Días atrás, los Diputados Nacionales Máximo Kirchner y Carlos Heller presentaron el proyecto de Ley “Aporte solidario y extraordinario para ayudar a morigerar los efectos de la pandemia”. Sus autores aseguran que no estamos ante la presencia de un impuesto y que sólo se aportará por única vez. Por su parte, la oposición asegura que se trata de un nuevo tributo apuntado a los sectores empresariales y una iniciativa más que quitaría impulso a la inversión de los actores privados. En fin, nada nuevo bajo el sol. Más allá del tironeo frente a las posturas, es interesante analizar a fondo algunas cuestiones.
El objetivo del proyecto es la financiación del desarrollo de una serie de actividades económicas especialmente detalladas en el proyecto: compra y/o elaboración de equipamiento médico, subsidios a las Micro, Pequeñas y Medianas Empresas, becas Progresar, urbanización de barrios precarios y un impulso a la inversión en YPF. Se estima recaudar unos 300 mil millones de pesos y los aportantes serían, apenas, unas 12 mil personas.
La pregunta que rápidamente se dispara es la siguiente: ¿qué pasa si no se logra convertir el proyecto en ley? ¿Nos tenemos que olvidar de la urbanización de los barrios más humildes o de la compra de insumos médicos para la lucha contra el COVID-19? ¿El Estado tiene su accionar atado a la menor o mayor generosidad de sus habitantes más adineradxs, quienes, además, son famosxs por su codicia? ¿Por qué no puede el Estado hacer uso de sus propias herramientas, como el déficit fiscal y la emisión monetaria? ¿Es un problema de métodos o de objetivos?
Déficit y emisión como respuesta al desarrollo
La permanente crítica -de propios y ajenos- al déficit fiscal y a la política de aumento de la emisión monetaria como mecanismo de inyección de dinero, se enmarca dentro de esta mirada. El Estado sólo podría utilizar los fondos que recauda dejando de lado su potestad de hacer uso de su soberanía monetaria, debido a que el aumento en el uso de ambos instrumentos ocasionaría más problemas que soluciones. De alguna manera, el Estado estaría renunciando a dos valiosísimos instrumentos de política económica.
Al mismo tiempo, es necesario reconocer que este razonamiento se ha suavizado en el marco de la pandemia. Economistas liberales están dispuestos a conceder que, durante la pandemia, el Estado puede ser un actor dinamizador de la economía ante el derrumbe de la demanda y de la oferta global de bienes y servicios. ¿Y cuando acabe la pandemia?
En ese orden, el Ingeniero Enrique Martínez aseguró en Twitter: “Ningún economista por reaccionario que fuera, puso objeciones al déficit fiscal frente a la pandemia. Frente a la miseria y la exclusión, es otra cosa. ¿Qué imbécil puede sostener eso?”. El subdesarrollo, finalmente, es argumento válido y suficiente para apelar al déficit fiscal como herramienta de política económica.
El economista surcoreano Ha Joon Chang en su libro Qué fue del buen samaritano dedica un capítulo completo a esta temática y asegura que “el énfasis en la prudencia fiscal ha sido un tema central en la macroeconomía neoliberal. Se argumenta que el gobierno no debe vivir por encima de sus posibilidades y tiene que equilibrar siempre su presupuesto”. El especialista en historia económica abre un hilo interesante planteando que “es posible que haya que equilibrar el presupuesto gubernamental, pero esto debe conseguirse al cabo de un ciclo de negocios en vez de cada año. El año es una unidad de tiempo sumamente artificial en términos económicos y no tiene nada de sagrado”. Y agrega “como dijo el mensaje principal de Keynes, lo que importa es que, durante el ciclo de negocios, el gobierno haga el contrapeso al comportamiento del sector privado, se meta en el gasto deficitario durante las depresiones económicas y genere un superávit presupuestario durante los repuntes de la economía”. Finalmente, y como reafirmación de su análisis, asegura que “cuando los países ricos entran en recesión, por lo general relajan la política monetaria y aumentan los déficits presupuestarios. Cuando sucede lo mismo en los países en vías de desarrollo, los malos samaritanos, a través del FMI, les obligan a aumentar la tasa de interés a niveles absurdos y a equilibrar sus presupuestos, o incluso a generar superávit fiscal, aunque tales acciones tripliquen el desempleo y provoquen disturbios sociales”. Keynesianismo para los ricos y monetarismo para los pobres.
Entonces, el déficit fiscal así como la emisión monetaria son instrumentos de política económica que no deben ser dejados de lado por el campo popular. El objetivo de la política económica debe ser la búsqueda del bienestar social y no el equilibrio presupuestario. Ante esta idea, los sectores más conservadores suelen extremar esta posición asegurando que si la economía funcionase de tal modo, se podrían imprimir una infinita cantidad de billetes y, de ese modo, se acabaría con los problemas. Que la caricatura no tape la realidad. Pero esto tampoco niega a la política impositiva como método recaudatorio para financiar las arcas del Estado, sino que las postula como herramientas complementarias y, sobre todo, útiles para países como Argentina: con una millonaria elite que toma todos los atajos posibles para evadir impuestos y con una enorme porción de la población empobrecida.
A contramano de los agoreros del caos ante un desorden fiscal, el Ministro de Economía Martín Guzmán, ya anunció que para el 2021 proyecta un déficit fiscal del 4,5% del PBI, afianzando la idea de que se necesita un Estado fuerte, sobre todo cuando el mercado está ausente.
El proyecto de ley logra poner sobre la mesa la necesidad de un profundo debate económico y político que logre eliminar la pobreza, el hambre y el desempleo, y que limite la acumulación sin límite de las elites locales que minan la posibilidad de una verdadera democracia.