El mito conspirativo no alcanza para tapar el hecho de que la corrupción mata, enferma, humilla, empobrece, frustra proyectos, bloquea derechos y expande injusticia.
En nuestra historia hay pocas certezas legales sobre quién cometió actos corruptos. Y esa neblina es un atributo de las democracias subdesarrolladas.
Cuando al gobierno de Perón lo acusaban de corrupción, él recordaba lo que la calle decía de los funcionarios de Yrigoyen: “Rodríguez Jáuregui se había robado el Consejo Nacional de Educación; el señor Claps parece que se desayunaba con durmientes de los ferrocarriles del Estado; Benavídez era también otro ladrón; el señor Rodríguez Yrigoyen era el que había hecho más plata en Buenos Aires con los pleitos del gobierno; Oyhanarte era dueño de medio Buenos Aires. Y, señores, llega la revolución del 30, meten preso en Martín García a Yrigoyen, hacen una investigación en la que les revisaron hasta los colchones a los que habían sido acusados de robo en el gobierno, y a ninguno se le pudo probar absolutamente nada”.
Esta forma de argumentar iguala a todos. Se cree según el color político. Y esa es una buena definición de injusticia. En temas de corrupción, la certeza popular no es una certeza democrática. Se necesita la certeza de los jueces. Y en esto, en América Latina, la sed es más de verdad que de condenas.
Hoy los poderes judiciales cruzan las fronteras ideológicas: en los años 90 investigaron a los expresidentes neoliberales Menem, Fujimori y Collor de Mello; desde entonces detuvieron a variados expresidentes de El Salvador, Ecuador, Guatemala, Nicaragua, Costa Rica y Panamá; el expresidente mexicano Salinas de Gortari se fue al exilio y su hermano fue detenido; ahora el hermano del actual presidente hondureño fue detenido, mientras este quedó en la cuerda floja, y en los últimos años se denunció e investigó a Chávez, Uribe, Correa, Lula y los Kirchner. El expresidente Alan García se suicidó para no ir preso, y el colombiano Ernesto Samper, bajo proceso, dijo que tenía una pastilla de cianuro en 1996 por si lo detenían en Estados Unidos.
Solo el terremoto Odebrecht, cuya prolija División de Operaciones Estructuradas repartió cientos de millones de dólares en 10 países de la región, disparó el pedido de cárcel para varios presidentes (entre ellos cuatro del Perú) y hay políticos presos o prófugos en todo el espectro ideológico. El Lava Jato encarceló dirigentes de varios partidos, incluso a Eduardo Cunha, uno de los hacedores del juicio político a Roussef. Por eso, la neblina del lawfare desinforma al recortar estas condenas como si fueran todas al mismo color político. Ahora la prensa investiga a Bolsonaro, e incluso a los fiscales del Lava Jato, por lo que el periodismo cumplió su rol de controlar a todos.
Antes el reclamo popular era que el poder punitivo penal solo llegaba a los pobres, pero eso cambió: políticos, banqueros y grandes contratistas, de repente, empezaron a ir a la cárcel en varios países.
Las innovaciones que hicieron una cárcel un poco más policlasista son la cooperación internacional; menor deferencia ante el poder; apuntar a quien domina la organización y no solo a los autores directos; arrepentidos con declaración verificada con pruebas independientes; posibilidad real de cárcel por delitos de guante blanco; recuperar lo robado, y, decisivo, una gran comunicación social de los procesos judiciales. El juicio a Fujimori, el pago ilegal a legisladores (“Mensalao”), Petrobras, Lava Jato, Odebrecht o los cuadernos de las coimas fueron fases acumulativas para juzgar mejor y más alto. No usar esas innovaciones era no hacer nuestro trabajo, pueden decir los fiscales de todos los países.
Pero quienes reclaman lawfare impugnan esos avances: dicen que la difusión de las actividades judiciales la hacen jueces que juegan a la política; que no hay pruebas directas de que quien dominaba la asociación ilícita participó del delito; que la cooperación internacional viola la soberanía nacional; que los arrepentidos son extorsionados para afectar a una figura política, y que la interrelación entre judiciales y periodistas crea un expediente paralelo.
Sin embargo, las revelaciones de la prensa son esenciales contra el gran delito. Si se activan ciclos de indignación popular se ayuda a que fiscales con poder relativo sigan a pesar de presiones internas. La Convención de la ONU contra la Delincuencia Organizada Transnacional promueve el uso de los medios para “sensibilizar a la opinión pública” contra la amenaza de las mafias, y en la Convención contra la Corrupción los Estados se comprometen a “respetar, promover y proteger la libertad de buscar, recibir, publicar y difundir información relativa a la corrupción”.
También el Poder Judicial se usa contra la prensa. Se hacen demandas judiciales para callar a voces públicas. En inglés se llama Slapp (Strategic Lawsuit Against Public Participation). Las organizaciones de defensa del periodismo piden normas anti-Slapp, que penalizan a quienes denuncian para afectar la libertad de expresión, las que existen en más de treinta estados de EE.UU. La prestigiosa Index and Censorship difundió un informe sobre el uso del Slapp contra los periodistas europeos. En la Argentina, esas demandas son abundantes, con rebote en redes digitales y medios afines al denunciante, para demoler la imagen de periodistas, como está pasando en Río Negro, Tucumán, Entre Ríos o Capital Federal.
Pero el periodista debe huir de la denuncia tribunera, liviana de papeles, de un periodismo populista de sesgo antipolítico, que no protege la presunción de inocencia, y cae en lo que el gran periodista venezolano Ewald Scharfenberg llama “visión de túnel”: cuando solo se atiende a indicios que confirman la propia hipótesis. Una escena típica es un gobierno populista en riña contra un periodismo populista, donde el riesgo es el vacío que crean procesos de transparencia impulsados desde la frivolidad de periodistas apóstoles del “que se vayan todos”. Denunciar la corrupción es para mejorar la política, no para destruirla; es a favor, no en contra.
La idea del lawfare nació de analizar mutaciones bélicas, cuando en China hablaron de guerras irrestrictas, en EE.UU. de guerras asimétricas y, en Rusia, de guerras híbridas. Acá, sin armas, en el marco del amor eterno que tiene el populismo con las teorías conspirativas, el lawfare guerrea tanto al periodismo como al Poder Judicial, que son las dos barreras contra la corrupción pública.
Como todo mito conspirativo, el lawfare es una ensalada: Trump, el líder más latinoamericano que tuvo EE.UU., tuiteó el 10 de febrero del 2017 en letra mayúscula: LAWFARE. Estaba furioso con un juez que acotaba su freno a la inmigración. Hoy hablan de lawfare en el conflicto israelí-palestino, los exguerrilleros colombianos que son citados a declarar por sus crímenes, fujimoristas para liberar a su lideresa Keiko, o el gobierno español cuando acusa a las derechas de usar jueces para frenar sus políticas.
En América Latina, quienes gritan lawfare subestiman la corrupción como problema. “Mal cósmico… la causa y el origen de todos los males”, ironizó Lula en un reciente libro. Pero la neblina del lawfare no tapa que la corrupción mata, enferma, humilla, empobrece, erosiona la casa común, degrada las señales del mercado, frustra proyectos, bloquea derechos, expande injusticia, desiguala y, lo peor, deslegitima la democracia.
Por eso, no se trata de rutas de billetes, sino de la corrupción de la democracia. Claro que hubo dictaduras precedidas por un discurso de saneamiento moral, pero eso debe reforzar la lucha contra la corrupción, no inhibirla.
Profesor de Periodismo y Democracia de la Universidad Austral