El líder del radicalismo insufló el rumbo democrático que la victoria de Raúl Alfonsín coronó en 1983, hace 40 años. Los últimos días de Don Hipólito, cuya salud minó el encierro ilegal tras el golpe de 1930, y la pasión argentina por la vida de un dirigente faro.
“Es posible que, a medida que pase el tiempo, se haga menos comprensible para los amantes de la historia la vigencia política de Hipólito Yrigoyen” escribía Felipe Cárdenas en 1967 en el segundo número especial de Todo es Historia. A más de treinta años del fallecimiento del líder radical, el 3 de julio de 1933, decía que “su nombre fue idolatrado y aborrecido con idéntica saña…muchos argentinos lo recuerdan con mucho fervor”, señalando el hecho en plena dictadura de Onganía, y con una tapa a pleno color de un estadista que continuaba alentando el paso de los libres. Su ejemplo se había vuelto presencia de las agrupaciones que luchaban contra aquel régimen militar, como muchas décadas después su efigie impertérrita y misteriosa se pondría a la cabeza de terceros movimientos radicales, o transversalidades peronistas.
Mal recordado por un ex presidente de improviso, tildado de “populista”, en verdad Yrigoyen representa esos destinos y fuerzas que provienen de lo más profundo de la argentinidad. Esas mismas que portan el emblema de la democracia popular, el respeto a las instituciones republicanas y la justicia social. El profundo romance de Yrigoyen con su pueblo que lo despidió tres días en la Buenos Aires del fraude de los treinta, casi cuarto de millón en las calles reconociendo la lucha de Don Hipólito para que su Patria viva en estado de derecho y libertad. Ellos gritaban, agitando pañuelos blancos, “Adiós, al Padre de la Democracia” Hace 90 años que la llama yrigoyeneana no se apaga.
“No, yo quiero que los convencionales opinen por su cuenta y tengan ideas propias” repetía a quienes se acercaban a su casa de la calle Sarmiento al 900, casi en la intersección con Diagonal Norte, a su vuelta, después de las duras condiciones de la Isla Martín García, a partir del encierro ilegal ordenado por el dictador Uriburu. El régimen ilegal ponía plazos para entregar el poder a los sectores conservadores golpistas, aliados con los socialistas, y proscribía a los radicales de Marcelo T. de Alvear, primer antecedente del levantamiento radical de 1932 que originaría el segundo destierro del Yrigoyen octagenario a la Isla Martín García. Un golpe de gracia para su debilitada salud.
Ya el 10 de septiembre de 1930, apenas cuatro días después de la asonada cívico-militar, los médicos diagnostican bronquitis aguda y “gran depresión moral”. Pese a ello ordena Hipólito, a través de los pocos familiares que acceden al acorazado Belgrano, que se eviten “derramamientos de sangre”, advierte el revolucionario armado de 1890, 1893 y 1905. Uremia, pre infarto y noches en vela por temor a ser fusilado, son las postales que los marinos recogen del hombre que más bregó por los derechos políticos y sociales. Y por ello, el Régimen, como decían los radicales yrigoyenista a los sectores terratenientes y financieros, no perdonó. Como tampoco otros antiguos compañeros como Alvear, que se había congratulado por su derrocamiento, y que Yrigoyen consideraba un “infidente” y un “palangana”.
“Para que la ropita de los alumnos pobres no se humille ante el traje de los hijos pudientes”
El clima de la isla en medio del Río de la Plata, a la que llega luego de dos meses en barcos, negándose al destierro en el extranjero, “yo sigo siendo el presidente de todos los argentinos”, repetía al Fiscal Federal; agravan el cuadro respiratorio. Incluso rechaza las comodidades que pretende darle el gobierno protofascista y opta por mínimos enseres y mobiliario pobre. El apostolado cívico, la honradez de un hombre que la función pública arruinó, ni casa poseía luego de la vandalización de la calle Brasil 1039, lo eleva ante rivales y amigos. Solamente lo visita su hija Sara Yrigoyen, que vivía modestamente en la avenida Cabildo, y una secretaria.
Entre los meses de abril a septiembre de 1931 redactaría su famosa defensa, casi un manifiesto de la obra de gobierno: salario mínimo; trato preferencial a los obreros; a los niños escolares –“para que la ropita de los alumnos pobres no se humille ante el traje de los hijos pudientes”-; abolición de la pena de muerte; rebaja de los alquileres; leyes moratorias para los deudores hipotecarios; reparto gratuito de semillas a los agricultores; venta de azúcar a 20 centavos; pan barato; ferias francas; olla popular; supresión de los instrumentos de tortura en las cárceles; entre tantas medidas que caían en el saco de “demagogia electoralista” para algunos. Para otros era “reparar” la gran injusticia de un país que estaba entre los primeros del mundo. Para pocos.
A principios de 1932, con la transmisión del mando al fraudulento presidente Justo, se dispone la libertad de Yrigoyen. El golpista Uriburu, camarada de armas de Don Hipólito en la Revolución del Parque de 1890, otorga el indulto, que el líder radical rechaza por “improcedente”. Y a pesar de que quiso ocultarse su regreso a Buenos Aires, una multitud lo espera en la rada de Puerto Nuevo. Quien había sido un rico hacendado no tiene propiedad donde vivir y su sobrino lo traslada a la casa de la calle Sarmiento, de su hermana menor fallecida. Y cuando arriba a esa vivienda de planta alta, a metros de lo que sería el Obelisco inaugurado en 1936, el pueblo lo vitorea a todo pulmón. Ese gesto, ese cariño, rejuvenecen al Peludo. Ahora no pesan el destierro ni las indignas condiciones de las dieciocho meses de detención. Vítores a Yrigoyen que se escuchan por toda la avenida Corrientes, que tapan las indicaciones a sus seguidores, “hay que empezar de nuevo”. A la Argentina republicana que en 1932 pretendía retroceder a 1862.
“Acaba de morir el defensor más grande que haya tenido la Democracia en América”
Pasará ese año siendo Yrigoyen la “eminencia gris” de la recomposición partidaria, acogiendo nuevamente bajo su ala al “niño bien” de Alvear y otros díscolos, pero a fines de noviembre estalla otro intentona radical en Entre Ríos. De nada sirve que diga a los militares, en la puerta de la calle Sarmiento, “quiero hacerle constar que soy el presidente de la República y que no puede sacarme de mi casa” . Regresa a la Isla Martín García, ahora en compañía de Don Marcelo T., y recién a fines de enero de 1933 retorna a Buenos Aires, ya notablemente desmejorado. En abril pasa unos días en Montevideo, esperando mejorar de sus bronquios, y se especula que parta a Río de Janeiro o Asunción. Se teme que otra detención acaben con su vida. Ya en junio su estado es terminal, un cuadro bronquial devastado, y se llama a un fraile domínico amigo para la extremaunción.
“No quiero una gota de sangre, pero, si quiero la unión del partido”, reclama moribundo los primeros días de julio, no sabiendo que eso no ocurrirá jamás salvo en los tiempos de Raúl Alfonsín. A las 19.20 de un frío y gris 3 de julio de 1933 se abren los balcones y uno de sus seguidores exclama: “En este momento acaba de morir el defensor más grande que haya tenido la Democracia en América” E, inmediatamente, una multitud nunca vista, que hace detener el tránsito a veinte cuadras alrededor, comienza a cantar el Himno Nacional Argentino. Libertad, Libertad, Libertad.
Tres días duraría el duelo, convalidado de mala gana por el Ejecutivo, debido en gran medida por las interminables delegaciones del Interior. Hombres y mujeres de tez oscura que anticipan el 17 de octubre de 1945. Una cola interminable, mujeres que lloran y se desvanecen, abuelos y nietos soliviantados en lágrimas infinitas, en una manifestación espontánea de dolor popular que se repetiría con la muerte de Gardel, Evita y Maradona. Nada más. Todos quieren ver al Padre del Pueblo, embalsamado, y con ese gesto adusto que nadie quiere perderse de su retina.
El 6 de julio de 1933 se inicia un traslado del féretro, con Marcelo T. de Alvear manejando el camino, que tuvo varios altercados, con tres caídas por la avenida Callao, y un intento de depositarlo en la Plaza de Mayo como símbolo de resistencia al gobierno de Justo. Los restos mortales de Hipólito Yrigoyen descansan en el Panteón de Héroes del Radicalismo a la Revolución de 1890, en el cementerio de la Recoleta, CABA. Mientras se depositaba el féretro, tocado por miles de manos, seguían cantando miles el Libertad, Libertad, Libertad. Quien había liberado al pueblo de la opresión de las oligarquías, quien había estado al lado del desvalido y el proletario, quien había valorado pionero a las mujeres y la infancia, quien había defendido la argentinidad ante las potencias extranjeras, salía del presente de los suyos. E Hipólito Yrigoyen entraba en la Historia de Todos.
Fuentes: Gálvez, M. Vida de Hipólito Yrigoyen. Buenos Aires: Club de Lectores. 1976; Columba, R. El Congreso que yo he visto. Buenos Aires: Ediciones del Autor. 1949; Cárdenes, F. (h) Hipólito Yrigoyen. Ese enigmático conductor en revista Todo es Historia Nro. 2 Año 1. Junio 1967. Buenos Aires.
Imágenes: Ministerio de Cultura / Infobae