El fallecimiento de Silvina Luna conmueve y demuestra la mala praxis que generó insuficiencia renal al inyectarle metilmetacrilato. Pero, desde que entró en Gran Hermano hasta su último video en Instagram, la juzgaron por su panza, su cara, su cola y su imagen. Ella quería defender los derechos de las mujeres en la televisión y que no se hable del cuerpo ajeno. Un homenaje a una mujer que reflejó aprendizajes, dulzura y dolores para no sumar presiones y prejuicios estéticos.
En un bar una chica tiene una cita con un chico y le dice que ella puede cucharear sin parar un tarro de dulce de leche. Por eso frena. Se sirve poco para no deslizarse más de la cuenta. Silvina Luna no mostró el freno, sino el desliz, la cuchara que no se inhibe en el frasco de dulce de leche. El disfrute de ser golosa y el cuerpo que puede menear sin prohibirse. A Silvina Luna la conocí, como muchos, comiendo dulce de leche en la casa de Gran Hermano. Fue dulzura a primera vista.
Esa dulzura de ojos increíbles y voz suave, gracia, resiliencia y un camino entre la fama y la espiritualidad como puertas giratorias en donde muchas chicas ingresan y muchas son expulsadas en una trituradora que exige cánones estéticos o y despide a las que no los cumplen o ponen fecha de vencimiento está mal. Silvina Luna murió antes de tiempo, en una muerte evitable y en un sufrimiento convertido en tortura. Fue víctima de mala praxis, de presiones estéticas y de la crueldad sobre la imágen de las mujeres en donde nunca alcanza y siempre sobra.
Silvina Luna no solo lo supo, lo sufrió y lo dijo, sino que intentó transformarlo. Su muerte es tan injusta, tan precoz y tan evitable, que duele como si hubiera sido una hermana con la que compartíamos casa y que nos enseñaba a rezar aún a quienes no saben rezar, meditar a quienes no meditan y leer a quienes no supieron que ella escribía, preguntaba e investigaba profundamente sobre como frenar la crueldad sobre los cuerpos femeninos.
Su muerte conmueve, indigna y angustia. Silvina no se calló y pidió espacios en la televisión para hablar más fuerte sobre los derechos de las mujeres. Preguntaba, leía, hablaba, veía y luchaba con mucha mayor convicción y profundidad de la que probablemente se sepa o crea sobre alguien que trascendio los canones y se volvió una aguerrida luchadora contra los prejuicios estéticos y la crueldad de los comentarios sobre el cuerpo.
La muerte de Silvina Luna conmueve, genera conversaciones, traspasa lagrimas y grietas en las redes sociales, multiplica las fotos y también da lugar al silencio de un duelo patrio. La muerte es irrevocable y marca un límite. Silvina lo había dicho, lo había intentado y lo había dejado claro. La muerte no es casual sino por la mala praxis que -hasta ahora- está caratulada de lesiones graves y que podría (y debería) escalar para que haya justicia para Silvina.
El médico Aníbal Lotocki le inyectó metilmetacrilato en los glúteos. Ella afirmó: “Necesito escuchar que no va a operar más”. Lotocki intentó defenderse diciendo que ella tenía problemas previos y ella lo desmintió. Se hacía diálisis tres veces por semana, esperaba un trasplante de riñón y estuvo internada 79 días en el Hospital italiano. Causa indignación la mala praxis y provoca reclamos para que haya justicia.
La mala praxis no es lo único encapsulado. Por supuesto que hay mujeres que pueden -libremente, aunque estén influenciadas por mandatos, miradas y reproches sobre los paradigmas estéticos- elegir realizarse tratamientos, inyectarse u operarse y que tienen que poder hacerlo sin ser juzgadas y sin correr riesgos. No solo se lo debe condenar a Lotocki. También hay que generar protocolos, acceso a la información y reglas claras para que la medicina estética sea segura y no una ruleta rusa con final incierto.
Sería una buena opción que se generen mecanismos más claros para quienes se van a realizar una intervención y que se pueda tener acceso a datos precisos, claros y explícitos sobre sustancias, profesionales y métodos de realización que impliquen protección, advertencias y reducción de daños. Las personas que toman la decisión de practicarse tratamientos estéticos tienen derecho a contar con información responsable, clara y orientadora.
En ese plano, sería esperable que un organismo de salud público o una agrupación de profesionales de la salud indique claramente que tratamientos están indicados o contraindicados, que sustancias están permitidos, cuáles son las precauciones que se deben tomar y que tratamientos, intervenciones o medicaciones no son aconsejables.
En principio, las sustancias inyectables deberían estar catalogadas como prohibidas o autorizadas y en qué cantidades o modos de uso están permitidas para que las usuarias/os conozcan esa información de forma clara (más allá de lo que le diga el médico que les quiere vender un tratamiento) y que esa información esté en formato público y claro. También deberían publicarse los títulos habilitantes (qué puede hacer o qué tecnologías puede manejar una médica o una cosmiatra) o las entidades profesionales que habilitan a cirujanos/as estéticos y quienes no cuentan con la especialización para advertir a las pacientes sobre en quién confíar y qué tratamientos son aptos para cada especialización. Además se debería detallar qué intervenciones se pueden hacer en consultorio y cuáles requieren de un quirófano, qué riesgos existen o en qué casos (por antecedentes genéticos, edad, estado de salud, etc) están desaconsejados.
Evidentemente hay personas que pueden elegir operarse o realizarse tratamientos estéticos y que no tienen por qué morirse si no hay irresponsabilidad, crueldad y mala praxis y cada persona es libre de elegir qué hacer con su cuerpo. No se trata de juzgar a las que eligen algún tratamiento o intervención, sino que se garantice su salud y seguridad. Y que esas decisiones sean por deseo, pero no para no sentirse violentadas por comentarios despectivos o porque para sobrevivir, triunfar o conseguir trabajo se requiere tener lolas o el culo parado como mostró la serie “Sin tetas no hay paraíso”.
Más allá de la justicia, la mejora en el acceso a información sobre intervenciones estéticas y la condena a la mala praxis Silvina Luna iba más allá del cuestionamiento al relleno que le habían colocado. Ella salió de la casa de Gran Hermano y la recibió un video en el que se la mostraba comiendo como si se tratara de un pecado en el que la conductora del reality show (Soledad Silveyra) le decía que ya iba a bajar esos “kilitos de más” y ella tenía que reconocer que se había pasado con las harinas y que había engordado 10 kilos.
La cucharada se le atragantó cuando salió de la casa. Le empezaron a señalar que estaba gorda y que tenía que hacer dieta para bajar de peso. Esa paradoja moderna que pide liberación a las jóvenes a las que censura y que deja hablar a las que cierran la boca. La rebelión de Silvina fue más allá de la denuncia de mala praxis. Silvina abrió una casa de ropa con prendas para todos los talles, con vestidos que volaban sin dejar afuera a las que no tenían la panza chata y con ideas que llegaban mucho más alto que las pasarelas mediáticas.
Ella no se quedó con su propia historia, empezó a leer para saber más y multiplicar las historias. Fue a ver “Deconstruir el amor”, con Darío Sztranjaber y quiso hacer un programa de televisión feminista, con el impulso de Gastón Portal, en el que los paneles televisivos fueran más allá de lo que hoy se puede apreciar para cuestionar una capa más profunda de las imposiciones y dolores que la atravesaron en la vida.
Silvina buscó más que salvarse. Preguntó por la violencia de género, si se podía juzgar a una mujer por mostrar o si mostrar otros cuerpos podía ser una salida posible, llamaba para consultar por la Ley Micaela y quería informarse contra la violencia digital que también la expuso a ella a que reprodujeran sin su consentimiento una escena sexual a través de un video que vulneró su intimidad.
Silvina Luna falta. Y con ella faltan mujeres que en la televisión, en el teatro y en las películas, muestren su panza, muestren sus arrugas, muestren su ascendencia afro, muestren su color marrón, muestren que son drags o trans, muestren que son lesbianas, muestren que se visten de traje y sin vestidos o volados, muestren que son jóvenes y eso no es equivalente a que les entre un mini short, muestre que les falta pelo o que lo tienen enrulado, muestre que sus brazos son robustos o sus ojeras largas, muestre que su culo no apunta al cielo o que su nariz no está respingada, muestren que la papada no se esconde y que lo que tienen para decir, transmitir, contar o actuar va más allá de un cuadrado en el que las que entran son cortejadas y las que no entran expulsadas.
“No se opina de los cuerpos de otros, de la ropa del otro, de la ropa del otro”, dijo en su último mensaje de Instagram después de recibir comentarios negativos sobre su aspecto. “Me preguntan qué me paso en la cara, la vida me paso”, contestó frente a las críticas que tuvo que recibir hasta último momento. Su mensaje es claro: “No se opina”. Si no fuera por la mala praxis no habría perdido la vida. Pero también hay vida que se pierde en las críticas, las burlas, la crueldad, los comentarios en redes sociales. La mala praxis sobre la imagen también es social.
La mirada despectiva daña. Los mandatos constituyen presión para mostrar una imagen de alguien delgada, pero carnosa, chata pero tensa, madre y con las tetas paradas, tersa y angulosa. Eso lleva a conductas que, en algunos casos, pueden ser de riesgo o a que haya profesionales que se aprovechen para lucrar o no medir las consecuencias. Pero en la carrera de Silvina el problema no fueron solo los mandatos sino las agresiones que hoy quedan grabadas y viralizadas en las redes y que la lastimaron o reforzaron su dolor.
Silvina Luna quería vivir y no hay nada que alivie ese final. Pero las palabra son un homenaje a la mujer que con su dulzura nos muestra que hay muchas más que faltan y hay mucho que falta para que la búsqueda personal no esté encarcelada en el riesgo colectivo de un espejo deforme.