La historia de Alcides Vallejo, el baqueano que trabajó en la estancia de Troels Pedersen y vivió la transformación del lugar que pasó de ser estancia ganadera a área protegida con especies en peligro de extinción.
“El patroncito donó la Santa Teresa a Parques Nacionales”, le dijeron un día de noviembre de 1991 a Alcides Vallejos, peón de estancia en Corrientes. “No entendíamos nada. Ni sabíamos qué era eso de los parques”, recuerda el hombre que entonces trabajaba en el establecimiento del danés Troels Pedersen y su mujer, Nina Sinding, en la localidad de Mburucuyá.
“Nací en este pueblo en 1970 y mi papá –al igual que mi abuelo– era peón del campo de Pedersen. Fui a la escuela en el paraje Punta Grande y cuando terminé séptimo grado, ¡a trabajar! No había otra opción. Como el administrador de la estancia me conocía, me contrató. Yo me daba mañana con los animales. Sabía arriar las vacas, amansar caballos, arreglar alambrados, hacer picadas… Andaba siempre con mi papá y así me hice reconocido por el capataz y la peonada”, cuenta Vallejos sobre sus inicios en la estancia que hoy es Parque Nacional. “En esa época la Santa Teresa, junto con la Santa María (la otra estancia de Pedersen) creció mucho. Y eso es por lo bien que trabaja el peón correntino: es tranquilo, obediente y sabe respetar a los mayores”, asegura Alcides, mientras desandamos los senderos de este parque cercano a los esteros del Iberá.
“Que nos llamara el administrador a una reunión era raro”, rememora Alcides sobre aquella mañana de 1991 en la que por primera vez escuchó hablar de Parques Nacionales. “Fue un baldazo de agua fría para mí, pero sobre todo para los más viejos. Yo todavía era joven y tenía una vida por delante. De todas maneras, ese era un primer aviso, porque la donación no era de un día para el otro. Y la cosa siguió funcionando igual durante un tiempo. Solo notábamos cómo las vacas se iban vendiendo. De alguna manera, creíamos que nunca iba a pasar”, asegura este testigo directo de la creación del nuevo parque, gracias a la iniciativa de aquel danés altruista que en Corrientes se había enamorado de la botánica.
“Cuando yo era criatura lo veía salir a caballo para juntar plantas, con su portafolio de cuero y una pala. ‘Es botánico’, me explicaba mi papá. No le importaban las vacas. De eso se encargaba el administrador, un inglés, Miguel Hutton. Se pasaba horas metido en el monte. Y después, en el laboratorio”, rememora Vallejos sobre Pedersen, el doctor que a los cuatro años había heredado los campos de su padre, un viajante danés. El hombre que se recibió de abogado, no tuvo hijos y, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, repartía sus tiempos entre Copenhague y Corrientes. Y que acá se apasionó por el estudio de las plantas, tanto que fue nombrado doctor honoris causa.
“Era muy educado y amable. ‘Buen día’, decía al vernos. Caminaba con una mano atrás. Nunca daba órdenes directamente. Seguía el escalafón, a través de su administrador y de ahí al capataz. Por ahí sí podía pedir un favor. Muy cada tanto... ‘¿Me podés agarrar el montado?’, me decía”, apunta Vallejos y recuerda que antes del administrador inglés había habido otros dos daneses, Jenssen y Moster. Ellos vivían en Santa María, mientras que Pedersen y su mujer, cuando estaban aquí y no en Dinamarca, se alojaban en Santa Teresa, donde aún se conservan algunos de sus objetos personales.
Entonces cuenta cómo fue que llegó el día. “El momento en el que se puso cierto”, relata. Fue en 1994; tres años después de ese primer aviso. “Te manda a llamar el administrador, Alcides”, le dijo el capataz a Vallejos que, sentado en el escritorio escuchó lo que no quería escuchar. “Hoy te toca. Te vas. Buscate un testigo y firmamos los papeles”, le dijo el inglés y le pagó. Eso sí, le aclaró: “Pero volvé en dos días. Vas a pasar a trabajar para el Parque Nacional. Pidieron baqueanos”. Entonces Vallejos, entre el desconcierto y la novedad, volvió al corral donde el resto de los peones le preguntaron qué pasaba, “por curiosidad”. “Llegó el día. Me despidió la estancia”, contestó él, un rato antes de que indemnizaran al resto y que solo dos fueran recontratados por el Parque Nacional Mburucucyá.
“Me emplearon como brigadista. Al principio me costó un montón. Yo estaba acostumbrado a otra cosa. Pero ya no extraño. Me gusta mucho. Pasé de cuidar vacas del cuatrero a proteger carpinchos de cazadores furtivos. Y estoy orgulloso de mi uniforme de guardaparques”, asegura el hombre que aprendió de su mentor, el guardaparques y biólogo Carlos Saibene. “En 2003 hice el curso acelerado de guardaparques de apoyo en la Universidad de Tucumán”, agrega Vallejos que entonces pasó a ser uno de ellos y tiene el uniforme oficial. Devoto de la virgen de Itatí, está casado y es padre de “dos nenas”, de 24 y 20 años. Alguna vez viajó a Buenos Aires, y lo único que pensaba al ver la gente ir y venir por las calles era: “¿A dónde van? ¿De dónde vienen?”.
Consultado por un momento inolvidable de su vida como guardaparques, Vallejos recuerda el día que vio un bicho muy extraño. “Fue en la parte norte del parque a las ocho de la mañana. Se lo llama tamanduá. ¿Qué es? Un osito mielero. Tenía dos uñas largas. Al igual que el aguara guazú, es muy difícil de ver”, recuerda sobre el parque de 17.600 hectáreas, atravesado por el río Santa Lucía, que tiene más de cien lagunas, con patos biguá y patos sirirí, entre otras 314 especies de aves. “El ciervo de los pantanos volvió desde que no están las vacas”, celebra mientras caminamos por un camino entre las palmeras yatay, en el parque que tiene tres ecosistemas: chaco húmedo, espinal y selva paranaense.
¿Qué fue de la vida de los Pedersen? El doctor murió el 5 de febrero de 2000, a los 84 años, producto de una complicación de su salud, mientras una ambulancia lo trasladaba a Corrientes. Fue apenas unos meses antes de que finalmente –y después de múltiples trabas burocráticas– el Parque Nacional Mburucuyá se creara por ley, el 27 de junio de 2001. ¿Nina? Sí vio como se cumplía el sueño de su marido. Falleció recién en febrero de 2015, en Copenhague, con el orgullo de haber secundado a Pedersen en cada uno de sus proyectos. Orgullosa de ese botánico referente en cuestión de Amarantaceas y Carioffiaceas, que en su campo montó un herbario de más de treinta mil ejemplares y que con su donación consolidó un legado tan apasionante, como la flor del maracuyá.
Datos útiles:
Parque Nacional Mburucuyá. La intendencia queda en Belgrano 997, en la localidad del mismo nombre. T: (3782) 49-8907. IG: parquenacionalmburucuya. Comandado por el guardaparques intendente Osvaldo Miño –que para todos es Mique–, el parque está a 40 minutos por ripio consolidado de la ciudad. El guardaparques Abel Fleitas informa sobre el estado de la ruta –sobre todo si llueve mucho– para acceder a la reserva que tiene cuatro senderos habilitados entre flora y fauna bien diversa, por momentos similar a la del vecino Iberá. Lo atraviesa la RP 87. De 8 a 19 horas se puede entrar de manera gratuita. La Nación