El empate estratégico tras la elección de medio término puede prolongar la lucha por el poder, pero también impone a la elite alcanzar un acuerdo para abrir una nueva senda de desarrollo.
Cuando todavía falta escrutar los votos en algunos estados, el resultado general de la elección de mitad del período en Estados Unidos muestra que los republicanos han conquistado la mayoría en la Cámara de Representantes, pero por un margen menor al previsto, y al cierre de esta columna todavía están empatados en 48 senadores. Por más que el electorado patriota se haya movilizado, mientras que el woke permanecía en sus casas, los candidatos apoyados por el expresidente Donald Trump han obtenido menos victorias de las esperadas y los potentes triunfos conservadores en Texas y Florida han consagrado liderazgos alternativos entre los rojos. En general, el panorama apunta a un corrimiento hacia el centro. Da la impresión de que, frente a la urgencia para que se resuelvan los problemas económicos y sociales, las y los electores han optado por la moderación ideológica. En un panorama mundial en el que EE.UU. es la única potencia occidental que sale indemne de la crisis y la guerra, esta consolidación del bloque dominante permitiría una pronta recuperación de la superpotencia.
Se trató de una noche mejor de lo esperado para los demócratas, quienes respiraron cuando se hizo evidente que la "ola roja" republicana prevista por algunos expertos y encuestas no se había materializado. A nivel de gobernadores, las carreras que habían causado cierto nerviosismo a los demócratas en el último momento fueron ganadas cómodamente por la gobernadora de Michigan, Gretchen Whitmer, y la gobernadora de Nueva York, Kathy Hochul.
Por el lado republicano Ron DeSantis arrasó en Florida. Se esperaba su reelección para un segundo mandato, pero los 20 puntos de ventaja que obtuvo sobre su oponente demócrata lo proyectaron al estrellato nacional. Hace cuatro años DeSantis ganó la gobernación por menos de un punto y el ex presidente Trump venció hace dos años en el Estado del Sol por unos tres puntos. Ahora, sin el apoyo del expresidente, el gobernador multiplicó la ventaja.
También en Florida, el senador Marco Rubio (R) alcanzó una fácil victoria sobre el representante Val Demings (D). Dada la magnitud de estas dos victorias, está claro que Florida es ahora un estado rojo. Durante décadas contó en los cálculos preelectorales como un “estado péndulo” que podía oscilar entre ambos partidos, pero esta idea es cosa del pasado.
En Pennsylvania, en tanto, el Dr. Mehmet Oz, elegido por Trump para representar al Partido Republicano, perdió ante el vicegobernador John Fetterman. Éste había sufrido un derrame cerebral al principio de la contienda, pero, a pesar de su movilidad limitada, venció al médico televisivo. La victoria en Pennsylvania da un gran impulso a los demócratas. Este triunfo demostró que la marca de populismo progresista del candidato podía imponerse incluso en uno de los campos de batalla más divididos del país.
En New Hampshire, en tanto, la senadora en funciones Maggie Hassan defendió su escaño contra el general Dan Bolduc, otro candidato de Trump, aunque con poca experiencia política. Bolduc fue una apuesta arriesgada que no contaba con el apoyo del aparato republicano, si bien en las últimas semanas se acercó a la meta.
En Arizona, de forma similar, el candidato al Senado Blake Masters (otro elegido por Trump) perdió ante el titular demócrata Mark Kelly. Masters también es un neófito político que remontó en las últimas semanas. Fue apoyado por otro acólito de Trump, la candidata a gobernadora Kari Lake, también derrotada por la demócrata Katie Hobbs.
Es cierto que en Ohio, J.D. Vance, otro hombre de Trump, ganó contra el demócrata Tim Ryan, y que en Georgia, Hershel Walker, igualmente respaldado por el expresidente, forzó al titular, Raphael Warnock, a una segunda vuelta. Pero ambos candidatos al Senado fueron ayudados por gobernadores populares que los impulsaron a la victoria. En resumen: no hubo una “ola roja”.
El mayor ganador de las elecciones de mitad de mandato fue sin duda Ron DeSantis. El mayor perdedor fue Donald Trump. Muchos concluirán, basándose en los resultados de estas elecciones de medio término, que el Partido Republicano está pronto a seguir adelante sin Donald Trump como líder. Sin embargo, aunque Donald Trump ha empalidecido como la alternativa patriótica y reaccionaria que supo representar, va a dar una fiera pelea por la candidatura presidencial en 2024. Casi dos años después de su derrota en la reelección, sigue siendo el político más popular e influyente del Partido Republicano y también el más exitoso recaudador de fondos, con una inmensa influencia sobre legiones de donantes de base. Y un sondeo tras otro indica que Trump partiría como el gran favorito para la nominación del Partido Republicano.
Los demócratas deben haber visto los resultados como lo máximo que podían conseguir, pero dos pérdidas en las elecciones a gobernador los afectaron mucho: Stacey Abrams (demócrata) perdió en Georgia ante el gobernador Brian Kemp (republicano) y el ex representante Beto O'Rourke (demócrata) cayó ante el gobernador Greg Abbott en Texas.
EE.UU. tiene la peor inflación en cuatro décadas (9,1%), el peor desplome de los salarios reales en 40 años, la peor ola de criminalidad desde los años 90, la peor crisis fronteriza de la historia de Estados Unidos, tiene a Joe Biden, que es el presidente menos popular desde Harry Truman, y no hubo una marea roja. ¿Qué pasó?
Ni uno ni otro partido apreciaron en su justa medida el estado de ánimo de la población. Obnubilados por la competencia entre los candidateables para 2024, los trumpistas quisieron comer el postre antes de sentarse a la mesa y el conservador aparato partidario retaceó su apoyo en muchas de las peleas clave. Cansados del boxeo en la sombra impuesto por la corrección política y alelados por el vergonzoso espectáculo que da el presidente, los demócratas tampoco se jugaron demasiado.
Fueron los votantes quienes estuvieron a la vanguardia de la decisión. Si bien el voto rural más que el urbano y los deciles de altos ingresos más que los bajos se orientaron por los republicanos, el corrimiento hacia los conservadores se dio también entre los afroamericanos y los hispanos, así como entre las mujeres y las minorías de género. En general primó una suave inclinación hacia el color rojo, pero el movimiento no ha traído ningún vuelco. Más bien, los sufragantes han hecho a la clase política una advertencia y un reclamo: dejen de lado la lucha ideológica y resuelvan los problemas concretos.
El corrimiento de la representación hacia el centro convalida el poder instituido de ambos aparatos partidarios, la Justicia, los medios, las finanzas, los servicios de seguridad y de inteligencia, así como las fuerzas armadas, en suma, el establishment. Si alcanzan un gran acuerdo suprapartidario, pueden implementar el plan de infraestructura y transición ecológica de Biden, poniéndose a la vanguardia de la movilidad eléctrica en Occidente. Ya frenada la industria alemana, para ello cuentan con la enorme masa de capital financiero absorbida en los últimos meses gracias al alza de las tasas de interés, la energía barata provista por la explotación del petróleo y gas de esquistos, la disponibilidad sobre una gigantesca masa laboral proveniente del crecimiento demográfico de los 2000 y de la inmigración y, finalmente, cuentan también (junto con Canadá) con el control diplomático y militar sobre los minerales estratégicos del este de África, así como sobre el litio de Argentina y Chile. Si se ponen de acuerdo en desarrollar la movilidad eléctrica, iniciarán un ciclo virtuoso como el fordista del siglo XX. Si, por el contrario, anteponen sus anteojeras ideológicas y prolongan la fractura interna, entrarán en un ciclo interminable de luchas fraticidas y de retroceso ante las potencias competidoras.