No hay un solo varón argentino que se precie de tal que no esté abordando en los últimos años una serie de deconstrucciones en el seno de su familia e incluso en el escenario público. Aún a su pesar, se le vuelve imperioso resignificar prácticas sociales y procurar estar atento a frases y palabras que cosifican a la mujer, y que cristalizan la dominación patriarcal de la que nos hemos beneficiado desde siempre.
No hablo de las prácticas que implican una clara violencia física o simbólica que deben ser claramente reguladas jurídicamente porque producen daños muchas veces irreparables. Hablo de las microprácticas cotidianas, a veces asociadas a gustos y placeres. En la mayor parte de los casos esas acciones a ser problematizadas aunque se vuelvan bastante evidentes en el marco familiar, no por ello son simples de deconstruir, principalmente para aquellos que hemos superado los cincuenta años, como en mi caso. Algunas veces, los varones no sabemos muy bien qué hacer. Por ejemplo, si hay que ceder el paso cuando ingresamos a algún lugar al mismo tiempo que lo hace una mujer, y si conviene decir algo o no al respecto mientras lo hacemos o dejamos de hacer.
También hay algunas microprácticas mas bien íntimas, incluso de registro interno. Y que a veces suelen darse solo entre hombres en una especie de disputa a ver quién es el más macho, aunque ni siquiera se verbalicen. No deja de ser llamativo que aún se sostengan o quizás se incrementen salidas y encuentros privados solo para hombres, donde los maduros damos rienda suelta al más rancio ejercicio de comentarios y quejas machistas al más puro estilo de la vieja época, mintiéndonos diciendo que son muy necesarias.
Soy lector de este diario desde el número uno, comprado por mi amigo “Chino” que estaba muy atento a las novedades, en 1987. Su lectura atenta me ha acompañado decisivamente en mi formación, no solo por las investigaciones, las coberturas periodísticas y las valientes denuncias realizadas, sino por las contratapas. La que más recuerdo es una de Roberto Cossa, “Sollozos”, publicada el 16 de noviembre de 2003. Fue reveladora en su momento porque me hizo ver en mí un micromachismo estúpido (como casi todos) de registro interno personal. Allí se relata que un recio hombre de sólida formación marxista, habitué de los bares, consumía hace más de cincuenta años muchos pocillos de café fuerte y amargo, lo que llevó al autor a imitarlo durante toda su vida. Y se desdeñaba el café cortado, tan habitual hoy en día, por ser un consumo “maricón”. La contratapa culmina en una interesante metáfora política acerca de la defección ideológica del personaje, que por otra parte no ha perdido actualidad.
Por dos o tres décadas mi infusión favorita en el desayuno o en la merienda ha sido el té, a veces el mate. Jamás tomaba café en casa, quedaba reservado para alguna sobremesa dominguera con familia ampliada o amigos. Por el contrario, jamás en un bar he pedido un té, sencillamente no me lo permitiría, ni siquiera un cortado. Que abomino, aunque si estoy parando en un hotel, siempre desayuno un buen café con leche.
Mi padre, fallecido hace muy poco, era de la misma generación que Roberto Cossa, y durante décadas lo vi con sus amigos tomar café en pocillos pequeños. Sólo en los últimos años noté que algunos empezaban a pedir cortados. Recuerdo risueñamente que uno de ellos argumentaba cada tanto que la palabra café quería decir Caliente-Amargo-Fuerte-Escaso. Jamás los vi pedir un té. Por eso, la nota en su momento fue reveladora, y me hizo pensar que bien podía aflojarme de ese mandato que había asumido sin siquiera percatarme. Pero debo confesar que no lo hice. No pude o no quise, vaya uno a saber.
Hace unos pocos años, con mi hija mayor entrando en la adolescencia, mi esposa desempolvó una cafetera eléctrica que nos regalaron para nuestro casamiento y empezó a preparar enormes jarras de café. Y ambas empezaron a consumirlo diariamente. Y no sé si fue por comodidad o por placer, en vez de pasar al té en el escenario público comencé a consumir café en casa, probablemente para no perder terreno ante ellas. No es nada fácil deconstruirse.
Sé que tengo en el “debe” otras deconstrucciones de muchísima mayor relevancia que beber una simple infusión. Algunas las voy enfrentando, por lo general dificultosamente, ante la mirada escrutadora, paciente y amorosa de las tres mujeres con quienes convivo, y a las que voy sumando a mi otra hija de once años, quien ya se perfila como una incipiente feminista. Asumir la realización de más tareas hogareñas, respetar el uso de la palabra, no avasallar machirulamente, revisar las formas de referirse coloquialmente a las diversidades, integran la extensa lista de tareas pendientes a ser resignificadas entre muchas otras.
Volviendo a las infusiones, en los últimos años de su vida, mi padre tomaba enormes tazones de té en hebras en su casa, pero cuando cada tanto íbamos a un bar, ambos siempre pedíamos café. Se trataba de un bello momento compartido, hay tradiciones y mandatos que no deben deconstruirse, aunque ya no podamos tomar nada juntos. Es más, quizás sea por eso mismo. Al día de hoy, debo confesarles que he abandonado totalmente la infusión de origen chino, convenientemente apropiada por el colonialismo inglés, en todos los lugares donde despliego mi vida.
Mientras culmino esta nota en un bar del centro de Mar del Plata, vuelvo a pedirle amablemente a la camarera: “Por favor tráigame otro café, pero que sea liviano y en jarrito.”