El arzobispo emérito de Corrientes destaca la exigencia radical del amor cristiano, aun hacia los enemigos, y la importancia del perdón como camino hacia la santidad.
En sus sugerencias para la homilía del próximo domingo, monseñor Domingo Castagna, arzobispo emérito de Corrientes, reflexiona sobre las palabras de Jesús en el Evangelio de san Lucas, las cuales, desafiando las normas sociales y humanas, invitan a un amor sin límites, extendido incluso a los enemigos.
Monseñor Castagna destaca que esta enseñanza no es una exageración literaria, sino una verdadera invitación a vivir la caridad en su máxima expresión. "El signo de la santidad consiste en cumplir este nuevo mandamiento, que avanza sobre el antiguo", afirma, subrayando que el amor que Jesús propone es radicalmente distinto al amor del mundo.
El arzobispo explica que la misericordia alcanza su cima en el perdón a los enemigos. Así como Dios perdona generosamente, los hombres están llamados a hacer lo mismo. En este sentido, el amor se convierte en el camino hacia la paz interior y la santidad, algo que solo es posible si la propia libertad está orientada por la gracia divina.
En ese contexto, el arzobispo emérito de Corrientes reflexiona también sobre la pobreza cristiana, que no es una carencia, sino un don perfecto de amor, siguiendo el ejemplo de Jesús. "Jesús no se hace el pobre, es pobre. Pobre es quien todo lo da", destaca, invitando a los fieles a vivir esta pobreza no como una limitación, sino como una expresión del amor total que se ofrece sin reservas.
Finalmente, el prelado resalta que, aunque el mundo muchas veces contradice este mandamiento del amor, los cristianos deben superar las relaciones superficiales y construir una auténtica espiritualidad basada en el amor fraterno, siguiendo el ejemplo de Cristo.
Texto completo de las sugerencias
1.- El amor sin límites. Las Bienaventuranzas logran su perfección en la caridad. Sorprende que las exigencias del precepto evangélico del amor, no tenga límites. A los enemigos no se los puede odiar, al contrario: "Pero yo les digo a ustedes que me escuchan: Amen a sus enemigos, hagan bien a los que los odian. Bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que difaman". (Lucas 6, 27-28) No son excesos literarios del lenguaje evangélico. Jesús es muy preciso y no deja márgenes para el entendimiento de lo que enseña. A veces su auditorio no entiende o mal entiende lo que el Señor dice. No obstante, no edulcora la verdad para preservar su imagen ante el pueblo. Ha pasado a ser un clásico el difícil momento que debió atravesar cuando anunció la Eucaristía. No achica la verdad de que su carne y sangre son la comida y la bebida. Repite el mismo concepto ante la incomprensión de muchos de sus seguidores que, al no entender, dejan de acompañarlo. Se arriesga y desafía a quienes, sin entenderlo aún, permanecen a su lado: "¿Ustedes también quieren irse?" Pedro, en nombre de sus condiscípulos, renueva su fe en el Maestro y recibe la confirmación de la verdad que escandaliza a muchos, que hasta el momento, se consideraban sus discípulos: "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes". (Juan 6, 53) Pero, lo más humanamente indigerible de su enseñanza consiste en corregir la antigua legislación: "Ustedes han oído que se dijo: Amarás tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos?" (Mateo 5, 43-44) El signo de la santidad consiste en el cumplimiento de ese nuevo mandamiento, que avanza sobre el antiguo. Es fácil y reconfortante amar a los amigos pero, es humanamente imposible amar a los enemigos y ofrecerles una bendición a cambio de sus maldiciones. El mismo Jesús y sus imitadores, los mártires, ruegan por quienes son los ejecutores de sus dolorosas muertes. De esa manera, llevan el perdón a sus injustos jueces, en virtud del mandamiento nuevo del amor.
2.- El perdón a los enemigos. La misericordia es hija del amor, y su cumbre es el perdón a los enemigos. Así hace Dios con nosotros, a pesar de los grandes y múltiples pecados que hayamos cometidos. Lo importante es que deseemos ser perdonados, mediante un sincero arrepentimiento. El mandamiento nuevo - que llega al perdón de los enemigos - atrae sobre quienes lo cumplen el amor divino que perdona los pecados: "Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso". (Lucas 6, 36) Si amamos a nuestros enemigos, hasta el perdón generoso, podemos estar seguros de que Dios nos perdona. Es la garantía de estar en gracia de Dios, y de haber sido absuelto de todos nuestros pecados, incluso de aquellos que no recordamos haber confesado, o de cuya gravedad no somos plenamente conscientes. Nosotros confesamos todo lo que vemos y Dios perdona todo lo que Él ve (absolutamente todo). Este pensamiento consuela nuestro espíritu atribulado por las inseguridades y escrúpulos. El amor a Dios disipa las tinieblas del temor y despeja el sendero a la santidad. Se produce la paz, que el mundo no puede dar, y que, a su vez, pone a quienes la reciben en condiciones de ser testigos y transmisores de paz. Es admirable el efecto del amor de Dios, amor abnegado, capaz de llegar a los enemigos y a quienes nos persiguen y calumnian: "Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso. No juzguen y no será juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados. Den y se les dará". (Lucas 6, 36-38) Aunque el don de Dios es gratuito, siempre reclama el esfuerzo personal de merecerlo. Las palabras de Jesús no dejan margen a equívocos. El llamado explícito a la conversión, incluye ese esfuerzo personal que, ciertamente, resulta de un ejercicio de la libertad saneada por la gracia de Cristo. No estamos exentos, como María no lo estuvo, de prestar nuestro consentimiento a la acción artesanal del Espíritu. Más aún, Dios todopoderoso subordina "lo único Necesario" a nuestro débil y necesario consentimiento: "Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho". (Lucas 1, 38) Dios solicita, a la humilde y santísima María, su consentimiento, para que su Hijo divino se haga hombre y sea nuestro Salvador. La gracia es gracia y no depende de nuestra habilidad para lograrla. Es preciso el aporte personal de nuestro consentimiento.
3.- Jesús no se hace el pobre, es pobre. En ese "sí" a Dios, atendiendo su llamado a la conversión, la persona humana, completamente libre, se hace cargo de su misión de ser "síntesis del universo creado": (GS 14 ? del Concilio Vaticano II) La Iglesia lo convierte en contenido de su solemne Magisterio. De esa manera escuchamos y aprendemos lo que no sabemos, y comenzamos a vivir en santidad, de la que estábamos tan lejos por causa de nuestros pecados. Jesús afina su enseñanza para que la santidad no sea una formula religiosa abstracta. El Divino Maestro demuestra cómo se debe comportar quien se dispone a seguirlo. La heroicidad, que implica ese seguimiento, destruye los mezquinos esquemas que el mundo adopta habitualmente. Romper "esquemas" apunta a la exhortación del Señor, que es la base de ese seguimiento: "Entonces Jesús dijo a sus discípulos: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga". (Mateo 16, 24) Su vida heroica de fidelidad al Padre, ofrece, a quienes creen en Él, el modelo único para toda vida cristiana. Santos, como Santo Domingo de Guzmán, meditaban continuamente el Santo Evangelio, con el propósito de reproducir en sus vidas a Quien el mismo Padre propone como modelo. San Francisco de Asís es un calco fiel del Cristo pobre, humilde y dócil a la voluntad de su Padre. En esa virtud se produce una verdadera síntesis de vida virtuosa. Es preciso aprender de Jesús pobre. Desde una perspectiva evangélica, la pobreza no es una carencia; es una transparencia de lo que causa el amor de Dios. Cristo no se hace el pobre, es pobre. Pobre es quien todo lo da. Dios Padre es modelo de la auténtica pobreza porque, dándonos a su Unigénito, da todo lo que tiene: "Si, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único". (Juan 3, 16) Es en Quién se nos revela el amor auténtico y, la exhortación a imitarlo: "Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo". (Mateo 5, 48) La perfección de Dios se expresa en la pobreza, como don perfecto de su amor. Jesús, adoptando la pobreza como don de sí, es el ejemplo, en carne humana, del amor entrañable de Dios al mundo. En Él hallamos la perfección - la pobreza, y la cruz ? don impresionante del amor de Dios. Pablo, y todos los santos, caen de rodillas ante la Cruz, profundamente afectados por esa manifestación extrema del Amor.
4.- El mundo contradice el mandamiento del amor. Nos encontramos en un mundo donde el amor no llega a sintonizar con los valores evangélicos. El odio y el desinterés por el bien común se hallan enquistados en ciertas versiones del amor, contrapuestas e irreconciliables. Al leer los Evangelios, advertimos que la ejecución delas relaciones entre las personas se halla en oposición con las enseñanzas de Jesús. El nuevo mandamiento del amor encuentra que, en el mundo, se piensa y obra contradiciéndolo. Más aún, se lo considera absurdo e impracticable. Amar a los enemigos y ofrecerles la otra mejilla, no encaja con las relaciones humanas, como las entiende el mundo. La mera práctica de la socialización no logra conformar una auténtica espiritualidad cristiana. Es preciso superar el buen trato, convirtiéndolo en una relación de amor fraterno, que logre la perfección del Padre celestial. Cristo la hace posible mediante su Muerte y Resurrección.