Opinión del Lector

Llegar al final del 2020: ¿Qué se modificó en nosotros luego de un año tan intenso?

¿Cómo recibiremos al nuevo año? ¿Nos quedaremos añorando el pasado o nos permitiremos entrar en un mundo nuevo?


Este ha sido un año de experiencias inéditas para la Humanidad que sin dudas ha traído -y traerá aparejadas- profundas transformaciones a nivel individual, familiar y social. La pandemia puso en evidencia los excesos de una sociedad acelerada, signada por la inmediatez, por el consumismo exagerado y el maltrato al Planeta, a la vez que generó una profunda conmoción en la sociedad industrial.

¿Cómo nos encontraremos para despedir el año?¿Se habrá modificado algo en nosotros luego de atravesar un año tan intenso?

Las familias del mundo transitaron momentos de encierro y convivencia obligada. La casa se convirtió en colegio, oficina, consultorio y gimnasio. Padres e hijos se encontraron de pronto sin el sostén que habitualmente brindan tíos, abuelos, niñeras e instituciones como las escuelas o los clubes. En estos meses se ha puesto a prueba la capacidad de la familia de “estar a solas”.

La presencia de los otros con nosotros se hizo fundamental para preservar y mantener los ritmos, en circunstancias en las que corrimos el riesgo de sentir que el tiempo transcurría todo igual... El encierro trajo aparejada la vivencia de una temporalidad más lenta, distinta de la regulada por el reloj. Se desorganizaron las rutinas. Comenzamos a confundir el día de la semana en el que estábamos, o hasta incluso el mes. Cronos -dios del tiempo, encargado del orden secuencial- se hizo a un lado. “Despijamarse” o “despantuflarse” fueron los términos que circularon, que aludían a levantarse de la cama, asearse, vestirse, establecer horarios, etc.

En algunos casos se logró un aprendizaje fundamental: el de estar con uno mismo. Porque sabemos que la capacidad de soportar la buena soledad, es una condición para poder amar y estar disponibles para otros. Se observó la diferencia que existe entre estar “a solas” y sentirse solo, aislado o desamparado. Se puso de manifiesto la importancia de tener un mundo interior y hallar algo placentero en él: leer, estudiar, tocar un instrumento, meditar, escribir, etc. Se inauguraron horas de juego familiares, casi como rituales, creándose climas lúdicos que nos permitieron –aunque sea de a ratos- evadirnos de la realidad que tanto nos preocupa. Podríamos decir entonces que hubieron familias que disfrutaron de estar juntos y otras para las que la convivencia permanente se hizo muy difícil y hasta traumática.

Otro aspecto significativo fue el de las medidas implementadas para evitar el contagio. Se presentaron como formas de imponer controles a ciertas conductas automáticas, quedando algunos actos desprovistos de espontaneidad. Por ejemplo: refrenar el impulso de besar, abrazar o dar la mano; quedarse en casa, usar tapabocas; las medidas de higiene y desinfección. La vida cotidiana de repente se llenó de perímetros virtuales. Parecía que parte de nuestro “yo” comenzaba a “robotizarse”...

Se habló del “hambre de abrazos”, del miedo a no poder volver a abrazar. Apareció con fuerza la necesidad de un “buen apego”: el tipo de lazo incondicional con otros que nos permite sentirnos acompañados y contenidos, para reducir la angustia. Sobre todo si éstos funcionan como calmantes y no como amplificadores del miedo.

Para quienes viven solos -que no es lo mismo que estar solos- se puso de manifiesto la importancia del tener a los seres queridos “adentro” -y saber que también ellos nos tienen de la misma forma. El extrañar -con la tristeza que suele aparejar- dejó de interpretarse como un indicador alarmante o una enfermedad. Se entendió que servía también para revalorizar un vínculo, para tomar conciencia de su importancia y aprender a cuidarlo. Extrañar también significa que hemos podido crear en nuestra mente una imagen de alguien significativo y que la llevamos con nosotros para hacer un “buen uso” de ella cuando la necesitamos. Y que esta imagen no se diluye a la distancia.

Quienes se quedaron esperando que volviera la anterior “normalidad” pusieron el tiempo en pausa y experimentaron la frustrante sensación de que fue un año perdido.

Aparecieron muchos miedos, que se intentaron procesar de diferentes maneras: a la enfermedad, a la muerte, a la incertidumbre laboral y económica, a la inseguridad, a la pérdida de seres queridos. Miedo a futuras catástrofes y también a que vuelva la forma de vida anterior en sus aspectos destructivos.

Se habló mucho de la “resiliencia” y del “reinventarse”, términos que aluden a capacidades para convertir vivencias traumáticas en fuerza impulsora y creativa. El que nos toca es un momento de profundo cambio de “paradigmas”. No somos meros observadores pasivos de la realidad que nos circunda. También la creamos. Y La creación activa que hacemos de nuestro “universo” coincide con nuestra emergencia simultánea como sujetos.

¿Cómo recibiremos al nuevo año? ¿Nos quedaremos añorando el pasado -comparando lo anterior con lo actual enfatizando sus déficits- o nos permitiremos entrar en un mundo nuevo, signado por profundas transformaciones a nivel vincular, laboral, tecnológico y científico?


(*) Psicoanalista. Miembro de A.P.A. Asesora del Depto. de pareja y familia de A.P.A. Especialista en clínica psicoanalítica de familias, parejas y grupos.

Autor: María Fernanda Rivas

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