcha.
El modelo socioeconómico que está cayendo en pedazos ha disfrutado largamente de la aprobación mayoritaria. No se basa en un consenso perfecto, ya que siempre hubo disidentes, pero a su manera refleja la forma de pensar del grueso de la población y por lo tanto de quienes se han habituado a modificar sus puntos de vista para congraciarse con el electorado Así las cosas, un gobierno genuinamente reformista tendría forzosamente que ser liderado por personas que no comparten el ideario corporativo dominante, lo que, claro está, plantea muchos problemas en sociedades democráticas.
Con todo, se ha abierto una ventana de oportunidad. Al darse cuenta el grueso de la población de que ha fracasado por completo el populismo voluntarista del cual el kirchnerismo es sólo la manifestación más reciente, parecería que la mayoría está buscando una alternativa auténtica al orden establecido. Por ahora cuando menos, los más favorecidos por el creciente repudio de los esquemas tradicionales son Patricia Bullrich y Javier Milei, mientras que Rodríguez Larreta, el que el año pasado pareció tener la presidencia al alcance de su mano, se ha visto debilitado porque parece ser un político típico que privilegia su relación con otros miembros de “la casta” sin animarse a romper con la ortodoxia populista.
Hoy por hoy, dicha ortodoxia es meramente verbal. Es tan grave el estado de la economía nacional que todos saben que no habrá forma de remediarlo sin un ajuste muy severo. Aún así, muchos políticos entienden que sería de su interés hacer pensar que, si les toca ser parte de un gobierno, tratarían de impedir que lo instrumentara. Aunque ningún político quisiera figurar como un sujeto mezquino al que le encanta hacer sufrir a la gente, en un país que está siendo devastado por un huracán inflacionario -en otras partes del mundo, lo calificaría de hiperinflacionario- y que carece de reservas, tanto el gobierno actual en lo que le queda de su gestión como su sucesor no tendrán más opción que la de reducir drásticamente el gasto público.
Dadas las circunstancias nada buenas en que se encuentra el país, sólo un demagogo irresponsable se manifestaría a favor de dejar las cosas como están, pero aquí tales personajes abundan. Para sorpresa de algunos, Elisa Carrió, que hizo un aporte valioso a la fundación de lo que andando el tiempo sería Juntos por el Cambio, parece decidida a ser una. Según ella, al acercarse a Milei, Bullrich, impulsada por Mauricio Macri, “va por un ajuste muy brutal sobre la clase media en cuatro meses” y estará dispuesta a pisotear la Justicia, la República y los derechos humanos, porque habrá que “reprimir hasta matar si es necesario”. Parece creer que, para el ala dura de Juntos por el Cambio, la pavorosa crisis económica no es más que un pretexto para someter el país a un régimen despiadadamente neoliberal.
Aunque es factible que el próximo gobierno sí se vea frente a una situación tan nefasta como la pronosticada por Carrió, además de personajes como Aníbal Fernández y Juan Grabois, no sería porque lo haya querido el trío que acusó de estar preparándose para instalar una dictadura ultraderechista sino porque una larga serie de gobiernos han privado el país de la capacidad para satisfacer las demandas mínimas de sus habitantes. Algunos, como los del primer Juan Domingo Perón y de Cristina, lo habrán hecho por motivos ideológicos o por hostilidad hacia “el imperio” estadounidense, pero otros, orgullosos de su supuesta superioridad moral, porque imaginaban que sería inhumano prestar atención a los malditos números. Aunque sólo fuera por omisión, los blandos por principio han estado entre los autores principales de la tragedia argentina.