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Mons. Castagna: "La fe auténtica es contagiosa"

En sus sugerencias para la homilía del próximo domingo, el arzobispo emérito de Corrientes destaca la necesidad de seguir a Cristo, que es la verdad revelada por el Padre.



Monseñor Domingo Castagna, arzobispo emérito de Corrientes, recordó -en sus sugerencias para la homilía del próximo domingo- que Cristo es la Verdad garantizada por el Padre, que debe ser adoptada por el mundo.



Citando el Evangelio de san Lucas (6, 39), el prelado advirtió que "un ciego no puede ser guía de otro ciego", resaltando la necesidad de seguir a Cristo, Quien es la verdad revelada por el Padre.



Monseñor Castagna subrayó que la presencia de Cristo en la historia humana no solo divide la historia universal en dos etapas, sino que la lleva hacia la perfección única de Dios, invitando a los creyentes a ser perfectos como el Padre. En su mensaje, hace un llamado a alejarse de la maledicencia, una práctica que ha permeado la sociedad actual y que obstaculiza el camino hacia la paz y la santidad.



Asimismo, destacó que la verdadera fe en Cristo no solo es una convicción personal, sino una fuerza contagiosa capaz de transformar a quienes la abrazan. "La fe auténtica es contagiosa", afirmó, explicando que la vida cristiana debe ser una manifestación constante de la acción de Dios en el mundo. Citando las palabras de Jesús -"El discípulo no es superior al maestro: cuando el discípulo llegue a ser perfecto, será como su maestro" (Lucas 6, 40)-, monseñor Castagna recordó también que Cristo es el modelo perfecto que todo hombre debe seguir.



El prelado además reflexionó sobre la temporalidad de los logros terrenales, señalando que el anhelo humano de trascendencia solo se satisface en la fe en Cristo resucitado, quien ofrece la esperanza de una vida eterna. En ese sentido, instó a los creyentes a cultivar una fe viva que, en contacto con Cristo y la palabra divina, les permita ver más allá de la transitoriedad de la vida terrenal.



Finalmente, monseñor Castagna resaltó la importancia de sanar el corazón del hombre, enfatizando que el bien y la verdad no pueden nacer de un corazón contaminado. Hizo además un llamado a la conversión y la penitencia, para recuperar la gracia del Evangelio y restaurar la relación del hombre con Dios, recordando que la verdadera paz solo puede lograrse a través de un sincero retorno a Cristo.



Texto completo de las sugerencias



1. Cristo es la Verdad garantizada por el Padre. Las advertencias del Señor trascienden nuestras pobres ilusiones y proyectan, con absoluta sensatez, las más importantes decisiones. Es lógico que un ciego no puede ser guía de otro ciego "¿No caerán los dos en un pozo?" (Lucas 6, 39). Cristo es el garante de la verdad que debe ser adoptada por el mundo. Su presencia en la historia es ampliamente clasificada como de una inigualable trascendencia. Divide en dos etapas la historia universal, constituyéndose en el cumplimiento de ambas, y dándoles fin en una perfección propia únicamente de Dios Padre: "Sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo". El juicio a los otros inhabilita para reconocer las propias miserias y proceder así a los urgentes y oportunos cambios. La maledicencia constituye un hábito generalizado en la sociedad actual. Si no se lo excluye a su debido tiempo, el acceso a la verdad -para la paz- se hace imposible. Aún quienes se profesan creyentes ceden a la tentación de juzgar y condenar a los demás. Aunque lleguemos a expulsar, de nuestras relaciones, la maledicencia y el juicio, permanecen secuelas de ese mal y obstruyen nuestro camino a la santidad. No basta el esfuerzo ascético por eliminar el mal hábito, mientras no cedamos todo a la acción artesanal del Espíritu Santo. Para ello, será preciso que no antepongamos nuestros proyectos personales al plan de Dios. Con una argumentación atropocentrista exagerada se niega la verdadera naturaleza del hombre. Es imagen de Dios y, por lo tanto, debe conformarse con quien es el Hombre perfecto: Jesucristo. En diálogo con sus discípulos así lo manifiesta el mismo Señor: "El discípulo no es superior al maestro: cuando el discípulo llegue a ser perfecto, será como su maestro" (Lucas 6, 40). En muchas oportunidades hemos afirmado que Cristo "es el Hombre que Dios quiere de los hombres". Por lo tanto constituye el ideal de todo hombre, ya que es la idea a realizar que Dios Creador propone a todo hombre, plasmada perfectamente en su Hijo divino encarnado. Cristo es perfecto "como el Padre celestial es perfecto".



2. Anhelo humano de permanencia y trascendencia. Los hombres buscan, en estereotipos diversos, modelos a imitar, deslumbrados por las luces fatuas que cobran ocasional notoriedad. Las "luces", tarde o temprano se apagan o son amortiguadas por la edad o la muerte. Quienes ya hemos transitado muchas décadas, hemos visto apagarse ciertas lumbreras y desaparecer. Todo éxito, político, artístico o profesional, es temporal, porque dura lo que la vida terrestre. No obstante, persiste en cada uno de nosotros un impresionante anhelo de trascendencia y permanencia. La gran desilusión que agobia al corazón del hombre es la transitoriedad. Todo se acaba, la vida se nos escapa al cabo pocos años: "setenta años y el más robusto hasta ochenta" (salmo 90). Sin perspectiva de eternidad la vida carece de sentido, y se presta a la tangolatría argentina. La fe nos conduce a la esperanza. La desesperanza, que caracteriza a nuestros coetáneos angustiados, constituye el signo de la falta de fe en Dios. El incrédulo, ateo y agnóstico, padece la tristeza de vivir sin la convicción de una vida para siempre. La fe en Cristo resucitado infunde la convicción de que, con Él, se vive para siempre. La fe aleja del mundo el pesimismo, que tiñe de sombras el escurridizo tiempo -y espacio- en el que los hombres se mueven. La fe es cultivada en contacto con Cristo, escuchando humildemente su palabra. Sin Él, comida y bebida, palabra y revelación, se pierde la perspectiva de la Vida eterna. De allí procede el temor enfermizo a la muerte, y a lo que conduce a ella: la enfermedad y la vejez. Los sacerdotes pueden relatar algunas anécdotas de creyentes ejemplares. Recuerdo, de los primeros años de mi ministerio, a una joven mujer muriendo a causa de un cáncer terminal de hígado. Abrazaba su crucifico, y lo sostenía con su rostro, ya que había perdido la sensibilidad de sus manos, exclamando: "Si esta es la muerte ¡bendita sea la muerte!" Como San Francisco de Asís, que consideraba a la muerte "hermana", aquella humilde mujer la celebraba bendiciéndola. La fe viva predispone a los creyentes (los santos) a abrazar el doloroso fin de la vida temporal como un acontecimiento festivo. La muerte del incrédulo - ateo o agnóstico - es muy triste. Algunos aparentan no tener miedo a la muerte y la enfrentan como un hecho biológico, tan inexplicable como el nacimiento. De esa manera califican su propia aparición en el mundo como un absurdo de la naturaleza.



3. La fe auténtica es contagiosa. Pero no es así. Se suceden las generaciones y los que creen en Dios superan en número a los incrédulos. Hay algo en los corazones que clama por un Dios todopoderoso y Creador. Humildes, como los niños y los pobres, podrán identificar al Dios verdadero en el misterio de su Hijo hecho hombre. El celo manifestado por Jesús y sus Apóstoles, al exponer la Palabra, hoy toma carne en los actuales responsables de la evangelización. Es preciso y urgente que aquel celo se expanda en las sociedades contemporáneas, necesitadas de ser explícitamente tocadas por la Redención. La existencia del pecado, en sus diversas versiones, que reclamó entonces el compromiso de los Doce, se extiende hoy a todos los bautizados. La fe auténtica contagia a quienes no la poseen, o la han debilitado y perdido. Cuando está viva es innegablemente contagiosa. Los veinte siglos de historia del cristianismo es un muestreo, a veces silencioso y oculto, de los efectos de la fe en Cristo. Aparecieron santos misioneros que encendieron el fuego de la fe en naciones enteras. Lo lograron por ser santos, más que por ser ministros. El Bautismo es, esencialmente, una vocación a la santidad. Un buen cristiano contagia la fe en Cristo desde la intensidad de su vida bautismal. La Iglesia, integrada por todos los bautizados, es una Iglesia esencialmente misionera. Porque su vida contagia la fe que la sostiene a la suya. Alimentar la vida bautismal, mediante la Palabra y los sacramentos, es la mejor disposición para emprender y llevar a buen fin la acción evangelizadora. De otra manera, como ocurre con frecuencia, la fe se debilita hasta desaparecer. Jesús manifiesta su inquietud de que se produzca un decaimiento de la fe, o su total extinción: "Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?" (Lucas 18, 8). La acción pastoral de la Iglesia necesita ser apuntalada continuamente, por una espiritualidad fortalecida, desde sus comienzos, por la meditación de la Palabra, la celebración de la Eucaristía y la oración insistente. Es entonces cuando el compromiso y la caridad logran prevalecer en la práctica cristiana. Sin cubrir esa instancia la fe no llega a gravitar en el mundo. El contagio, al que nos referíamos, no procede de la ejecución de un plan pastoral prolijo. Es de una fuerte espiritualidad, nacida y acrecentada por la gracia. San Pablo constituye un modelo cercano, que abre el único camino: el empeño perseverante por crecer en el amor dócil al Divino Maestro.



4. Sanear el corazón del hombre. El bien, como la verdad, no nace de un corazón malo. Por ello, es impostergable el esfuerzo generoso de sanear el corazón. Sólo así el hombre logrará hacer el bien y se dejará regir por la verdad. Es tiempo de reconciliación y de paz, es tiempo para exigirse fidelidad a Cristo, acatando su enseñanza y reconociéndolo como la Palabra "que es Dios". Para ello, será preciso volverse a Cristo, como está en el Evangelio y en la Eucaristía, como la Iglesia lo predica y lo celebra. El mundo ha enfermado el corazón del hombre, de tal modo que lo ha inhabilitado para aceptar a Cristo como Dios. Se requiere un proceso de saneamiento que, a través de un contacto, mediatizado por el ministerio apostólico reabra los caminos a la santidad. Es decir que logre, mediante la conversión y la penitencia, recuperar la gracia del Evangelio, como novedad que cura la profunda herida del pecado. Esa es la sanación que los corazones necesitan, para que el Evangelio "salve al que crea" (Romanos 1, 16).

HOMILÍA MONS. CASTAGNA

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