Apuntes para una celebración que contiene un duelo. Más que una despedida, es un encuentro, un abrazo que sostiene y nos constituye con una fuerza imparable.
En una maceta de barro crece una planta, no conozco el nombre científico de esta especie, parece una margarita de flores violetas. Las vi también por los canteros de la plaza del barrio, no debe ser tan especial, pero la de mi terraza no es una planta cualquiera, esta es Leticia Margarita, aunque entre nosotras, a veces también la llamo Alicia Cora, como mi mamá.
En este momento ella no para de dar flores, está llena de pimpollos por venir.
Ya pasó un año del Festilorio, viene de ahí.
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Aquí es donde quisiera que la escritura simplemente fluya para transmitir todo lo que significan estas flores violetas, lo que representan cada vez que las veo; pero esta historia no es tan simple de contar y es imposible hacerlo de manera lineal. ¿Dónde empezar? ¿Cuál es el principio, cuál es el nudo, una sucesión de nudos? ¿Cuál el final?
¿Es infinito lo in final? ¿Cómo se cuenta?
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Alicia Cora y Leticia Margarita fueron compañeras de militancia. Allá por el año 1973. Junto a otras compañeras fundaron una guardería que funcionó en la Parroquia Santa Amelia y se sostuvo durante el corto tiempo que duró la democracia de Cámpora a Perón.
En esa misma época, esperanzada y deseosa, ambas con pocos meses de diferencia se embarazaron. Engendraron sueños para sus hijas y los abrazaron de manera colectiva.
Esta fue la prehistoria. A veces las cosas se precipitan.
Al poco tiempo nacimos Laura y yo, pero para ese entonces todo había cambiado.
Nuestras madres ya no podían verse, la guardería tuvo que disolverse bajo amenaza de las fuerzas armadas y atentados de la triple A.
De las mujeres que participaron de este proyecto, alguna se salvó en el exilio, otras pasaron a la clandestinidad. Tras el golpe de estado, casi todas resultaron desaparecidas. Incluida Laura y también yo. Contá.
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Estamos bajo una glorieta de piedra que sostiene una Glicina gigante. De ella se desprenden, cada vez que sopla el viento, unas florcitas lilas que caen por todas partes, sobre la mesa, entre los salamines y los quesos, se nos quedan enredadas en el pelo y adentro de las copas de vino.
Las flores llueven sobre nosotras y adornan el altar. La imagen de Leti alumbrada por velas está rodeada de plantines florecidos, amuletos y piedras, ramitas de romero y diversos yuyos, caracoles, semillas, un collar de cuentas, un espejo con cintitas de colores, fotos de otros muertos, compañeros y tantas cosas que no pueden verse, o contarse, recuerdos fugaces, esperanzas, tesoros secretos. Hay un reloj made in China de color celeste, un cachivache que ya no funciona, pero cuando lo hacía, podía devolver el tiempo, sus agujas andaban para atrás.
Hay también un poema de Nick Cave, favorito de Laura, traducido al castellano y escrito en un papel que dice:
“pero creo en el amor
y sé que vos también
y creo en algún tipo de camino
que podremos andar juntas.
Así que mantengamos sus velas ardiendo
para hacer su viaje iluminado y puro.
Para que ella siga volviendo
ahora y siempre
a mis brazos.”
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Laura empuña la aguja como si fuera su extensión, teje al crochet unas mantillas cuadradas con colores vivos en el centro y un marco grueso de color blanco luminoso por alrededor. No. No es blanco ciertamente, parece marfil, o color hueso para ser más exacta.
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Siete años pasaron desde que el Equipo Argentino de Antropología Forense se comunicó con ella, con el anuncio de que habían encontrado en el cementerio de Magdalena alguna información sobre el paradero de su madre.
¿La habían encontrado? No del todo, pero sí su huella.
Cómo seguir una pista ambigua; puede ser demasiado y a la vez, demasiado poco.
Laura no supo qué hacer con esto entonces.
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Sobre la mesa se acumula el tejido y a su alrededor el grupo de mujeres va y viene, mientras se prepara la cena, se toma algo, se come, se fuma, se canta, se conversa.
¿Cuántas somos? Nunca es certera la respuesta.
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El cementerio de Magdalena es próximo a Punta Indio, un sitio cuya geografía costera sobresaliente ha resultado propicia para que muchas veces aparecieran allí los cuerpos de las personas que eran arrojadas al Río de la Plata, en los llamados vuelos de la muerte.
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Laura sigue tejiendo a todo ritmo sin descanso, apenas levanta la vista o comenta algo, está concentrada, trabaja contra reloj. Luego, con la aguja sostenida en la boca, cuenta los cuadrados de colores que ha tejido, se ayuda con los dedos, calcula con los ojos cerrados. Los números se escapan, no quieren ser exactos. Se pierde, putea y vuelve a empezar de nuevo toda la cuenta, hasta que en un momento dice: Listo, mientras hace un nudo y guarda la aguja de crochet.
Entonces saca una aguja de coser enorme y la enhebra para unir los retazos. Enseguida los cuadrados de colores se convierten en una superficie que crece, se expande y la cubre entera de abrigo.
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El 21 de octubre de 1976 Laura tenía once meses de edad y se encontraba con su papá, Orlando “el Toto” Méndez, cuando fueron interceptados en la calle por el grupo de tareas que iba a secuestrarlos.
Ambos fueron llevados a la ESMA, el Toto llegó sin vida.
El rumor de que había caído con la beba llegó a las celdas de los prisioneros con los que Massera hacía su experimento de reconversión. Marta Álvarez, una de estas prisioneras ilegales que había sido parte de la guardería en Santa Amelia y que conocía al Toto y a Leticia, pidió que le dejaran pasar la noche junto a la beba para cuidarla y lo consiguió. Por la madrugada, antes de que se la llevaran de vuelta, colocó entre los pañales un papelito enrollado que decía: Hija de Orlando Méndez y Leticia Oliva.
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Laura se pone de pie y extiende la manta, busca qué le falta coser, dónde hay que unir, revisa en todos los bordes las terminaciones, corta hilos sueltos, se fija que no hayan quedado cuadros desenganchados. La manta extendida va pasando la inspección, todo encuadra. Todavía con la aguja en la boca, lista para terminar de coser lo que falte, busca, pero no falta nada. El trabajo está terminado. Entonces, a modo de capa se coloca la manta sobre los hombros y con una sonrisa completa, gira como la mujer maravilla que es.
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Tres años tenía Laura cuando una patota de al menos diez tipos vestidos de civil y fuertemente armados irrumpieron en su departamento. Era el 27 de diciembre de 1978 y su mamá había salido, ella estaba con la niñera, no había nadie más.
Hacía más de dos años que Leticia no tenía ningún contacto con Montoneros. A partir de la desaparición de Orlando con la beba, se había desenganchado, no militaba. Había cambiado su fisonomía, intentaba tener una nueva vida. Compartía el departamento con una amiga, trabajaba haciendo tareas administrativas en un hospital y estudiaba psicología social.
Los hombres les gritaban a la niñera y a Laura, las amenazaban mientras rompían todas las cosas de la casa. Los tipos se instalaron, se quedaron a esperar hasta que Leticia regresara. La mamá no volvía, ellas estaban atrapadas. Pasaron las horas, los hombres, bestias hambrientos pidieron comida, se pusieron cómodos, se adueñaron del lugar. Se robaban absolutamente todo, las pertenencias, los libros, los juguetes, la ropa, los muebles, las alacenas, hasta el inodoro y el bidé, mientras decían todo el tiempo que Leticia era una ladrona, una criminal.
Pasó mucho tiempo. Incontable cantidad de tiempo, hasta que llegaron de vuelta al departamento, primero la compañera de casa y luego Leticia.
Ese momento fue tan terrible que dejó una huella permanente. Ahí el tiempo se acabó, se quedó clavado, se destrozó para siempre.
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El 13 de febrero de 1979 en las aguas de Punta Indio aparecieron los restos de una mujer joven, con características de haber sufrido una muerte violenta. No era la primera persona que aparecía en esas condiciones. Siguiendo el procedimiento habitual en aquellos casos, su cuerpo fue derivado al cementerio de Magdalena, donde días después fue sepultada sin nombre, en alguna de las grandes fosas comunes abiertas en el lugar.
Antes del entierro alguien tomó de su mano el registro de las huellas dactilares, que quedaron en el libro de ingresos donde se consignaban las inhumaciones realizadas.
Pasaron 35 años hasta que esas huellas fueron identificadas y se pudo determinar que Leticia Margarita Oliva fue enterrada en Magdalena.
¿Entonces ella está ahí? No lo sabemos.
Abrazamos la incógnita, vamos igual. Es una acción puramente simbólica. Es lo más cerca de Leti (y lo más cerca nuestro, lo más cerca de la verdad y del amor) que podamos estar.
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Dormimos poco, pero suficiente. Buen día, un desayuno rápido, cargamos las flores, los chicos, las fotos, los mates, las mantas y a distribuirse en los autos para llegar a Magdalena. La caravana arrancó hace días en Paraná. Laura dice que viene a encontrar lo que haya que encontrar y a dejar ahí todo lo ya sea tiempo de dejar de cargar. Insiste con que la bruja le dijo que lo importante es hacer con prolijidad la apertura y sobre todo, el cierre del ritual, para no llevarnos nada que no nos pertenezca. Yo la escucho, pero no sé si es posible eso de abrir y cerrar de manera controlada. Creo que la bruja no sabe que este ritual, que es parte de nuestros vínculos, que son parte de esta búsqueda de nuestros desaparecidos, que es parte de un diálogo abierto que empezó hace mucho tiempo y abarca tanto más que una visita al cementerio.
Festilorio es una celebración que contiene un duelo; más que una despedida, es un encuentro, es un abrazo que nos sostiene, nos constituye y su fuerza imparable se hace parte nuestra para siempre, no creo que exista modo alguno de cerrar lo que pasa, lo que no deja de pasar.
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El cementerio está pintado de color rosa y tiene cuatro columnas blancas. Está señalizado: Aquí ocurrieron enterramientos clandestinos durante a dictadura, dice el texto, acompañado de una foto gigantografiada de una exhumación fantasma del pasado.
Nos acompañan dos antropólogas del Equipo Argentino de Antropología Forense, que nos explican su trabajo en el territorio que nos rodea y nos ayudan a entender lo qué pasó.
En este lugar, durante la dictadura hubo enterramientos masivos de personas, sepulturas clandestinas para el ocultamiento de cadáveres encontrados en las costas.
El 30 de diciembre de 1983, a días del inicio de la transición democrática, muchos de estos cadáveres fueron exhumados y vueltos a desaparecer. En lugar de ser identificados, los cuerpos de las personas desaparecidas, fueron desenterrados para esconderlos aún más, para exterminarlos mejor, de manera efectiva, para deshacerlos definitivamente y así garantizar la impunidad a los responsables, en lugar de arrojar verdad y poder saber quienes son.
¿Leticia fue entonces exhumada?
Es probable que si. Es posible que no. Tal vez. Quizás.
Si al menos pudiéramos saber, si estamos ante un principio, un nudo, o un final.
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Hacemos un círculo tomadas de las manos, decimos cosas que hacen llorar, cantamos algo para levantar el ánimo, repetimos alguna consigna de lucha, porque estamos de pie y percibimos que hay capas de sentido en el entramado que representa esta acción y es muy necesario reconocer lo que ha costado llegar hasta acá. Después, perdemos el tono solemne. Ponemos hermoso el cementerio. Nos desparramamos con nuestras cosas entre las tumbas. Llenamos todo de colores e inciensos. Comemos algo y bebemos, cantamos, estamos vivas en este cementerio. Lo recorremos descalzas si queremos.
En un árbol, encima nuestro, se junta una gran familia de pájaros chillones. No sabemos si cantan con nosotras, o si acaso se preguntan desconcertados: ¿y estas quienes son? ¿qué quieren? ¿qué hacen acá?
El cementerio es un lugar muy curioso para quienes no pudimos enterrar nuestros muertos, nunca nos es ajeno.
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Antes de que el atardecer oscurezca el cielo levantamos todo lo que llevamos, el picnic, los amuletos, el altar completo. Entonces decidimos que mejor, no dejarlas morir ahí y nos repartirnos las plantas, las flores de Leti, para cuidarlas en nuestras casas. Elijo la de flores violetas que ahora vive en mi terraza.
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Ya nos vamos del cementerio, saludamos a todos los muertos alrededor, hasta pronto.
Antes de salir, miro atrás y más allá de las tumbas, veo caer el sol.
Sobre el montículo de tierra donde yacen cuerpos todavía sin nombre; ahí donde, puede ser o no, que esté la mamá de Laura; ahí extendida está la manta tejida la noche anterior y ahí se queda, para abrigar a los muertos y ofrendarles belleza, con sus colores vivos en los núcleos contenidos en sus marcos color hueso.
Es la certidumbre en medio de la incertidumbre. Así es el amor.
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¿Cómo se cuenta esta historia? ¿Cual era el principio? ¿Cuales los marcos de contexto? ¿Cual es el nudo marinero? ¿Cual es el final? ¿Hay final?
¿Se preguntaron alguna vez cuanto pesa el vacío?
¿Cómo es una muerte inconclusa?
¿Qué lugar ocupa una persona desaparecida?
¿Cuanto cuenta cada uno?
¿Dónde están?
Volvamos a contar huesos perdidos.
¿Cómo deben contabilizarse los casos de personas cuyos cuerpos se han desaparecido varias veces, como ocurre con Leticia Margarita Oliva y los otros exhumados en Magdalena? O por estar muertos, no cuentan.
¿Cómo cuenta una persona que ha sido secuestrada varias veces, en distintos operativos, como es la experiencia de Laura Méndez? O por haber sido niña, no importa. O por ser sobreviviente no cuenta.
¿Hasta donde se pueden negar la magnitud y la gravedad de los crímenes de lesa humanidad que los genocidas quisieron encubrir llamándolos guerra? ¿En qué guerra se secuestran civiles y niños? ¿En qué guerra se esconden los muertos? ¿Errores, excesos? ¿En qué guerra no hay reglas?
¿Las infancias torturadas y reprimidas, cual de los dos demonios eran?
Nos quieren venir a contar las cosas cambiadas a quienes lo vivimos, tuvimos que hacernos expertxs en tejidos, bordados invisibles, búsquedas de tesoros, Festilorios, finales abiertos, números negativos y otras ecuaciones complejas.
¿Cuales son los muertos que ahora nos quieren descontar?
Para quienes sobrevivimos secuestros y estuvimos en cautiverio, para quienes quedamos huérfanxs, en familias incompletas, o completamente ajenas, es parte de la tortura que se ponga en duda lo que pasó.
Es brutal tener que volver a discutir a esta altura: que si fue una guerra el genocidio, que si son 30mil lxs desaparecidxs, o que si a aquellas personas que fueron exterminadas se las puede volver a condenar por improbables crímenes prescritos, que no son de lesa humanidad. Como si sobre todos estos debates, no hubiese ya suficientes verdades jurídicas comprobadas, como para ponerle un freno a cualquier operación que intente reimplantar las discursivas de odio, apologistas del genocidio y sus mismas políticas de terror.