El rearmado post derrota del peronismo supone una reconfiguración programática que no puede ser volver al pasado. No puede ser ni “volver a Perón” ni volver a una suerte de “kirchnerismo” puro, inmaculado, que solo heredó belleza a las generaciones venideras. Negar estos regresos de ninguna manera significa desconocer la inmensa relevancia histórica de estos dos momentos luminosos del movimiento nacional en el poder, sino comprender los cambios de contexto, interno y externo, y adecuarse a la nueva realidad.
En todos los ríos revueltos suelen existir algunas piedras que permanecen quietas, algunos puntos de consenso, aunque hoy parecen casi inexistentes. Al interior del movimiento hay distintas visiones tanto sobre la segunda parte del período 2003-15, como sobre la etapa 2019-23. El único punto de acuerdo parece ser que, mirando hacia el futuro, sería necesario ofrecer un programa de gobierno. El detalle es que distintas lecturas suponen distintos programas.
En el regreso de 2019 existía acuerdo sobre que era suficiente con eyectar al macrismo y regresar al kirchnerismo que había mejorado todos los indicadores sociales ahora derrumbados. No gobernaría Cristina, sistemáticamente desprestigiada por el aparato comunicacional opositor, pero tácitamente conduciría. El oficialismo de 2015 había perdido las elecciones, pero se había ido con la plaza llena. La pequeña mayoría ruidosa contra la gran mayoría silenciosa que le había llenado las urnas de votos al macrismo. Fue por eso que frente al estrepitoso fracaso del macrismo la sociedad no dudó en volver. La alternativa era muy clara.
El camporismo intenta en el presente un rescate similar. El nuevo programa debería ser una suerte de vuelta al “kirchnerismo puro”, entendido como el que no negocia con el poder económico, sino que lo disciplina, una fuerza que rechaza la moderación y cuyo núcleo ordenador sería la mejora en la distribución del ingreso. La cuestión de principios sería el rechazo al acuerdo con el FMI. La autoridad moral residiría en la buena performance de los indicadores de 2003-15 y en la renuncia de Máximo a la jefatura del bloque en rechazo al acuerdo con el Fondo, elevado a grado de virtud. Esta lectura entraña no hacerse cargo del período 2019-23, gobierno en el que se habría permanecido solo para que “el peronismo” pueda terminar su mandato. Con pereza intelectual todas las culpas del fracaso económico del cuarto gobierno kirchnerista recaerían exclusivamente sobre Alberto Fernández, con especial saña sobre dos de sus ministros, los más visibles, Martín Guzmán y Matías Kulfas. Y una vuelta más, durante este período los errores habrían surgido de “no escuchar” a Cristina. Hacer tanto nombre propio también resulta de utilidad para neutralizar a la crítica, ya que todo aquel que no comulgue con esta lectura de los hechos puede ser rápidamente acusado de albertista, kulfista o guzmanista, o las tres cosas.
Esta forma de razonar, dicho sea de paso, no es muy diferente de la de la fracción del peronismo que siempre fue refractaria a las dos generaciones de la familia Kirchner y que percibe al presente como la gran oportunidad para ajustar cuentas. Para esta parte del movimiento, las culpas también se circunscribirían a un solo nombre y sus consecuencias, “el kirchnerismo” y su supuesto apartamiento de la doctrina peronista más pura. Se trata de una crítica más conocida, y aburrida, que trae con ella al ya famoso peronómetro y la propuesta programática vaga de “volver a Perón” para dejar atrás los “desvíos progresistas”.
La interna resulta comprensible, se entiende la necesidad de las partes de desentenderse de lo que salió mal y se entiende también que la tarea de la política es construir y reconstruir poder. En el movimiento peronista, además, las corrientes antagónicas siempre fueron moneda corriente, pero se resolvían mediante la verticalidad de los liderazgos fuertes, Perón, Menem, Néstor y Cristina. Hoy solo queda Cristina, pero con un liderazgo cuestionado. Lo que se propone en este espacio, entonces, es aprovechar lo que podría denominarse “división social del trabajo político”. Mientras el político profesional, construye poder y conduce, y por lo tanto delimita, incluye y excluye, el rol del economista en el trabajo político es más modesto, consiste en explicar los procesos, en ver cómo funcionan, en seguir el ciclo económico y analizar las causas de sus desvíos, en pocas palabras, concentrarse en los mecanismos. El objetivo no es construir un relato objetivo, nadie escapa a la subjetividad, pero correr los nombres propios permite deponer por un momento las pasiones.
Lo primero que debe destacarse es que no se le puede negar al período 2003-15 el gran logro de haber mejorado la distribución del ingreso, incluso el haber alcanzado la equidad arbitraria del 50 y 50 entre capital y trabajo. Sin embargo, también es un dato que la economía se frenó tendencialmente a partir de 2011 y desde entonces y hasta el presente el PIB permanece estancado, con el esperable deterioro en la distribución. Si no aumentan las cantidades producidas es extremadamente conflictivo mejorar la distribución del ingreso. La razón por la que se estancó el producto es porque la economía se quedó sin nafta, es decir sin divisas. Dicho de otra manera, porque el modelo se había agotado. En este espacio se relató muchas veces. Si se mejoran los salarios aumenta la demanda. Si aumenta la demanda aumenta la producción. Si aumenta la producción aumentan las importaciones. Para no quedarse sin dólares también deben aumentar las exportaciones o bien se debe conseguir financiamiento. Las dificultades en este último punto, más exportaciones o más financiamiento, fueron el cuello de botella que frenó el crecimiento, la causa del agotamiento del modelo. Luego en 2015 ganó el macrismo y sostuvo su modelo con el endeudadmiento que no había conseguido el kirchnerismo. La velocidad de este endeudamiento acelerado desembocó en la crisis externa de abril de 2018 y el regreso al FMI. Uno de los consensos del Frente de Todos fue la necesidad de renegociar los inmensos pasivos heredados. El punto de partida de 2019 era abismalmente más negativo que en 2015 y por supuesto que en 2011. Fue un gobierno inmensamente condicionado por el endeudamiento externo. ¿Alguien puede imaginar que era un contexto favorable para mejorar la distribución? ¿Realmente se le puede atribuir a la falta de voluntad gubernamental? El acuerdo con el FMI fue el posible en tanto no era parte del contrato electoral romper con el organismo. Los errores que sí cometió el gobierno fueron la repetición de procesos que se sabía que no habían funcionado, como el cepo cambiario y los subsidios universales y crecientes a los servicios públicos. Hubo también una mala gestión global del superávit comercial y de las divisas en general. Es un dato que no se quiere recordar que el gran negocio del período fue importar al dólar oficial y vender al paralelo. Haber caído primero en el macrismo y haber recaído en Milei es una señal de que hubo procesos que no funcionaron.
Cualquiera sea la forma que asuma un potencial regreso del peronismo deberá tener muy presente la secuencia que comenzó a manifestarse a partir de 2011. En un contexto capitalista no hay forma de mejorar la distribución del ingreso si no aumenta la producción, lo que significa que aumentan las importaciones y que se debe contar con los recursos para financiarlas. La distribución solo puede mejorarse si al mismo tiempo se desarrollan las exportaciones. No hay magia, es contabilidad nacional. El peronismo debe ser el partido de la producción y el trabajo. Y aumentar la producción significa también promover la oferta, las inversiones, incluidos los nuevos sectores exportadores, no alcanza solamente con el crecimiento de la demanda. En paralelo se necesita una macroeconomía ordenada, lo que entraña recuperar el valor de la moneda. Pero esto ya es otro capítulo.