Las elecciones presidenciales en Francia se llevan a cabo mientras continúa la guerra en el oriente de Europa y días después de la reelección en Hungría del dirigente Viktor Orbán. En ambas compulsas electorales se observa el reingreso en la agenda política internacional –luego de cuatro décadas de sigilos y olvidos– de las cuestiones de la soberanía y la seguridad estratégica. Los debates públicos de esas dos votaciones se llevan a cabo en un escenario de excepcionalidad caracterizado por la post-pandemia y la intervención militar rusa, luego de la invisibilización de ocho años de guerra civil en la zona del Donbas, ubicada en el este ucraniano.
Según las encuestas preelectorales, Emmanuel Macron se impondría en la primera vuelta que se celebra hoy, con un guarismo cercano al 27% de los votos. La derechista Marine Le Pen podría obtener el segundo lugar, a cinco puntos de distancia. Se repetiría así la escena de 2017, cuando ambos pasaron a la segunda vuelta. En el caso de alcanzar el ballotage, Macron ganaría por un estrecho margen –un 53% por sobre 47%–, diferencia inferior a la obtenida en 2017, cuando alcanzó un 66%, superando por más de 20 puntos a la dirigente del entonces Frente Nacional, reconvertido en 2018 como Reagrupamiento (Rassemblement National).
La situación en Ucrania logró reinstalar a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y, al mismo tiempo, reposicionar a Estados Unidos como máximo garante de la globalización neoliberal. Eso sucedió después de que Donald Trump lograra imponer el Brexit –debilitando a la Unión Europea–, mientras se concentraba en socavar la expansión económica, comercial y tecnológica de China. Durante ese mismo lapso, Angela Merkel lideró un programa de cooperación con Rusia, que incluyó la continuidad de los acuerdos energéticos del Báltico, conocidos como Nord Stream I y II. Esas articulaciones energéticas se mantuvieron –incluso– bajo una fuerte oposición de Barack Obama y Donald Trump. Luego del retiro de la canciller alemana, Emmanuel Macron intentó suplirla, pero su tentativa fue vana: su mediación para evitar la contienda bélica fracasó ante la reducida autonomía concedida por Washington, interesado en destrozar la integración paneuropea con Rusia.
En sus tratativas con Vladimir Putin, Macron intentó poner en el centro a la Unión Europea –reviviendo el espíritu de Charles De Gaulle–, mientras la diplomacia de Joe Biden saboteaba todo entendimiento y azuzaba a los ucranianos para continuar con la limpieza étnica en las Repúblicas Populares de Lugansk y Donetsk. En los últimos cinco meses, Macron mantuvo una veintena de conversaciones virtuales con Putin y veinticinco con Volodymir Zelenski. El resultado derivó en que la Europa autónoma quedó disminuida frente a los límites geopolíticos impuestos por la re-ingeniería globalista reinstaurada por los demócratas estadounidenses desde enero de 2021. El debilitamiento de la Europa que pretendía constituirse en un factor de poder independiente a nivel global fue producido inicialmente por el Brexit –impulsado por Donald Trump– y ahondado por las posiciones soliviantadas de Polonia y Hungría.
Los debates públicos en Francia, hasta el estallido bélico, estaban atravesados por las problemáticas de la inequidad, la inmigración y la inseguridad. De alguna manera, la guerra benefició a Macron al relanzarlo a la arena internacional con un alto protagonismo, amparado por su sitial de Presidente pro tempore de la Unión Europea hasta junio próximo. La sobreexposición diplomática de Macron no logró, sin embargo, invisibilizar las preocupaciones centrales de la ciudadanía francesa: el hundimiento del poder adquisitivo de las familias –profundizado en el último mes por el incremento del precio de los alimentos y la energía–, el sistema de la seguridad social, la inmigración producida por las guerras en África y las inquietudes ligadas a la seguridad alimentaria y el medio ambiente.
Las movilizaciones de los chalecos amarillos, previos a la pandemia, fueron la respuesta a la medidas dictadas por Macron. Desde el inicio de su mandato –el 14 de mayo de 2017–, se dispuso, además, la supresión del gravamen sobre los altos patrimonios, la reducción de los impuestos a los beneficios de las empresas y la flexibilidad laboral. Desde 2018, Macron fue nominado por los manifestantes como le Président des riches, etiqueta que se ha extendido aún más luego del Caso McKinsey, en el que una consultora estadounidense –acusada de evasión fiscal– fue contratada para asesorar al gobierno francés en su campaña de vacunación contra el Covid-19.
En el caso de su reelección –que podría sobrevenir luego del ballotage del 24 de abril–, Macron se comprometió a extender la edad jubilatoria de 62 a 65 años y a imponer un ingreso a los beneficiarios de planes sociales (RSA, por sus siglas en francés) a cambio de trabajo de más de 15 horas semanales. Esta última medida, de ser aprobada, habilitará a los empleadores a contratar fuerza de trabajo barata, útil para quebrar los contratos de trabajo vigentes y reducir los salarios de los trabajadores, quienes tendrán que competir con contratos precarios.
Las previsiones electorales muestran, sin embargo, que los votantes del denominado “centro neoliberal” podrían convertirse –por primera vez– en una minoría intensa, acosada por referencias políticas enemigas de la globalización y el neoliberalismo. Los postulados de la izquierda insumisa de Jean-Luc Melenchón y los expresados por la derecha de Marine Le Pen aparecen como una oposición garantizada, que irrumpirá luego del final de la guerra. En el primer caso, por oponerse al modelo que ha generado crecientes niveles de pobreza e inequidad; en el segundo, por repudiar a una Unión Europea que restringe los márgenes de maniobra soberanos. La economista Brigitte Granville fue muy citada al definir a Macron como partícipe de una meta-ideología caracterizada por un “centrismo incoloro”, funcional a los intereses concentrados, pero con ademanes y lenguaje tibiamente progresistas.
Esa moderación refinada, de apariencia realista, ha generado indignación en amplias capas sociales que perciben el ensanchamiento de las diferencias sociales y la transnacionalización creciente de la economía gala. El abandono de esas problemáticas –característica del neoliberalismo– fue ocupado por Le Pen con la enunciación de un programa intervencionista, basado en la garantía del poder adquisitivo, la subvención de los precios de la energía, la reducción del IVA para la canasta básica, el fin de la privatización de las autopistas y el aumento del salario mínimo. Un programa keynesiano que otrora esgrimía como identidad la socialdemocracia.
Mientras Le Pen abandonaba los viejos fantasmas de la derecha –la inmigración y la inseguridad–, irrumpía otra versión de la ultraderecha: Éric Zemmour, quien centra su discurso en el declive de la civilización judeocristiana, en lucha contra el Islam y las diversas formas de lo que considera salvajismo africano. Zemmour captó a los grupos más radicales de la Agrupación Nacional lepenista, descontentos con la estrategia de su líder de suavizar la imagen del partido y orientarse decididamente a los sectores populares. Zemmour se encuentra cuarto en las encuestas, por detrás de Jean-Luc Mélenchon, el referente de la Francia Insumisa, una de las cuatro alianzas de la fragmentada izquierda francesa.
El 30 de enero pasado, Mélenchon sostuvo en la televisión pública que “son los Estados Unidos de América los que están en una posición agresiva, no Rusia (…) Rusia tiene intereses y no puede aceptar que la OTAN llegue a su puerta”. Ese posicionamiento le valió ser señalado como un agente de Putin. A partir de postura crítica al belicismo otantista, Anne Hidalgo, actual alcaldesa de París y candidata del devaluado Partido Socialista (PS), lo catalogó como “vasallo de China y Rusia”. Hidalgo no supera el 2% de la intención del voto, mientras que el referente de la Francia Insumisa se encuentra en un expectante tercer lugar, con un 17% de sufragios probables.
Según el diario Le Monde, el PS podría disolverse luego de una catastrófica derrota en la primera vuelta y un fracaso en las legislativas de junio, en las que se eligen representantes a la Asamblea. Desde Charles de Gaulle, en 1965, los franceses nunca han reelegido a un Presidente con mayoría parlamentaria en su haber. En este caso, se especula, la tendencia se profundizará, dado que Macron carece de una estructura política propia.
La guerra en Ucrania se asemeja a una nube sobre la que se reestructuran las piezas de un tablero internacional que vuelve a poner en el centro de la escena las problemáticas de la soberanía, las identidades nacionales y la arquitectura de seguridad global. Esos tres pilares suponen un rediseño del denominado Orden Mundial, que el neoliberalismo se empecina en evitar. Los tres factores han regresado en su formato más crudo y explícito, aquel que Carl von Clausewitz sintetizó con su reiterada –y poco comprendida– cita: “La guerra no es un fenómeno independiente, sino la continuación de la política por diferentes medios”.