Saliendo de la casa de mi nonna Marina, por Italia rumbo al sur, hasta Eva Perón –creo–, me iba a lo de Giacomo Carbone, don Giacomo. Cinco cuadras que eran precedidas por copiosos: “¡que no se te vaya a ocurrir bajarte de la vedera!” (puedo asegurar que, durante una noche inspirada, un tío llegó a decir verrera).
No era fácil desobedecer la orden, porque por ese entonces había zanjas –por lo que había que cruzar por sobre unas pequeñas pasarelas–, y la calzada era de tierra y polvo, pero así y todo parecía que lo temible sólo podía tener lugar entre dos veredas.
Giacomo había peleado en la batalla de Vittorio Veneto, en la Primera Guerra Mundial, de donde le había quedado una temible herida en la canilla derecha. Pero con ser una hendidura que concitaba respeto, no era la única razón que hacía atractivo visitarlo (No es una historia que me agrade contar…, arrancaba siempre).
Él hablaba de esa batalla con los ojos insípidos y apenas presentes, como si le hubiese sucedido a otro.
–Yo estaba dentro de la barraca, poniéndome una manta de pelo de oveja sobre las botas. Había amanecido y era invierno. Afuera hacía 30 grados bajo cero. La bomba no acertó de lleno. Veo flotando alrededor de mí diarios, linternas, postales, monedas, huesos de animales. Los austrohúngaros defendían el poniente del monte Scorluzzo.
¡Qué palabras! “Barraca”, “manta”, “postales”... Ahora pienso que don Giacomo hablaba muy buen español, pero por entonces yo no sabía qué era eso de “hablar con propiedad”, y por lo tanto, qué utilidad tenía.
La ochava de su casa estaba destechada y había hecho tirar abajo dos paredes, con lo que la esquina era una especie de patio exterior donde él pasaba muchas horas, acompañado por otra silla, sobre la que vacilaba un crucifijo viejo, sentado como un monaguillo.
Sólo hay que pensar en el autor que yo estaba leyendo en ese momento (ahora recuerdo a Salgari, o a Verne, a Bellani o a Harold Foster), y añadirle los colores, para imaginar aquellas caminatas matutinas. Una barca por la vereda de la sombra con malayos color alcaucil y oro, caníbales pintados de blanco con rosa palo, y tagalos (personas del vado) color ciruela, granada y cereza.
Y en el puente de mando de la barca de la sombra, el capitán erróneo, renegando de la rosa de los vientos. Porque, al fin y al cabo, ¿qué es la niñez sino el vuelo inseguro de las tablas de comparación y medida?.
A las nueve de la mañana Giacomo ya estaba al sol. “¡Giacominuccio!”, gritaba yo, imitando a ms tíos, o sea, haciéndome el grande, que es la preocupación protocolar primaria de todo pibe. “¡Giovanotto!” contestaba él, a mí o a cualquiera que lo saludara, incluidos hombres de ochenta años. En alguno de los rincones del patio, empecinada, estaba Armelinda y una escoba, sitiada por charcos de creolina color blanco invierno.
Armelinda era una señora a la que denominaban doméstica, que ayudaba a algunos hombres del pueblo. De ellos se decía: “… es solo”, y la expresión de algún modo certificaba la naturalidad de las presencias femeninas. El aroma era fresco y medicinal, y Giacomo siempre estaba vestido con camisa y pantalón de tela de colchón, recién afeitado, limpio y en algún sentido angelical.
–En la montaña –fluía con voz ausente−, el peso de la guerra recaía sobre regimientos especializados. Nosotros, éramos alpini; en el caso de Austria-Hungría, los Tiroler Kaiserjäger y los Kaiserschützen.
En ese momento se levantaba, entraba en la casa por la puerta que tenía detrás, y salía con “El Cuervo Banjo” de Teodora du Bois, o “Bomba, el niño de la selva”, de Roy Rockwood, colección “Robin Hood”, tapas duras, sin compromiso de devolución.
A la cicatriz de la pantorrilla se la había “ganado” (así decía él) el 30 de octubre de 1918, y dado que la asocio a palabras como goma, aluminio, cobalto, plomo, hojalata, o bien Giacomo había trabajado en unos almacenes o había peleado cerca de alguno. A veces decía frases que todavía me parecen hallazgos (“las mejores cosas nacen en los peores lugares”; “lo malo de estar encerrado es la compañía”).
Aquella casa olía y relumbraba de un modo inconfundible. Almendra amarga, tizón de alquitrán, bicarbonato de sodio, todo parecía emanar o ir a parar a don Giacomo. Su modo de fulgurar salía desde las cuentas de vidrios viejos de colores del rosario, que estallaban contra el sol. Los niños son muy serios para saber adónde va cada cosa y qué se relaciona con qué, y con qué no.
Hasta que todo cambió. Aquella temporada yo llevaría dos semanas en el pueblo, por lo que sería diciembre, no más allá. Una mañana, con una oreja escuchaba cierta escaramuza de la batalla de Vittorio Veneto en la voz de Giacominuccio, y con la otra, de adentro para afuera, un párrafo de Salgari: “… empujadas por un viento irresistible, corrían por el cielo negras masas de nubes que de cuando en cuando dejaban caer furiosos aguaceros, y el bramido de las olas se confundía con el ensordecedor ruido de los truenos”.
Estoy seguro de que sucedió en ese momento, porque yo también tenía en estado gaseoso el olor de las oxidaciones y los ácidos grasos, y el cambio de color propio de la disminución de la cantidad de células que contienen pigmento.
En indescriptible confusión, se veían obras de pintores famosos, carabinas indias, sables, cimitarras, puñales y pistolas. Era indudable que el olor de Giacomo había cambiado, volviéndose más agrio, amargo, y que también su aspecto era otro: menos melanocitos, más grandes, las manchas pigmentadas, donde se mezclaban aguamarina, magenta, amarillo y negro sobre una superficie súbitamente correosa. Y los ojos, presentes y empavorecidos, como si el mundo le estuviera sucediendo sólo a él.
Una semana antes de tener que volver por el fin de las vacaciones, Giacomo murió. Antes, la casa se le había llenado de mujeres hacendosas. Yo no reconocía los olores ni los colores, ya sustituidas las mezclas por elementos enteramente nuevos.
Pantanos, interiores, habitaciones en las que la luz se extinguió hace mucho, pero donde algo sigue brillando, diferente y al mismo tiempo fraternalmente familiar.