Esta figura dramática vio la luz en Buenos Aires el 11 de junio de 1787, siendo sus padres el portugués José Antonio Dorrego y María de la Asunción Salas, porteña.
Manuel Dorrego hizo sus primeros estudios en el Colegio de San Carlos, siguiendo luego la carrera de jurisprudencia.
Siendo muy joven demostró las inquietudes de su alma romántica y turbulenta al salvar a su primo Salvador Cornet, complicado en la sedición contra Liniers, que escapó al fracasar el movimiento, facilitándole la huida a Montevideo, consiguiendo caballos y embarcación, simulando una autoridad que, naturalmente, no tenía.
Vuelto a Buenos Aires se trasladó a Chile para continuar en Santiago sus estudios jurídicos, sorprendiéndolo así los sucesos de mayo de 1810.
El proceso emancipador se propagó rápidamente, concretándose en Chile, el 18 de setiembre del mismo año.
Dorrego tomó parte activa en los sucesos, mereciendo del gobierno trasandino una medalla con la leyenda «Chile, a su primer defensor».
El 1º de abril del año siguiente estalló una contrarrevolución dirigida por el coronel español Figueroa, que Dorrego reprimió eficaz y rápidamente.
La gratitud contraída por Chile se expresó en un escudo con el texto «Yo salvé la patria» y los nombramientos de Benemérito y capitán del batallón de Granaderos.
Creyendo cumplida su misión cruzó la cordillera y llegó a Buenos Aires en junio de 1811, coincidiendo con la noticia del desastre de Huaqui.
Su prestigio impulsó a Saavedra a llevarlo en su comisión al Norte en compañía de Warnes, Regalado de la Plaza, Oyuela, Martínez y Echeverría.
En agosto de 1811 fue promovido al grado de capitán, e incorporándose a la división de Díaz Vélez intervino en el combate de Nazareno, el 11 de enero en Sansana, a cuatro leguas de Pumaguasí.
Dorrego sólo perdió tres hombres, en tanto los españoles sufrieron catorce bajas, dos heridos graves y seis prisioneros.
Siempre bajo el mando de Díaz Vélez intervino en el combate de Nazareno, el 11 de enero de 1812, donde fue herido en el brazo derecho y en un pie.
Al atravesar el río Suipacha, al día siguiente, recibió un balazo en el cuello. «Su resuelta bravura ha admirado nuestras tropas y aterrando al enemigo», manifestó en su parte el general Díaz Vélez.
Pueyrredón dijo: «Don Manuel Dorrego ha servido en la Vanguardia de este Ejército sin sueldo ni gratificación alguna, y su valor lo ha distinguido de un modo singular, mereciendo la confianza del general de la Vanguardia para emplearlo en las acciones de mayor riesgo».
Las poblaciones de Pozo Verde y Yatasto fueron salvadas del saqueo merced a su acción infatigable y diligente.
Manuel Belgrano lo despachó a Buenos Aires con el encargo de informar sobre la situación del Ejército del Norte y pedir auxilios.
Era a la sazón teniente coronel graduado.
En la batalla de Tucumán desarrolló una meritoria labor al mando de la infantería de reserva, mereciendo esta opinión del general Paz: «Los que tuvieron los honores de la jornada fueron el teniente coronel Dorrego y el mayor Forest».
En la batalla de Salta, dirigiendo el Batallón de Cazadores, destrozó el flanco izquierdo español.
Su genio vivo lo unió con su amigo Carlos Forest y los mandos de artillería contra el general Belgrano, que por lógicas razones disciplinarias se vio obligado a separarlo del mando, enviándolo encausado a Jujuy.
Las diferencias con Belgrano obedecían fundamentalmente a la atención especial con que éste trataba al militar alemán barón de Holmberg.
Tras las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma -en las que al notarse la ausencia de Dorrego los soldados parecieron presentir el desastre-, el héroe fue reincorporado por Belgrano, mandando una avanzada en Guachipas y formando, con quinientos soldados, un Regimiento de Partidarios que se replegó hasta Tucumán con el grueso de las fuerzas al aparecer San Martín en escena.
Como jefe de retaguardia y comandante de la infantería montada, la caballería de línea y un escuadrón de granaderos, Dorrego cubrió la retirada de Belgrano en Jujuy.
Replegado a Salta concentró sus fuerzas, y en San Lorenzo fue atacado por ochocientos realistas.
En guerrillas, durante cuatro horas infernales, se retiró por la noche hacia el río Arias.
El sistema fue repetido con éxito en Guachipas.
En el mes de enero entró en acción contra el coronel español Saturnino Castro en la quebrada de Humahuaca, luego de lo cual sus desinteligencias con San Martín le costaron un confinamiento en Santiago del Estero (febrero de 1814).
Dorrego no conseguía reprimir las travesuras de su espíritu inquieto y a menudo hiriente, se burló dos veces de Belgrano en una de las sesiones de la academia militar que dirigía San Martín.
Cuando Belgrano, al poco tiempo, pasó por Santiago del Estero, Dorrego, resentido, le hizo objeto de una burla lamentable que su antiguo jefe y amigo asimiló con la sobria dignidad de su silencio.
El 15 de junio, no obstante, Dorrego regresó a Buenos Aires y formó parte del Ejército de Operaciones que al mando del general Alvear actuaba en la Banda Oriental.
Dirigió, así, una división contra Artigas, derrotando brillantemente en Marmarajá, el 6 de octubre, a Otorguez, a quien apresó con toda su familia, tomándole también la artillería.
No siempre la suerte de las armas le resultó propicia.
Fue derrotado por el temible Rivera en Salsipuedes, y el 10 de enero de 1815, en Arerunguá, a escasa distancia de Guayabos.
Debió entonces atravesar el río Uruguay, concentrando la mitad de sus tropas en la otra orilla.
Pese a estos contrastes, el 14 de enero fue reconocido como coronel efectivo.
Al volver a Buenos Aires se incorporó al Ejército de los Andes como jefe del Regimiento 8º de Infantería.
En 1815 contrajo matrimonio en San Isidro con Ángela Baudrix, con quien tuvo dos hijas: Isabel, nacida el 5 de junio de 1816, y Angelita, que vio la luz en 1821.
En julio de 1816 Dorrego siguió a Díaz Vélez en su campaña de Santa Fe como mayor general.
Desde esta provincia ofreció sus servicios a San Martín, contestándole el Libertador el 13 de noviembre: «Créame que soy ingenuo en medio de mis defectos: la venida de usted me es de la mayor satisfacción; trabajaremos juntos y yo le acreditaré que soy su amigo sincero y que sé apreciar su valor y talento».
Como se opusiera a la designación de Pueyrredón como Director Supremo, éste no le concedió la baja que solicitaba.
Disponíase a viajar a Mendoza cuando sintió las consecuencias de su ataque contra el Director desde las columnas de «Crónica Argentina», pues cuarenta y ocho horas después era violentamente detenido, embarcado en el «25 de Mayo» y transbordado el 20 a la goleta «Congreso», que mandaba el capitán José Almeida.
Cuatro días antes se publicó el decreto de destierro, fundado en la «insubordinación y altanería con que el coronel Dorrego había manchado sus servicios en la carrera militar».
La «Congreso» se hizo a la vela hacia la isla de Santo Domingo, pero al llegar a Cuba el capitán Almeida se apoderó del navío realista «San Antonio», trasladando a éste a Dorrego con el destino primitivo.
Como el capitán designado por Almeida para mandar el «San Antonio» se dedicara en Jamaica a operaciones de contrabando, fue capturado por los ingleses, que procesaron a los argentinos, incluso a Dorrego, a quien no le valió de nada su condición de prisionero.
Tras diecinueve días de prisión en el castillo de Villa Montego fue condenado a expulsión por la mayoría del tribunal, mientras una minoría de tres jueces votaba por su muerte en la horca.
Así, en marzo de 1817, embarcó para Baltimore, en los Estados Unidos, donde suavizó la amargura del destierro publicando sus «Cartas Apologéticas», conmovedor documento que en doce páginas rechaza con verosimilitud y firmeza los cargos contenidos en los decretos de Pueyrredón.
Su nerviosa acción política en los Estados Unidos subrayó su animosa personalidad, sazonada con el aporte de otros compañeros de infortunio: French, Chiclana, Pagola y Valdenegro, arrojados al país del Norte por la energía indomable de Pueyrredón.
Mas como los hombres pasan, pasó también Pueyrredón y pudo Dorrego reintegrarse a su tierra (6 de abril de 1820), en compañía de Moldes, fugado de una prisión chilena a la que había sido enviado por orden del Director Supremo.
Sarratea le exoneró de culpa y cargo rehabilitando sus títulos y honores y el pago de los sueldos correspondientes.
El 17 de abril asumió la comandancia general de la tercera sección de campaña, en tanto Soler lo designaba comandante militar de Buenos Aires.
Mientras Soler era derrotado en Cañada de la Cruz, Dorrego salía en dirección a Perdriel, mas al tocar Caseros se le acercó un mensajero del Cabildo invitándole a regresar.
En aquellas horas de convulsión y confusión Dorrego fue inexplicablemente vitoreado como un héroe en Buenos Aires mientras Pagola entraba como un dictador triunfante.
Ni tres días duró el gobierno de este militar aventurero porque el 3 de julio dos mil hombres acaudillados por Dorrego irrumpían a las puertas de Buenos Aires.
El desorientado clima porteño se advierte en el hecho extraordinario de que al llegar a la plaza de Monserrat, Dorrego topó con un fuerte contingente armado pagolista y, altivo el gesto, se adelantó solitario ante el presunto pero circunstancial enemigo exhortándolo a deponer rencores y sumarse al esfuerzo de la concordia nacional.
Los milicianos rompieron la formación y, en efecto, se agregaron al ejército dorreguista.
Pagola debió rendirse. «El Cabildo -escribió Mitre comentando estos sucesos-, de acuerdo con Dorrego, enarboló en su torre la bandera de alarma y de conflicto, destituyendo a Pagola y nombrando a Dorrego comandante militar de la plaza, y convocó al pueblo a reunirse en torno de su autoridad».
El mismo día, sin embargo, Dorrego desafiaba otro peligro: el sitio de los vencedores de Soler. Investido por la Junta Electoral con los poderes de gobernador interino, se aprestó a la lucha, obligando a retroceder a sus adversarios hasta Morón.
Publicó entonces una inspirada proclama así concebida en lo fundamental: «Los patriotas, decididos a conservar su dignidad, defender sus fortunas, y asegurar sus personas y las de sus mujeres e hijas, que injustamente son atacados por esa gavilla de vándalos y asesinos, que roban y talan el suelo que pisan, asesinan hombres desarmados, violan mujeres y no dejan con vida ni aun a los niños inocentes como lo han ejecutado en la Villa de Luján; esos patriotas han empezado hoy a escarmentar a los infames traidores de tantos crímenes.
El entusiasmo corre como un fuego eléctrico, y muy pronto verá esa gavilla de bandidos cuánto les cuesta su atrevida y temeraria empresa de envolver en sangre un país inocente por la ambición de quererlo mandar con Alvear».
La retirada definitiva de los revoltosos se produjo el 12 de julio, dividiéndose en dos grupos; uno, a cuyo frente marchaba Estanislao López, en dirección a Pilar, y otro, mandado por Alvear y Carrera, hacia Luján.
Carrera atacó y asoló salvajemente en su apresurada marcha la población de San Isidro, pagando pronto su crimen, pues el 18 Dorrego se puso en marcha a la cabeza de 1.000 hombres bien pertrechados, a los que se sumaron en Luján Rosas y Martín Rodríguez con 400 paisanos.
En Buenos Aires quedó Marcos Balcarce como gobernador sustituto.
El 2 de agosto la fuerza combinada venció fácilmente a Carrera en el puente de San Nicolás, matando e hiriendo a 100 sublevados y capturando 400 soldados, 46 oficiales, 5 cañones, 3.000 caballos y numeroso armamento. Infortunadamente las tropas mancharon su victoria entregándose al saqueo.
Dorrego actuó noblemente al devolver a la esposa de Carrera al campo enemigo convenientemente escoltada.
Diez días más tarde atacaba a Estanislao López en Pavón, al fracasar las conversaciones de paz, luego de pasar el Arroyo del Medio al frente de una fuerza considerable. Fue una victoria brillante.
López huyó, tenazmente perseguido por Dorrego.
El 14 de agosto el vencedor quiso entablar negociaciones pacíficas pero López exigió arrogantemente que repasara el Arroyo del Medio, operación que naturalmente no podía ni debía ejecutar.
El caudillo santafecino confiaba seguramente mucho en sus fuerzas, pues al seguir avanzando Dorrego cayó vencido en el Gamonal el 2 de setiembre.
Dorrego pidió refuerzos al Cabildo, que no se le otorgaron por la negativa de Rosas y Martín Rodríguez, empeñados en lograr la pacificación.
El 26 de setiembre este último fue designado gobernador, debiendo enfrentar a los pocos días una nueva insurrección del inquieto Pagola, que el 5 de octubre fue derrotado por Rodríguez y Rosas.
En Luján, Dorrego obedeció la orden de retroceder, quedando en su estancia de Areco.
Desde allí envió al mayor Miguel Planes en misión de saludo al gobernador Rodríguez, dimitiendo en seguida su mando, que entregó al coronel Blas José Pico, retirándose a continuación a San Isidro.
Noblemente Martín Rodríguez le ofreció el grado de brigadier, que Dorrego prefirió rehusar.
Sin embargo, continuó conspirando, pues en marzo de 1821 fue confinado a Mendoza.
En mayo se acogió a los beneficios de la generosa Ley del Olvido, y en julio obtuvo su reposición militar regresando a Buenos Aires en el crítico momento de estallar la revolución de Tagle (19 de marzo de 1823).
Rivadavia le dio inmediatamente el mando de 200 hombres, son los que persiguió a los sublevados hasta Cañuelas.
En setiembre fue electo diputado.
Por entonces su personalidad acusaba un cambio considerable.
No era ya un hombre arrebatado y si bien conservaba el «genio inquieto y valor fogoso», según lo llamó Mitre, que lo definió como «tribuno bullicioso, carácter inquieto, caudillo populachero, republicano ardiente, militar valeroso, con bastante inteligencia y mucha audacia», había adquirido la seguridad de la experiencia.
Fue un legislador consciente, vigoroso, permanente custodio de las libertades republicanas.
Alternó la labor parlamentaria con la tribuna periodística, defendiendo enérgicamente los derechos orientales conculcados por la invasión brasileña y preconizando la intervención argentina.
En 1826 era diputado por Santiago del Estero al Congreso Constituyente. Formando en las excelencias teóricas del federalismo, cimentó su personalidad con la defensa doctrinaria de las instituciones republicanas oponiéndose a la filosofía unitaria.
En 1827 el presidente provisional Vicente López le nombró para ocupar la cartera de marina y relaciones exteriores, y el 13 de agosto asumió la gobernación de Buenos Aires, acumulando Relaciones Exteriores y Guerra Nacional.
Su designación de Gobernador y Capitán General se concretó por el voto de 31 diputados.
Al prestar juramento prometió en un solemne y sencillo discurso, «religiosa obediencia a las leyes, energía y actividad en el cumplimiento de ellas y deferencia racional, más que nada, a los consejos de los buenos».
Como primer magistrado tuvo aciertos, como la firma de tratado secreto con Federico Báwer, delegado de las tropas mercenarias alemanas al servicio del Brasil, que se obligó a agregarlas al mando argentino.
Formalizada la paz con el Imperio, Dorrego comisionó a Azcuénaga, Guido y Brown para ratificar el tratado en Montevideo, que el 25 de noviembre de 1828 fue aprobado en Santa Fe por la convención nacional.
El 10 de octubre el gobernador se presentó ente la Legislatura «para expresar su gratitud por el apoyo parlamentario prestado al esfuerzo bélico».
Dorrego había ganado un sólido prestigio como gobernante.
Cuando parecía que Dorrego estaba llamado a rendir más altos servicios, hombres y circunstancias se aliaron contra él.
El 26 de noviembre llegaba a la capital la división de Lavalle, descontenta por el resultado del conflicto argentino-brasileño, que había acarreado la pérdida de la Banda Oriental. Sublevado Lavalle el 1 de diciembre, el desastre se propagó por la ciudad.
Dorrego entregó el mando al ministro de guerra y se dirigió a la campaña con el propósito de concentrar elementos adictos a su persona o, al menos, fieles a la majestad de las instituciones republicanas que él trataba de encarnar con sobria dignidad.
Pero alzado también el cuerpo de húsares, al mando del coronel Escribano, sus esperanzas se desvanecieron rápidamente.
El 9 de diciembre cayó vencido en la Laguna de Navarro, y si bien logró huir, fue capturado más tarde en el Salto por el mayor Mariano de Acha.
Uno de los dramas más dolorosos de la historia argentina se gestó entonces con aterradora rapidez.
El indeciso Lavalle se vio presionado por bastardos y oscuros intereses. Salvador María del Carril y Juan Cruz Varela entre otros, lo empujaron a cumplir una fatal decisión: el fusilamiento de Dorrego.
Conducido a Navarro recibió la visita del comandante Juan Elías, portador de esta orden tremenda de Lavalle: «Vaya usted e intímelo que dentro de una hora será fusilado».
Dorrego se dio un golpe en la cabeza y exclamó con dolor: «¡Santo Dios!»
No era el grito de quien se ve frente a la muerte, sino la voz acongojada de la patria próxima a hundirse en la guerra civil.
El condenado se repuso, llamó al padre Castañer y escribió una carta a su esposa que llegaría a destino, y otra a Estanislao López, que fue detenida por Lavalle.
A su esposa le decía escuetamente: «Mi vida: mándame hacer funerales, y que sean sin fausto. Otra prueba de que muero en la religión de mis padres».
Debía ir ya al patíbulo pero quiso antes abrazar a su amigo y compañero de armas Aráoz de La Madrid, a quien regaló su chaqueta y sus tiradores de seda, bordados por su hija Angelita.
Se acercó a la muerte apoyado en La Madrid y Castañer. «Acabo de hacer un sacrificio doloroso que era indispensable», dijo sordamente Lavalle a Elías al oír los estampidos asesinos.
Era el 13 de diciembre de 1828.
Drama tan enorme sólo era comparable -pero ni siquiera justificable- con la ejecución de Liniers.
Conmovedor testimonio de un proceso devorador constituyó el prólogo del despotismo que Viamonte aplazó con talento y buena voluntad.
El gobernador Viamonte, precisamente, reparó la injusticia cometida con Dorrego.
«Su nombre, restaurado al honor del país, fue dignificado solemnemente con un decreto de honras, el 29 de octubre.
Un mes antes, resolvía el pago de cien mil pesos a la viuda e hijas de Dorrego, que oportunamente había sido dispuesto por la Sala de Representantes, y que Dorrego rechazara modestamente».
Rosas dispuso el 14 de diciembre de 1829 que sus restos fueran inhumados en Navarro, siendo sepultados el día 21 en el cementerio de la Recoleta.
La viuda, desamparada, debió recurrir al trabajo personal para poder subsistir.
Casi veinte años después, el 21 de octubre de 1847, Rosas le otorgó una subvención mensual de cien pesos que Urquiza dobló tras la victoria de Caseros.
En 1860 el Presidente Mitre le asignó medio sueldo de coronel, que Sarmiento transfirió a su hija Isabel pues la viuda del mártir había fallecido el 6 de abril de 1872.
«Enemigo del Congreso, opositor al Director, contrario a la expedición a Chile, partidario de la guerra contra el Brasil, enviciado en la agitación politiquera de la Atenas argentina»; tal el juicio categórico que Dorrego le mereció a Bartolomé Mitre, y sin embargo, en él encontramos la permanente vitalidad de la acción dorreguista, fogueada en el nervioso afán de un federalismo doctrinario que el biógrafo de San Martín omitió consignar, aunque reconoció que «Dorrego tenía algo de la fisonomía de los generales ilustres de las antiguas repúblicas griegas, con quienes fue comparado en aquella época, cuando se le apellidó el JOVEN TEMISTOCLES, por haber salvado a la Atenas del Plata de los bárbaros».
Su herencia política fue recogida por Viamonte.
En una época plagada de ideas monárquicas Dorrego y Viamonte fueron, en efecto, de los pocos que sostuvieron una meritoria fidelidad a los más sanos principios republicanos.
Quizás sea éste -un claro sentido del porvenir democrático y federal argentino-, el rasgo sobresaliente de una personalidad vigorosa, cuya estatua se ofrece a la veneración pública en una esquina céntrica de Buenos Aires.