Ilyá Yáshin permaneció dos años en las cárceles de Putin por denunciar la guerra en Ucrania. Antes, hizo política local en Moscú, la ciudad donde nació en 1983. Yáshin fue parte de un canje de presos que se produjo el pasado 1 de agosto: el Kremlin recibió a un puñado de agentes. A cambio, dejó en libertad a periodistas extranjeros y presos políticos rusos. En Barcelona, donde Yáshin se presentó ante unos cuatrocientos compatriotas exiliados, recordó sus primeros viajes a España, donde gozó de los favores de un particular guía turístico.—El periodista español Pablo González, agente de la inteligencia rusa, le enseñó España y ahora fue parte del canje que lo puso en libertad: parece una novela de espías. —Fue mi acompañante las dos veces que estuve en España. Me sorprendió su arresto, pero no me incomodó. Le hizo daño a la Fundación de Borís Nemtsov: robó archivos del ordenador de Zhanna Nemtsova. Hizo cosas muy feas. A mí se me presentó siempre como un periodista del País Vasco, hablábamos de fútbol e incluso fuimos a ver juntos un partido del Atlético de Madrid. Cuando supe que trabajaba para la Inteligencia rusa, traté de recordar si le había dado alguna información sensible. Y lo cierto es que no. Se gastan el dinero por gusto, porque dedicó mucho tiempo a cultivar la relación conmigo. En todo caso, me alegro de que lo hayan pillado, porque gracias a eso ha salido mucha gente de la cárcel.—¿La Rusia postcomunista era esto? —La disolución de la URSS fue un proceso pacífico. Apenas se derramó sangre y un imperio tan poderoso no se pude disolver así. ¡Compárelo con Yugoslavia! El tiempo ha demostrado que el proceso de disolución se ha extendido y es ahora que asistimos a la disolución real de la Unión Soviética. La gente ha de cambiar, las elites han de asumir las nuevas coordenadas. Los sangrientos conflictos que vemos hoy son síntomas del final del imperio soviético. Y Putin es un símbolo del pasado: un hombre del KGB imbuido de la mentalidad de la Guerra Fría. —A pesar de tantos años de acoso, usted es una persona de la que emana una paz extraordinaria: ¿de qué pasta está hecho?—Llevo muchos años en política y tengo la sensación de que todo lo peor que podía pasar, ya pasó. Han asesinado a mis amigos, a mí me metieron en la cárcel, se inició esta guerra contra Ucrania, han acosado a mi familia… Ya no tengo a qué temerle, porque todo lo peor ya me ha pasado. Es raro, pero la cárcel me ha proporcionado una gran serenidad. Ahora veo de manera distinta todo el jaleo político. En la cárcel estás obligado a tratar con gente que es distinta de ti y a renunciar a la crispación.—A la misma hora que hablaba a los rusos en Barcelona, Edmundo González, el presidente electo de Venezuela, según la oposición, hablaba en Madrid a los suyos. Ambos aseguran que harán política desde el exilio: ¿de veras se puede derrocar a los tiranos desde la distancia, cuando no se pudo hacer en casa?—Desde luego, enfrentarse al poder desde el extranjero es más difícil. Edmundo González estará de acuerdo con eso. Para mí el exilio es un drama: me expulsaron del país que amo, me privaron de un futuro por el que llevo años luchando. Y, honestamente, no sé si podré hacer política útil y cambiar algo en mi país, mientras me encuentro fuera. No tengo ninguna certeza de que tal cosa sea posible. Haré lo que pueda, eso sí. —Hay una tensión muy fuerte entre los rusos que se han exiliado y los que viven en Rusia. —A mí no me gusta dividir a mis compatriotas entre \'buenos\' y \'malos\'. Es Putin el que ha hecho eso: dividir a los rusos entre los patriotas y los enemigos de Rusia. Y eso es muy peligroso, porque lleva a la confrontación civil. No hay que confrontar a los que se marcharon con los que se han quedado. ¡Al contrario! Y mi misión es construir puentes entre unos y otros, buscar ese diálogo, crear esa opinión pública compartida. Porque sólo habrá cambios, cuando los que viven en Rusia sientan la necesidad de impulsarlos. —Se advierte una doble apatía entre los rusos: no se manifiestan contra Putin dentro de Rusia, pero tampoco lo hacen en masa los exiliados aquí.—No sobrevaloraría el apoyo a Putin dentro de Rusia. Sí, lo apoya una minoría organizada y bien armada, pero una minoría. La absoluta mayoría de los rusos sueña con que la guerra acabe y el país sea devuelto a la normalidad. Putin llegó al poder prometiendo estabilidad, orden, el fin de la guerra en Chechenia… Hoy no hay nada de eso y se percibe el enojo. Si se fija en la composición del presidio político ruso, verá que hay maestros, médicos, policías, estudiantes: gente común. Es un claro mensaje a la sociedad rusa: cualquiera puede acabar tras las rejas. Hay que convencer a la gente de que las protestas pueden tener éxito. Pero, desde luego, yo también me pregunto por qué los rusos no salen a la calle en Europa, donde no corren peligro. —¿Se ve haciendo política en la Rusia después de Putin?—No sé cuál será mi lugar en la Rusia futura. Lo que me importa no es mi papel, sino que se produzca el cambio. Si tengo la posibilidad de participar, lo haré. Y, desde luego, en cuanto se me dé la posibilidad de retornar a Rusia, regresaré. A Solzhenitsin lo expulsaron de la URSS. Y a Bukowski. Ambos acabaron volviendo. Hoy hay una calle de Moscú que lleva el nombre del primero.