Durante el mes que Donald Trump ha vuelto a ocupar la Casa Blanca, aunque haya dedicado casi una cuarta parte de su tiempo a jugar al golf, han cambiado muchas cosas. Las últimas cuatro semanas en Washington están sirviendo como prólogo a una peligrosa nueva era dominada por el pésimo ejemplo de la ley del más fuerte. Junto al final del orden internacional construido durante los últimos 75 años en base a reglas e instituciones multilaterales, asistimos al nacimiento de un sistema dominado por \'hombres fuertes\' y sus apaños.Entre las explicaciones para intentar dar sentido a este giro copernicano en relaciones internacionales se recurre a la cumbre de Yalta celebrada en 1945. En aquella ocasión, tres líderes victoriosos en la recta final de la Segunda Guerra Mundial –un disminuido Franklin Delano Roosevelt, Winston Churchill y Joseph Stalin– fueron capaces en nombre de grandes naciones de decidir el destino de toda una serie de pequeños países.Otra comparativa recurrente es que el mundo está volviendo a algo muy parecido al concierto de naciones construido a partir del Congreso de Viena (1814-1815) que surgió en Europa tras las guerras napoleónicas. Bajo ese sistema, elogiado profusamente por Henry Kissinger por haber evitado una gran confrontación durante casi un siglo, los imperios de la época se reconocían mutuamente esferas de influencia por todo el mundo. Incluido el derecho a oprimir y dominar pueblos menos poderosos dentro de sus respectivos patios traseros. De hecho, la doctrina Monroe de 1823 –que proclamó la hegemonía de Estados Unidos sobre las Américas y la negativa a implicarse en conflictos europeos– fue la versión estadounidense de aquel reparto post-napoleónico.Ciertamente, ese es el espíritu del \'ménage à trois\' geopolítico aborrecido por Europa pero compartido por Donald Trump, Vladímir Putin y Xi Jinping. Este emergente G-3, tan iliberal como interesado, compuesto por Washington , Moscú y Pekín reflejaría la transición sin retorno a un nuevo sistema en el que Estados Unidos carece de la voluntad y de los medios para mantener una estructura de seguridad global. Gracias a una imparable globalización, y agotada la fase unipolar tras el final de la Guerra Fría, Estados Unidos se ha convertido gradualmente en un jugador cada vez más pequeño en la escena internacional.Al declarar nada más tomar posesión el equivalente a una guerra comercial al resto del mundo con «aranceles recíprocos» , el presidente se ha llevado por delante el orden económico iniciado en la conferencia de Bretton Woods de 1944. Un sistema basado en la idea de que lo que era rentable para sus aliados era muy rentable para Estados Unidos. La transformación en curso del mercado de Estados Unidos en un privilegio por el que hay que empezar a pagar complica todavía más las perspectivas de la economía global que ya estaba lidiando con una desconcertante cantidad de variables sin fronteras: desde rivalidades y conflictos hasta la crisis de crecimiento de China pasando por las amenazadoras implicaciones del cambio climático.Al renegar del multilateralismo que representa Naciones Unidas, la Administración Trump también ha acelerado la demolición del orden internacional basado en reglas plasmado en la Carta de San Francisco de 1945. Y sin esas reglas, que en el pasado sirvieron para amplificar la influencia del poder blando americano, todo es posible. Hasta la \'limpieza étnica inmobiliaria\' de Gaza o la recalificación de terrenos en Groenlandia, el canal de Panamá, Canadá. Por no mencionar la imposición de sanciones por parte de Estados Unidos ni más ni menos que a la Corte Penal Internacional.Forzados a pensar en todo lo que hasta ahora era impensable, el propio presidente Trump confirmó en su segundo discurso de toma de posesión su intención de repintar con el color \'fanta naranja\' una parte del mapa del mundo. Al presentar a Estados Unidos «como una nación que volverá a considerarse en crecimiento: una nación que aumenta su riqueza y expande su territorio». Planteamiento que mimetiza las ambiciones de Rusia sobre Ucrania (y Europa) y las de China sobre Taiwán (y su vecindario).Todos estos planteamientos neoimperialistas contrastan con los ideales plasmados en la fundación de Naciones Unidas. Un orden de seguridad basado en la igualdad de derechos para todos los países, la descolonización y la renuncia a «la amenaza o el uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de ningún Estado». El G-3 que se barrunta a partir de la tragedia de Ucrania nada que tiene que ver con el punto de partida de 1945. Cuando el presidente Harry Truman insistía a los delegados congregados en San Francisco en que « la responsabilidad de los grandes Estados es servir , y no dominar, a los pueblos del mundo».Resulta casi imposible ignorar la transición a este nuevo orden protagonizado por dos consumados autócratas y un significado aspirante. Después de tres años de agresión contra Ucrania, Trump se declara dispuesto a conceder a Putin todo lo que quiere: cambio de gobierno en Kiev, reconocimiento de los territorios conquistados, cero garantías de seguridad, cuestionamiento de la OTAN, levantamiento de sanciones y el final del ostracismo ruso. El delirio que supone contemplar a la Casa Blanca repetir las mismas monstruosidades que el Kremlin para justificar lo injustificable no anticipa nada bueno para el mundo.