El tema se hace tan reiterativo que uno llega a aburrirse al citarlo tantas veces, además de correr el temor de que a quienes leen o escuchan les pase lo mismo.
Sin embargo, ¿podría ignorárselo o, más precisamente, debe hacérselo?
La militancia del odio --denominada “la grieta” por economía expresiva, vagancia intelectual, pudor ideológico o las razones que fueren-- ni siquiera puede ser superada en torno de que la lucha contra el virus en general, y “la vacuna rusa” en particular, den resultados positivos.
Si se supone (y en general se supone bien) que los receptores de lo que uno opina ya están prevenidos o convencidos de una línea editorial predeterminada, más allá de disidencias coyunturales y de algunas acentuadas, ¿para qué insistir tanto sobre lo que piensan y dicen desde una vereda enfrentadísima antes histórica que coyunturalmente?
Hay, por lo menos, tres respuestas.
Una, con seguridad la más emocional, es que desde el polo opuesto se (des)informa, miente y agrede con un desparpajo al que debe contestársele en forma simétrica, porque no sería natural desconocerlo.
La segunda es que esto se trata de la batalla política y cultural de siempre; que quien se equivoque o ceda un tranco de pollo en esa disputa llevará las de perder, como ya sucedió y continuará ocurriendo, y que en todo caso es cuestión no de ignorar, sino de ser más inteligentes, dinámicos, creativos, en las argumentaciones propias.
Y la tercera respuesta consiste en que, cualquiera sea el razonamiento, lo que produce la oposición en este fin de año ya atravesó ¿todo límite?
No cabría perder la expectativa de que se superen a sí mismos, sea en su pata “partidaria” o en la mediática si, acaso, esos factores pudieran diferenciarse.
La virulencia con que se ataca al Gobierno, por cómo encara la batalla contra la pandemia, su programa y logística para vacunar, sus alertas, tiene una relación inversamente directa no ya con la ausencia de alternativas a todo nivel sino, más aún, con lo obsesivo de que las cosas salgan mal.
La oposición no aprovecha, ni tan sólo, los flancos del oficialismo en asuntos en los que a éste le es complicado defenderse. O contraatacar.
El año termina con una sensible cantidad de interrogantes que el Gobierno no termina de despejar, en partes donde queda entremezclado lo que querría pero no puede, lo que sabe pero no querría y lo que de ninguna manera puede saberse por más que quiera.
En orden inverso al enunciado y apenas como ejemplos, absolutamente nadie tiene claro por completo e inclusive ni de cerca, ni acá ni en ningún lugar del mundo, lo que sucederá con la pandemia. Rebrotes, segundas y terceras olas, cepas imprevistas y más contagiosas, cierto desconcierto en la comunidad científica, sociedades que ya no aguantan volver a restricciones duras.
¿A quién puede ocurrírsele que en ese escenario es probable planificar qué con total certeza?
Sin ir más lejos, piénsese en el saque que supone la pérdida de ingresos por la actividad turística, a raíz del avance y mutación del bicho, que hasta hace unos días no podía contemplarse.
De ahí para arriba, ¿cómo podría saber el Gobierno a qué deberá recurrir presupuestariamente, con cuáles fondos o montos de emisión monetaria que, encima, también penden de aspectos con intervención de terceros, como el FMI (a menos que se caiga en el infantilismo testimonial de hacer un pagadiós, mientras tampoco se puede apelar a la movilización popular si fuera cosa de animarse y punto)?
Luego, la inflación amenaza proyectarse consolidada y, de la mano con eso, intimida la presión hacia el dólar de los actores de poder -con formadores de precios no a la cabeza, sino a la par- que el Gobierno conoce de sobra pero con los que, todavía, pretende articular en vez de imponer condiciones (aunque hay segmentos en los que algo se hizo con eficacia, por ahora, justamente como en el mercado financiero).
Y entre lo que el oficialismo y su frente político querría, pero no puede, está desligarse del espanto de la herencia.
Como fuera, y aun contemplando que hubo y hay errores autoinfligidos, resulta que en reemplazo de debates como ésos, u otros de profundidad similar, lo único que a la oposición se le pasa por la cabeza y por lo ejecutivo es una ofensiva desorbitada contra la vacunación; contra la estructura prevista y cumplida en lo que es y será su primera fase; contra cómo se elegirá en modo preciso a quienes recibirán la dosis inicial.
Contra todo, en síntesis inobjetable.
Venimos, estamos, en medio de que el Gobierno es un estafador político y científico porque eso es la inoculación del Gamaleya; por los tapabocas propagandísticos de la tripulación del vuelo de Aerolíneas a Moscú; por el contraste con los chilenos, que sí cerraron con Pfizer (¡¡¡una provisión de menos de 10 mil dosis para casi 19 millones de habitantes!!!); porque Argentina es la primera nación fuera de la Unión Soviética en aprobar la Sputnik V; porque se ratifican los negocios ideológicos de Cristina con Putin; los pecuniarios de Ginés con Hugo Sigman; los atolondrados de Carla Vizzotti a la que Ginés le tiene celos; los irresponsables de caer en que habría una vacuna “light” de los rusos para enchufarle a los subdesarrollados como nosotros; los que son producto de que Alberto Fernández es un arrebatado; los que merecen que Fernández y Ginés y cualquier funcionario, interviniente en las gestiones, liguen una denuncia de la tan estable doctora Carrió por “atentado contra la salud pública” y “envenenamiento de la población”; los surgidos de que aprobaron la/s vacunas/s en carácter de emergencia, como si el mundo de las “naciones civilizadas” lo hubiesen hecho respetando los tiempos de certificación tradicionales.
La semana pasada, aquí mismo, hablamos del odio antiperonista visceral como vector supremo de esa andanada que no se detiene.
Se ratifica el concepto, desde ya, pero tal vez deba incluírselo, ampliado, en un marco más universal.
En un artículo de julio último publicado en este diario, el ensayista Jorge Alemán observa que estamos ante un puro ejercicio sádico de identificación narcisista, que no sólo apela a las apariencias democráticas sino que, incluso, se victimiza mientras hace daño.
“Algún día el mundo deberá considerar el nudo entre patología, subjetividad y política, para que las megalomanías payasescas de Trump, Bolsonaro, Macri, Áñez, etc. hayan sido posibles y sostenidas por un consenso, que en ocasiones ha confinado con la locura social en sus aspectos más paranoicos”.
Pero, advierte, no es cuestión de psicología, ni de psiquiatría, ni de patologías mentales. Es una necesidad estructural del neoliberalismo que cada vez más exige, para su sostenibilidad, a dirigentes con la suficiente impunidad, irresponsabilidad y "superficialidad", que encarnen con su carácter insustancial y paródico la dimensión acéfala y descabezada a la que tiende el capitalismo contemporáneo, bajo el nombre de neoliberalismo.
“El mando neoliberal dictamina: la marcha económica para las Corporaciones; la política para narcisistas al servicio de la pura conspiración. Los tiempos en que personajes banales han generado odio hacia el propio pueblo del cual procedían parecen dar la señal de un verdadero final de época, donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo recién está naciendo". Aún no ha nacido, hubiera dicho Gramsci como bien dice Alemán.
Felicidades a esa gran y, quizá, decisiva porción de nuestra sociedad que no compra lo que el odio designa como “grieta”.
A los demás también, porque nos gusta y aceptamos seguir convenciéndonos entre los convencidos, aunque con esfuerzos para agrandar el arco.
Pero el odio no es lo nuestro. No debe serlo. No se construye desde ahí.
P/D: Enormes gracias a los lectores y foristas de PáginaI12 que a lo largo del año, con sus acuerdos y enojos, con sus señalamientos de todo tipo, con sus historias personales y colectivas que reforzaron dudas y convicciones, contribuyeron para que este columnista siga aprendiendo, ratificándose, rectificándose. Abrazo enorme, de corazón.