El 26 de agosto Vanessa Martínez cumplirá 29 años en una cama del Hospital Gregorio Marañón de Madrid. Sus manos están envaradas, todavía se ven tiernas las cicatrices de la traqueotomía, ya no ve bien, tiene que aprender a caminar de nuevo y hace una semana que le quitaron la sonda que le pusieron en la vejiga el 21 de abril, cuando ingresó en la UCI. Pasó allí 69 días. Lleva en planta desde el 29 de junio y sabe que quedan meses hasta que pueda dejar de ver esas cuatro paredes. “Me salvaron, y ahora me ahogan. Es un día tras otro tras otro tras otro…”, dice. “Fui una irresponsable”, afirma también.
Martínez nunca pensó que se contagiaría. Ni siquiera cuando la llamaron de la residencia de ancianos Orpea de Algete, una localidad al noreste de Madrid, a la que entró como personal de limpieza y donde se convirtió en auxiliar de enfermería: “Me dijeron que hacía falta, que aunque no tenía experiencia era fácil. Dije que sí a pesar del riesgo porque necesitaba trabajar, por mi hija”. Allison, con síndrome de Down, tiene ocho años y vive con su familia en Honduras, de donde Martínez salió en 2015 para trabajar en España. “El tratamiento por las complicaciones médicas que tiene es muy caro, y no me quedaba otra”.
La necesidad y la incredulidad respecto al virus fueron dos factores clave: “No era cuidadosa, andaba sin mascarilla. Era joven, ¿por qué me iba a infectar? Y aquí estoy”. Ahí está después de un periplo que comenzó el 5 de abril y que recuerda de forma borrosa: “Ese día llegué en taxi al Gómez Ulla, tenía fiebre y un cansancio infinito. De ahí me llevaron en ambulancia al hospital de campaña de Ifema. Y no recuerdo más”. Leyre Pérez, la médica de enfermedades infecciosas que la trata, ayuda con las fechas: “Ingresó en el Marañón el 17 de abril, la trajeron de Ifema porque presentaba complicaciones. Entró en la UCI cuatro días después y la subimos a planta el 29 de junio”.
Es de las estancias más largas y más graves que han tenido en ese hospital, por el que han pasado 6.511 casos de covid, 2.861 de ellos ingresados en agudos y 248 en sus camas de críticos. Todos esos enfermos graves requieren después una larga rehabilitación. Explica Pérez que “mantener a un paciente dormido durante tanto tiempo requiere de una fuerte sedación para relajar toda la musculatura con la consiguiente pérdida de masa muscular y muchísimas secuelas residuales”. Los pulmones, sobre todo. El sistema digestivo, el cardiovascular, los déficits nutricionales que pueden afectar a otros órganos como el ojo. La reducción de la movilidad.
Cuando Martínez subió a la planta no era capaz ni de sujetar su propia cabeza, que ahora mantiene apoyada sobre un par de almohadas que la yerguen. Echa “mucho de menos” una ducha: “Llevan tres meses lavándome con esponjas, hasta hace poco ni siquiera podía ir al baño sola. Han estado poniéndome pañales… Pañales”. A pesar de ello, la joven sonríe: acaba de aparecer por la puerta Anabel García, una de las enfermeras que la atienden cada día. “Mi trabajo es cuidarla, sea como sea”. Asegura esta especialista que “no es fácil”: “Se pasan fases muy complicadas, de angustia porque es un proceso muy lento, pero también gratificante cuando ves que avanzan. Ella está avanzando”.
Su progreso ahora depende, en gran parte, de una sala en la planta baja del hospital, la de rehabilitación, donde la lleva un celador en silla de ruedas. Es otro de los eslabones del programa de recuperación tras la UCI para pacientes covid que ha puesto en marcha el centro y en el que confluyen ocho especialidades, entre ellas Psiquiatría, Medicina Interna y Neumología. Tienen, como Martínez, otros 30 enfermos en seguimiento.
Olga Arroyo, la jefa de servicio de Rehabilitación que engloba Fisioterapia, Terapia Ocupacional y Logopedia, explica que “Vanessa tiene complicaciones neurológicas y neuropáticas, además de afectación en el sistema nervioso central, falta de equilibrio, de reflejos… Hay que reeducar todo ello, teniendo en cuenta el problema respiratorio, además”. Los tiempos de recuperación para estos enfermos se alargan. “La rehabilitación durará fácilmente unos ocho meses y a algunos les quedarán secuelas y no recuperarán el 100%”, aclara Arroyo.
Su médico rehabilitador, Rubén Juárez, matiza que lo importante es “lo más vital”. Sentarse, levantarse, lavarse los dientes, ducharse, comer… “Tienen que aprender a hacerlo de nuevo”, dice mientras mira a Martínez, que intenta mover los pies, rígidos, apoyada desde las axilas en un andador. Una auxiliar y su fisioterapeuta, Cristina Muñoz, la sujetan. La especialista explica que el progreso está siendo lento, “pero siendo”: “Si tuviese fuerza en ambos brazos ya podría peinarse sola, pero por el momento solo se llega con un brazo a la nuca. Ha fortalecido el glúteo y es capaz de mantenerse de pie, aunque aún no tiene fuerza en la pelvis y en las piernas”.
El tiempo máximo que aguanta en esfuerzo es de 30 segundos. “Poco a poco, aunque yo ya tengo ganas de salir corriendo. Pero no, me tocará volver a la habitación”, dice Martínez, a la que vuelven a sentar de nuevo en la silla de ruedas. Le colocan los pies, las manos, y sobre su antebrazo izquierdo aparece entonces un tatuaje: “La vida sigue”. Martínez cabecea: “Y doy gracias por ello”.