Las inconsistentes repeticiones de falacias que se siguen reproduciendo ocho décadas después de ese acontecimiento histórico, me motivan a presentar estas ideas, con la modesta pretensión de echar algo de luz sobre un pasado cuyas consecuencias no terminan de extinguirse.
La historia se construye en base a verdades, medias verdades, mitos y falsedades. Al cumplirse ocho décadas de la Revolución de junio de 1943 encontré oportuno intentar esclarecer ciertos hechos históricos. A la vez que despejar errores que, a fuerza de repetidos, consolidan una interpretación equívoca de los acontecimientos. Con el grave perjuicio de alterar el conocimiento de la verdad histórica. Especialmente dado que aquellos sucesos provocaron efectos históricos de enorme importancia que en alguna medida mantienen vigencia en nuestros días.
Pero para interpretar qué sucedió en aquellas jornadas decisivas resulta imprescindible recordar en qué contexto político tuvieron lugar esos acontecimientos.
Porque los mismos resultan inseparables de una serie de fallecimientos ocurridos en los meses anteriores, en los que se extinguirían las principales figuras del quehacer político de entonces. En efecto, habían fallecido el ex presidente Marcelo T. de Alvear (23 de marzo de 1942), el presidente Roberto M. Ortiz (15 de julio de 1942), el ex vicepresidente Julio Argentino Pascual Roca (8 de octubre de 1942) y el general Agustín P. Justo (11 de enero de 1943).
Los hechos tenían lugar cuando restaban pocos meses para la renovación presidencial. Habían desaparecido los principales líderes del país y había quedado descartada la candidatura “natural” del gobernador bonaerense Rodolfo Moreno a partir de la cerrada oposición de Ramón S. Castillo, a la sazón presidente de la Nación en virtud de su condición de antiguo vice de Ortiz. Castillo buscaba imponer como candidato a Robustiano Patrón Costas -ex gobernador y senador salteño- como “candidato oficial” a la Presidencia. Pero la candidatura del salteño despertaría recelos extendidos, tanto en el Ejército como en el Partido Radical, entonces la fuerza popular de la Argentina.
En un devenir que conduciría a la Revolución que pondría fin a la llamada “Década Infame”, de pronto una denominación tan ingeniosa como equivocada. Pero en todo caso el golpe clausuraría la restauración conservadora iniciada tras la revolución de septiembre contra Hipólito Yrigoyen. Acaso como consecuencia del agotamiento de un sistema político incapaz de reproducirse sino a través de la adulteración de la voluntad popular -en medio de la proscripción del radicalismo- y el “fraude patriótico”.
Los hechos que condujeron a aquella interrupción del orden constitucional se precipitaron cuando las fuerzas más importantes del quehacer político de entonces advirtieron que irremediablemente Patrón Costas sería consagrado Presidente de la República para el período 1944-50. Elección que sería perfeccionada mediante el sistema de comicios amañados que entonces reinaba en el país. Hasta llegar al extremo del fraude. Cuya manifestación más evidente había tenido lugar en los comicios de 1937 que precisamente llevaron al poder a la fórmula de la Concordancia integrada por Ortiz y Castillo.
Tal como escribiría Robert Potash en su obra El Ejército y la política en la Argentina: “La perspectiva de una presidencia de Patrón Costas suscitaba profunda oposición tanto en los oficiales pro-aliados como en los nacionalistas. Pero la oposición de algunos oficiales nacionalistas no se limitaba a la figura de Patrón Costas; por el contrario, se extendía a la estructura de los partidos políticos, y aún a las bases liberales de la vida argentina”.
Fue entonces cuando, la inesperada desaparición del general Justo aceleró los movimientos en el seno del Ejército. A mediados de marzo, se constituiría formalmente el GOU (Grupo de Oficiales Unidos), una logia militar en la que tendría una destacada actuación el entonces coronel Juan D. Perón.
La crisis se precipitaría a comienzos de junio. Más precisamente el día 3, cuando el presidente Castillo tomó conocimiento de las conversaciones que su ministro de Guerra, general Pedro Ramírez, había mantenido con dirigentes radicales. A resultas de las que había germinado una posible postulación de éste como candidato presidencial de la UCR, para enfrentar los planes del Jefe de Estado de colocar como sucesor a su preferido, Patrón Costas. Una posibilidad que provocaría el pedido de renuncia del titular de la cartera de Guerra por parte del titular del PEN en la mañana del día 4.
Pero, una vez más, la historia daría un giro inesperado. Porque la remoción de Ramírez, lejos de fortalecer a Castillo, provocaría el final de su gobierno. Toda vez que los jefes militares decidieron el cese de su presidencia y la instalación de un gobierno revolucionario, a los efectos de bloquear la inminente elección de un presidente impopular como Patrón Costas.
Pero, contrariamente a la idea extendida sobre un golpe nacionalista, en rigor el pronunciamiento del 4 de junio de 1943 estuvo desprovisto de un carácter ideológico definido. Porque en la revolución participarían oficiales de todas las tendencias.
El grupo incluiría partidarios de las democracias y del nacionalismo. A la vez que contendría elementos aliadófilos y germanófilos. En una instancia en que en alguna medida era probable suponer el desenlace de la guerra mundial.
A criterio de Potash, “el movimiento militar del 4 de junio no fue el resultado de un plan elaborado cuidadosamente por el GOU o siquiera por cualquier otro grupo de oficiales. No fue tampoco un movimiento inspirado por los Estados Unidos, como creyeron inmediatamente los círculos simpatizantes del Eje en todo el mundo; ni un golpe anticipado y promovido por la embajada alemana en Buenos Aires, como afirmaron otros después”.
Potash recordó que “más bien fue una rápida improvisación cuyos participantes apenas concertaron acuerdos con relación a objetivos específicos, fuera del derrocamiento del presidente Castillo”. Y subrayó que -ante todo- “los oficiales compartían la inquietud general acerca de los planes electorales del presidente Castillo, aunque los diferentes grupos discrepaban acerca del acierto de la política exterior nacional”.
Potash evocó que, en rigor, fueron motivados en gran medida por “los contactos, cada vez más intensos, con los dirigentes políticos, especialmente los de la Unión Cívica Radical”, y que, “si no hubiese contado con ese estímulo, es dudoso que el sector liberal y pro aliado del Ejército se hubiese alzado, y sin su participación el movimiento podía haber fracasado”. Incluso recordó que la incapacidad del sector nacionalista para organizar por sí mismo un golpe exitoso se había demostrado varias veces en los años anteriores.
La historiadora María Sáenz Quesada introdujo otro elemento. Sostuvo que fue en rigor el miedo de algunos sectores castrenses a una eventual derrota de Patrón Costas en medio del terror que entonces provocaba el Frente Popular y la amenaza comunista.
Lo cierto es que el mito del golpe nazi o nacionalista acompañaría a los argentinos durante décadas. Al punto que al día de hoy se siguen repitiendo consignas falaces que vinculan a esas ideologías con el nacimiento del movimiento peronista, el que surgiría poco después de las entrañas del gobierno alumbrado por la revolución.
La verdad histórica, sin embargo, escapa a los slogans y las interpretaciones equivocadas encierran el veneno de impedir el entendimiento correcto de los hechos.
En su larga historia, el peronismo ha sido protagonista de grandes aciertos, de varios errores e incluso algunos horrores. Pero la realidad es que la Argentina no inició su decadencia a partir de la Revolución de 1943. Ni desde el 17 de octubre de 1945. Como tampoco se destruyó a partir del 6 de septiembre de 1930. Ni tampoco desde 1916.
Al respecto, es imprescindible recordar que algunas decisiones fundamentales que tendrían consecuencias en los años que siguieron ya se habían adoptado. Antes de 1943. Como aquella equivocación de enero de 1942, cuando el gobierno del presidente Castillo y su ministro de Asuntos Exteriores E. Ruiz Guiñazú decidieron desafiar a los EEUU en la conferencia de Río de Janeiro, desoyendo el pedido de la Administración Roosevelt de adherir al criterio de defensa hemisférica después del ataque que el Imperio del Japón había propinado contra su territorio en Pearl Harbour el 7 de diciembre del año anterior, en lo que acaso haya sido uno de los mayores errores de política exterior de toda la historia de nuestro país.
Las inconsistentes repeticiones de falacias que se siguen reproduciendo, ocho décadas después de la Revolución de Junio de 1943, me motivan a presentar estas ideas, con la modesta esperanza de haber echado algo de luz sobre un pasado cuyas consecuencias no terminan de extinguirse.