El arzobispo emérito de Corrientes destacó que "el Señor no abandona su enseñanza, recordándonos la principalidad del primer y segundo mandamiento del Decálogo".
Monseñor Domingo Castagna, arzobispo emérito de Corrientes, destacó, en sus sugerencias para la homilía de este domingo, que "Jesús no vacila en proponer la perfección del Padre como meta de la perfección humana".
"El evangelista san Juan define a Dios como Amor: 'Porque Dios es amor'", recordó.
"Cuando cultivamos esa virtud principal, nos asemejamos al Padre e imitamos a Jesús", aseguró.
El arzobispo subrayó que "el Señor no abandona su enseñanza, recordándonos la principalidad del primer y segundo mandamiento del Decálogo".
"Para llegar al perfecto cumplimiento del primer mandamiento, nos urge ser humildes como el ciego y mendigo de Jericó", graficó.
Texto completo de las sugerencias
1.- Jesús pasa por nuestra vida de ciegos y mendicantes. Aquel ciego de nacimiento, ni bien se entera del paso de Jesús, no cesa de llamarlo con el título mesiánico de "Hijo de David". Su interés es la salud visual, pero sabe a quién se lo pide. Sus gritos despiertan el malestar en los celosos seguidores de Jesús, no en Él, que se detiene para atender sus reclamos. La disponibilidad del Maestro se expresa en la calidez de su saludo. Se dispone a atender al pobre ciego y mendigo, preguntándole con delicadeza: "¿Qué quieres que haga por ti?" Él le respondió: "Maestro, que yo pueda ver". Jesús le dijo: "Vete, tu fe te ha salvado". En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino". (Marcos 10, 49-52) Una escena, que nos permite trascenderla y hallarle un sentido aplicable a nuestra vida ordinaria. Aquel ciego nunca había percibido los colores y las cosas. Paul Claudel, en su inmortal obra poética: "La Anunciación a María", pone en labios de una ciega la expresión conmovedora: "Siento las cosas existir conmigo". Detrás de un acontecimiento histórico simple, se asoma una enseñanza de gran importancia para nuestra vida creyente. Somos el ciego de Jericó, y lo es el mundo. Jesús "pasa", y es necesario que lo reconozcamos, para acudir a Él y atraer su atención. Con certeza, Jesús acude a nuestro llamado insistente, con la delicadeza que pone en sus expresiones. Siempre, en la intimidad de nuestro corazón, como al ciego, nos pregunta qué necesitamos de Él. Es preciso que, como aquel mendigo ciego, sepamos pedir lo que necesitamos: "Señor, que vea". Pero, que te vea. Nuestra verdadera salud es Cristo. Es preciso que entendamos en Él, lo que realmente necesitamos de Él. Lo que necesitamos es a Él mismo. Más que sus dones, necesitamos al Dador. Es urgente entender que es Dios nuestra necesidad. Santa Teresa de Jesús, cuya fiesta acabamos de celebrar, sintetizó en una inmortal frase esa necesidad: "Solo Dios basta". El mundo necesita recobrar una viva conciencia de la necesidad que tiene de Dios.
2.- El hombre es el mendigo ciego de Jericó. El mundo, ese mendigo ciego de nacimiento, necesita saber que Jesús "pasa" siempre junto a nosotros. Es preciso que percibamos su cercanía, lo invoquemos a gritos y mantengamos nuestros oídos abiertos, estimulados por la Palabra que la Iglesia predica. Gran responsabilidad la de los ministros del Evangelio. San Pablo afirma que la fe entra por el oído. De allí su celo apostólico manifestado en el ejercicio del ministerio de la predicación. Es oportuno actualizar ese admirable celo. El mundo, aunque se manifieste indiferente al paso de Cristo, necesita identificar "al Hijo de David" y reclamar ser curado. Los desatinos que lo aquejan, constituyen los gritos insistentes que Jesús atiende misericordiosamente. Como al ciego de Jericó, Jesús llama al hombre actual, por la humilde voz de sus discípulos: "Te llama" porque ha escuchado tus gritos angustiosos. La soberbia impide reclamar la atención del Señor. Cierra la comunicación con el Salvador y se condena a la ceguera en la que está sumergido. No seamos como aquellos discípulos que intentan acallar los gritos de un mundo deseoso de ver. Para andar el C amino es preciso ver y recorrerlo como aquel ciego sanado. El texto evangélico aclara que aquel hombre se convierte en un decidido seguidor de Jesús. La fe es ver a Cristo, identificándolo como el Salvador. Verlo y seguirlo se reclaman mutuamente. El hombre mendigo y ciego es, como Saulo de Tarso, un potencial apóstol de sus hermanos ciegos. Por ello, el Evangelio no hace prosélitos, sino testigos de Cristo. Es decir: auténticos creyentes. La predicación del Evangelio es una presentación de Jesucristo: el Verbo Eterno encarnado. Palabra dirigida al hombre, quien se halla sujeto al pecado y a la muerte. En las diversas expresiones del Señor, queda de manifiesta su misión única de Hijo de Dios. Ha venido para los pecadores, no para los justos. Por su intermedio es el Padre quien ofrece su amistad, y cumple el propósito de establecer con la humanidad una verdadera familia. La escena de la curación del ciego de Jericó, nos ofrece un sinnúmero de aplicaciones de enorme importancia. Las contínuas referencias a la misericordia despierta un gran interés por quitar el pecado del mundo. Cristo, en labios de San Juan Bautista, es el Cordero de Dios, inmolado para que el mundo sea redimido. La contemplación de la Pasión de Jesús, aparece centralizada en la práctica de todos los santos: impresionante descubrimiento del amor tierno de Dios por el hombre pecador. La forma inexplicable, elegida por Dios para recuperar al hijo perdido, o a la oveja extraviada, enternece el corazón más endurecido por el pecado.
3.- La eficacia regeneradora de la Pasión. Es ésta la labor que empeña la misteriosa acción del Espíritu. Es el Amor del Padre y del Hijo, que crea, recrea y santifica lo recreado; y hace desaparecer, del mayor de los pecadores, el odio y la violencia. Las conversiones, algunas espectaculares, manifiestan la eficacia regeneradora de la Muerte y Resurrección de Cristo. El mundo queda impactado por esa innegable transformación. Lo que no logra el mejor método pedagógico, considerado imposible, lo hace posible la gracia que genera Cristo, muriendo y resucitando. Cunde un desánimo existencial, por causa de experiencias fallidas. Cristo abre las puertas a la esperanza al reiterar las palabras del Arcángel San Gabriel, dirigidas a la sorprendida María: "para Dios nada es imposible". Para lo que los hombres consideran de imposible realización, no lo es para Dios. Lograr esa medida de confianza en el poder de Dios, exige un alto grado de humildad, poco común en una sociedad autorreferente como la nuestra. La virtud de la humildad, tan propia de Cristo, como Hijo del hombre, logra su total dimensión en Él, el Hijo de Dios encarnado en María Virgen, por misteriosa obra del Espíritu Santo. Mientras no se entienda la importancia de la humildad en la vivencia de la fe, la vida de santidad será una meta inalcanzable. Es la obra exclusiva del Espíritu que no avanza cuando la pobreza de corazón - o la humildad - no logra instalarse en la vida del creyente. La espiritualidad cristiana se edifica sobre la primera de las bienaventuranzas: "Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos". (Mateo 5, 3) Cristo es el Dios que se hace pobre, para llevar a la pobreza de corazón a quienes deben emprender la senda que conduce a la felicidad de las bienaventuranzas. El mundo no lo entiende, y queda boyando en un mar de incertidumbres. La predicación es un llamado a la conversión y a la santidad. En Cristo, Dios se constituye en modelo, camino y meta. La humildad es la recuperación de la inocencia original. El mayor de los pecadores recupera su original pureza, y se apronta a dejarse conducir por el Espíritu Santo a la auténtica perfección. La santidad es la perfección del Padre, transparentada en la naturaleza humana de su Hijo divino.
4.- El amor es la perfección del Padre. Jesús no vacila en proponer la perfección del Padre como meta de la perfección humana. El evangelista San Juan define a Dios como Amor: "Porque Dios es amor". Cuando cultivamos esa virtud principal nos asemejamos al Padre, e imitamos a Jesús. El Señor no abandona su enseñanza, recordándonos la principalidad del primer y segundo mandamiento del Decálogo. Para llegar al perfecto cumplimiento del primer mandamiento, nos urge ser humildes como el ciego y mendigo de Jericó.