A Chile el resto de la región lo visitó un par de veces, en diferentes estaciones de la historia, como un curioso archipiélago del que brotaban cada tanto experimentos imprevisibles. Primero fue la famosa “vía democrática al socialismo”, ensayada al interior de un tupido y heterogéneo laboratorio utópico; después, con intenciones menos oníricas, esa alquimia tenebrosa, la del neoliberalismo y el genocidio cultural en la época del terrorismo de estado y el sálvese quien puede instaurado por el látigo del mercado. Eran experimentos bien contrapuestos, tocados por poderes que manejaban a la perfección el arte de dar vuelta las tortillas.
Y al parecer la cosa continúa, puesto que este domingo por la noche nos dormimos en un país y despertamos, al día siguiente, en otro que casi no reconocíamos. Es cierto, había indicios, huellas, antecedentes, pero nadie alcanzó a imaginar lo que se produciría: la desconfiguración más contundente de un sistema político abyecto que tenía más de cincuenta años.
Los indicios tenían que ver con un pueblo que asomó primero en el 2006, vestido en conjunto con uniformes de escolares revoltosos, siguió en el 2011 con las luchas de los estudiantes, estalló en octubre del 2019 y se consumó como una insinuación más que fiable durante la pandemia, con un pueblo que asistió en masa a las urnas a votar por una nueva constitución. La derecha leyó estos asomos en clave de revuelta de hormigas, pataletas de disconformes desencontrados que a lo más hacían cosquillas a un acorazado formado por las grandes corporaciones financieras, la concentración de los medios hegemónicos y los favores y perdonazos del poder judicial. En un rapto de optimismo, el ministro Jaime Bellolio se permitió incluso este veredicto: “Vamos a ganar tres a cero”.
Pensaba que poniendo inyecciones, sacando perros rabiosos a la calle y rifando bonos de hambre, la tarea estaba cumplida. Todo lo demás (un gobierno que alcanzó el 4 por ciento de aprobación, un presidente que le declaró la guerra a su pueblo, que envió al tribunal constitucional una ley parlamentaria para detener el desesperado retiro de fondos de las AFP y que se negó, siendo él mismo un millonario, a ponerle impuesto a los súper-ricos) le pareció que era un detalle, y que con alcanzar un tercio de aprobación tenían chipe libre para abortar cualquier reforma a la Constitución y seguir manteniendo la que ellos mismos habían implementado bajo el amparo del genocidio.
No entendieron lo que venía, en parte a causa de las discretas y sigilosas contestaciones de un pueblo amedrentado, desprotegido y sin armas. Y de repente, en un abrir y cerrar de ojos, todo voló en pedazos: los cenáculos de la derecha, una clase política corrompida, una Nueva Mayoría que había alcanzado el poder prometiendo gestionar el capital financiero mejor que los propios capitalistas, y los acuerdos intracupulares y los palacios de los partidos y los chantajistas de siempre. La derecha no alcanzó el tercio, y contra todo pronóstico el proceso constituyente quedó en manos de aquellas y aquellos a quienes les correspondía: los pueblos indígenas, las feministas que animaron una revolución performática, los estudiantes que no descansaron, las pensionistas cansadas, los independientes, los cualquiera. Un corpus heterogéneo cuyos nudos desarticulados le permitieron restarse de la visibilidad de la representación para dar su golpe inesperado y anónimo.
Resucitó el Frente Amplio (dado precipitadamente por muerto), apareció el Partido Comunista (ninguneado y marginado sin explicación por partidos trabalotodo) y barrieron los independientes. Donde ayer -y durante décadas- había un alcalde de derecha, hay a partir de hoy una alcaldesa comunista. No es la única, y es nada menos que otro comunista quien, junto con barrer en Recoleta, aparece hoy como el candidato con más chances para la presidencia, uno que tendrá que sentarse con Gabriel Boric -y no ya con la vieja cáfila de weberianos que en calidad de cristianos o socialistas lo moderaron todo- para planificar los espigados senderos del país que acaba de nacer.
Todo esto responde a la irrupción de la política en su más alto sentido: la de los seres que definen autónomamente las maneras de estar juntos. Esa manera es un pueblo, porque los pueblos no son una unidad fusionada, no son una identidad; son el máximo de distancia que soportan entre sí las cosas que quieren estar en común. Este pueblo, en particular, sufrió mucho, sufrió enormemente, lo suficiente -diría Nietzsche- como para terminar siendo hoy un conjunto tan bello e inesperado. Un mensaje para la lucha de los palestinos pobres, hoy salvajemente apaleados, y para todas y todos los que siguen soñando con no tener que atravesar por pedregosas articulaciones a la hora de cambiar las cosas.
* Doctor en Filosofía, investigador, profesor de la Universidad de Chile