Nos encontramos en un mundo embebido en una dinámica económica donde los Estados y sus elites corporativas avanzan como un tren a toda velocidad.
Algunos hasta se atrevieron a pensar en una “tercera vía” hacia un socialismo post-pandemia. Sin embargo, ya vimos -y debemos entender- que al capitalismo de la competencia salvaje, la acumulación desmedida y el individualismo narcisista, no lo mata ni un virus, ni una guerra, ni nada. Las revueltas presentes para con la mejora de la calidad de vida de las mayorías son siempre marginales; de los cambios revolucionarios, aquellos tan temidos o esperanzadores tal cual los conocimos en el Siglo XX, se pasó a un sistema de grietas que se limitan a quitar y poner marionetas manejadas por las elites globales, las cuales se encuentran a la cabeza de una lógica sistémica que no detiene su marcha.
Hemos aprendido que vivimos en el mejor mundo posible. La palabra libertad, entremezclada con confusa suficiencia cuando se la asocia a la economía o los derechos humanos (salvo cuando aparece el Covid-19 y se necesita con urgencia de la asistencia del Estado), se conjuga con el miedo a volver a la fallida utopía socialista. Solo persiste una idea que, lejos de servir para avanzar hacia un sistema superador, proviene de la mano de un miedo centrípeto, circunscripto por la conectividad virtual que nos permite observar el planeta en la soledad de nuestro dispositivo móvil, con el mero objetivo de buscar socios que avalen las ideas y los deseos propios. Lejos, cada vez más lejos, de generar un cambio sistémico. Ni siquiera estructural.
Bajo la dinámica descripta, a nuestra Argentina como un todo solo le quedaría alinearse, tanto en términos económicos como políticos. Cierta autonomía ideológica y financiera para con el mundo es ahora inviable; hubiera requerido décadas de solidez institucional, crecimiento económico, transparencia jurídica. Bajos niveles de corrupción y alta eficacia que generen respeto, ya sea en términos endógenos como para con el mundo. Porque mientras el resto del mundo avanza, nosotros continuamos luchando contra nuestros propios demonios.
Comencemos observando al viejo continente. Aunque las economías de los 27 Estados miembros de la Unión Europea (UE) se contrajeron un 15% promedio durante el segundo trimestre de 2020 en comparación con el mismo periodo de 2019, la proyección de decrecimiento para este año se modera hasta el -8%, con expectativas de crecimiento del +5% en 2021 y del +3,2% en 2022. Para generar este proceso de recuperación, el Banco Central Europeo decidió dejar inalteradas las tasas de interés en el mínimo histórico del 0%, como así también ha mantenido los estímulos monetarios comprando bonos de la deuda pública y ayudando a la generación de un Fondo Comunitario Europeo de 750.000 millones euros para sacar adelante a cada uno de los países miembros. Por supuesto, a diferencia de lo que vemos en nuestras latitudes, tienen un plan para con el repago de los préstamos: nuevos tributos comunitarios, impuestos a los productos plásticos tóxicos y a las emisiones de carbono, o mismo gravámenes a los oligopolios digitales. Un esquema totalmente intra sistémico. Un keynesianismo de manual que no cambia ninguna lógica preexistente.
Tampoco la pandemia disminuyó el alto nivel de competitividad que se requiere en la arena internacional. La UE le pidió recientemente a China un vínculo económico “más equilibrada, con mayor igualdad de oportunidades”, tanto en términos comerciales como en relación a las inversiones. Pueden sentarse tranquilos a esperar la respuesta: China no solo se siente cómoda con su programática política económica global detallada con firmeza en cada uno de sus planes quinquenales presentados en las últimas décadas; sino que, sin necesidad de limpiar las culpas morales racionales de cualquier democracia occidental por la expansión del virus, ha reactivado su “socialismo de mercado” a una velocidad a la que solo ellos lo pueden hacer. Los números hablan por sí solos: solo para citar dos variables de relevancia, el mes de agosto pasado las ventas minoristas y la producción industrial crecieron 0,5% y 5,6% interanual respectivamente, previendo una aceleración del PBI para el último trimestre del año.
En el otro polo de la gran disputa capitalista por el poder global, los Estados Unidos de Norteamérica se encuentra hoy en medio de una elección que se dirime entre dos candidatos del, cuando no, establishment de Washington y sus satélites de lobbistas corporativos. Con un Donald Trump que comenzó su mandato jugando a la política de la seducción y terminó en la arena de la confrontación, pero que en ningún momento desestimó al dios mercado como el hacedor del sueño americano. Su rival, Joe Biden, es un candidato más que moderado; como diría el colega internacionalista Patricio Talavera, el erigido por los demócratas ha sido seleccionado “con los mismos criterios que se aprueba a un yerno”. Igualmente, sea cual fuera el resultado de la contienda electoral, la recuperación económica que se ha estado vislumbrado en el último trimestre se potenciará con un shock de expectativas positivas que posibilitará alcanzar, al menos en el corto plazo, una nueva normalidad económica. Que aunque podría ser distinta en términos productivos, comerciales y financieros a las condiciones pre-pandémicas, lejos estará de ser revolucionaria.
Siendo los actores estatales descriptos nuestros principales socios comerciales y financieros –excluyendo Brasil-, la relación con ellos se torna vital. Por un lado, el acuerdo entre el Mercosur y la UE languidece por, teóricamente, las críticas recibidas en nuestro continente por ser responsables de causar un peligroso daño medio ambiental: ello incluye específicamente la afectación de la biodiversidad y el cambio climático, derivado especialmente de la desforestación y los incendios del amazonas, la explotación minera y energética, la contaminación acuífera, como así también el uso de sustancias químicas indebidas para con la producción agrícola.
Aunque los socialdemócratas, verdes y afines en el viejo continente hayan calificado el Stand-By en las negociaciones como “un gran triunfo para los consumidores, el medioambiente, la protección de los animales y los derechos humanos”, la realidad es que vastos sectores económicos europeos ligados a la agroindustria quedarían sepultados con el acuerdo. Y una gran parte de ellos no solo garantizan el pacto social de gobernanza en cada una de las naciones; sino que además son parte del entramado económico y productivo enraizado en las diversas culturas nacionales de la unión. Olvidémonos entonces de la ejecución de un tratado probablemente muy beneficioso para el sector primario de nuestras latitudes: las mastodónticas subvenciones que reciben los productores en el marco de la Política Agrícola Común de la Unión Europea, continuaran in eternum.
Por su parte, los Estados Unidos no solo subvencionan su producción agrícola en contra de nuestros intereses; ello no sería nada si no fuera que en el último medio siglo nos han considerado siempre su ‘patio trasero’, hacedores de dictaduras -por supuesto, siempre con complicidad endógena- en pos de que los podamos abastecer y endeudar bajo el rol que ellos mismos nos digitaron dentro de ‘su’ sistema económico y financiero global. Sin entrar en detalles históricos -donde hemos tenido épocas con mayor o menor margen de maniobra, por desavenencias externas o autoprovocadas-, los u$s44.867 millones que recibió la Argentina desde el año 2018 por parte de los Estados Unidos para impedir el asentamiento del comunismo lula-madurista (léase vía FMI con indicación explícita de Trump), solo sirvieron para dolarizar las ganancias de los mismos de siempre, con su respectiva fuga por las puertas giratorias del sistema financiero sin control (o mejor dicho descontrolado) de nuestro bendito país. Cuidado, a pesar de ello, nunca es tarde para aleccionar bajo el manto de la confusión permanente de las masas abstraídas por series sobre mundos místicos o competencias culinarias: los representantes del FMI se encuentran en este momento en nuestro país para “respaldar ajustes estructurales ante una nueva normalidad, lo que incluye que los empleados comiencen y abandonen sus empleos con mayor facilidad”. Traducido: Reforma laboral sin miramientos con los costos socio-económicos que ello acarrea, con tal de que podamos repagar nuestras deudas colectivas para mantener la rueda del sistema funcionando.
Lo que no pueden proveer, y es un gran problema para ellos, es una compuerta propia, ni tampoco un acuerdo efectivo con algún actor regional de relevancia que trabaje como pívot estabilizador y buffer contra su enemigo y nuestro aliado (¿circunstancial?), China. Porque, a ciencia cierta, nuestra relación bilateral con la potencia asiática de coyuntural tiene poco y nada: hace años nos hemos rendido a sus pies. Y que quede claro, no por sus cantos de sirena, sino por su enorme ‘billetera de payaso’. Con mayor o menor conveniencia. Porque nos compran todo lo que nuestro campo pueda ofrecer. Como contraparte, adquirimos sus bienes de capital (telecomunicaciones, agroindustria), absorbemos sus inversiones (nucleares, de infraestructura), y tomamos sus préstamos a la tasa de interés ofrecida sin chistar. Pero además, nos permiten realizar acciones de compra/venta en ambas monedas nacionales, generar contratos a futuro en yuanes, como así también avanzar intempestivamente hacia la construcción de la nueva Ruta de la Seda Sudamericana con ‘mirada argentina’: una Asociación Estratégica Integral que se espera permita concretar proyectos de agua y saneamiento, vivienda, conectividad, energía renovable e infraestructura de transporte en nuestro país.
Todo bajo el lema “Winner takes all” (o sea, donde todo el proceso de desarrollo quedará en manos chinas). Pero la voracidad del único ganador con todas las letras no termina aquí. En la reciente conversación que mantuvieron Xi Jinping y nuestro primer mandatario, Alberto Fernández, el presidente chino le pidió la colaboración del país para fortalecer la relación de China con América Latina, el Caribe y el Mercosur; sobre todo para poder tener una participación más activa en la Comunidad de Estados Latinos y Caribeños (Celac). Y si, la geopolítica es fundamental. Y aquí ya entramos en un tema aun más ‘espinoso’; el statu-quo del sistema económico es inamovible, pero la distribución de poder entre las principales potencias es flácida, cambiante, tensa.
Por ello la estación especial de Neuquén, cuyo manejo es la conjunción de intereses del Partido Comunista Chino a través del Ejército Popular como órgano ejecutor, complementa todo aquello y más: le adiciona el componente geopolítico en plena disputa por los recursos naturales estratégicos (ya sea geológicos o marítimos), la proyección Antártica, la guerra electrónica y satelital. Para citar un ejemplo, el eventual uso dual (militar y civil) implicaría la eventual intercepción de satélites de Estados Unidos o la UE. ¿Quién lo puede afirmar? Bajo el hermetismo reinante, seguramente no nuestro país. Igualmente, a sazón de la verdad, durante el gobierno de Cambiemos se agregó un anexo para especificar que la estación sea para uso pacífico y no belicista. En fin, lo que sea “pour la galerie”.
En realidad, para nuestro país, mejor dicho para nuestros políticos, lo más relevante es que los chinos, a diferencia de los creadores de la ‘Doctrina Monroe’, no se inmiscuyen en los asuntos de política doméstica. Ideal: un país que nos financia el déficit y no pregunta por qué lo generamos. Y que se encuentra siempre listo para activar parte o la totalidad de los 18.500 millones de dólares del Swap en caso de que lleguemos a una crisis de aún mayor complejidad que la actual. Por ello, los acuerdos bilaterales nunca se han truncado desde el ingreso de China a la Organización Mundial de Comercio en el año 2001. Ni con el actual gobierno argentino, ni con el anterior, ni con el anterior del anterior.
Igual, seamos sinceros, ¿para qué nos van a cuestionar? Argentina tiene un déficit comercial crónico con China (-2.000 millones de dólares en 2019) que se remonta a finales de la década pasada. Salida de divisas que ellos mismos nos financian: negocio redondo para el gigante asiático. Y para unos pocos de los nuestros: los sojeros y la industria cárnica siguen de parabienes. Pero también para algunas de nuestras castigadas economías regionales. Sino observemos la ansiedad manifiesta de varios gobernadores esperando obtener alguna tajada de los 4.000 millones de dólares de inversiones para la concreción de las 12.000 granjas que se instalaran en nuestro país -con su respectivo efecto derrame socio-productivo-, para abastecer con 900.000 toneladas anuales de carne de cerdo a China. Si, ya sabemos que ciertos actores políticos y organizaciones sociales y medioambientales ya han puesto el grito en el cielo por el alto nivel de contaminación que repercutirá en nuestras aguas y suelos, o mismo con las emisiones diarias de gases letales como el dióxido de carbono y el metano. Pero ni a los chinos, ni a las elites políticas de nuestro país -debe ser uno de los pocos temas que ha saltado la grieta entre el oficialismo y el principal partido de oposición-, ni al sistema económico de acumulación global les importa. Es más, a algunos políticos y empresarios les quedaron revoloteando las últimas palabras de Xi hacia Fernández: “Queremos que más productos y con más valor agregado ingresen a China”. ¿Podremos generarlos? ¿Podremos competir? Difícil, para no decir muy poco probable, al menos en el corto plazo. Pero bueno, suena bien. Y el show debe continuar.
Vivimos en la Argentina del los proteccionismos agresivos, de las liberalizaciones salvajes. De la destrucción de las instituciones y sus bases filosóficas. De los mercados eternamente monopólicos que presionan a gobiernos débiles, inertes, o cómplices para que apliquen las medidas que ellos demandan. De la corrupción enraizada, entremezclada con una conjunción explicita de ineficiencia e ineficacia. De las crisis económicas permanentes que, como indica el Dr. Julián Zicari, son, por sobre todas las cosas, grandes mecanismos de transferencias regresivas de ingresos. De la pobreza invariablemente creciente (del 6% en la década de 1970’ al 40% actual), la cual conlleva a un capital humano cada vez más obsoleto para los requerimientos productivos del mundo actual. De la asfixia y la falta de incentivos para muchas Pymes que quieren producir verdaderamente para abastecer a la economía real. Todo ello, en su conjunto, ha provocado nuestro retraso letárgico, opuesto 180 grados a los requerimientos que implica la lógica sistémica trasnacional actual. Evidentemente, estamos muy lejos de los que soñamos un país de vanguardia, de relevancia.
Para concluir, nos encontramos en un mundo embebido en una dinámica económica donde los Estados y sus elites corporativas avanzan como un tren a toda velocidad. Y ello no va a cambiar. O el sistema lo cambiamos nosotros, los argentinos, para generar una nueva racionalidad superadora -lo que es altamente improbable-, o la Argentina se adapta, definitivamente y de una vez por todas, de la mejor forma posible a un sistema exigente que no permite falencias ni fisuras, y donde las fracturas domésticas y para con terceros se pagan caro. Lamentablemente, sea cual fuera el caso, ahora estamos corriendo al tren muy lejos desde atrás.