"La exclusión de Dios, revelado en su Hijo encarnado, constituye la causa de los más aberrantes ataques contra la dignidad de la persona humana", advirtió el arzobispo emérito de Corrientes.
Monseñor Domingo Castagna, arzobispo emérito de Corrientes, en sus sugerencias para la homilía del próximo domingo, destacó que "la Palabra de Dios estimula la vivencia auténtica de la fe" y aseguró que, "a través de Ella, la gracia nos capacita para mantener la fidelidad a su amoroso reclamo".
"Cuando nos distraemos de la Palabra, aún con los entretenimientos más inocentes, experimentamos una especie de desazón", señaló.
"La vivencia de la fe nos conduce a situar a Dios en el centro de nuestras preferencias", sostuvo.
El arzobispo consideró que "son insuficientes los breves momentos dedicados a la oración y a la meditación".
"¡Qué poco generosos nos reconocemos al dedicar, a regañadientes, una hora semanal a la celebración dominical!", lamentó.
"Es preciso pensar en Dios como centro y referencia principal en un mundo descentrado de 'lo único Necesario'", profundizó.
Monseñor Castagna manifestó que "creemos ganar al definir nuestra libertad cuando nos independizamos de Dios", y exclamó: "¡Cuán lejos estamos del logro de nuestra tan apreciada dignidad!"
"Nuestra sumisión a Dios nos define como personas y hace posible el logro de nuestra auténtica libertad. La exclusión de Dios, revelado en su Hijo encarnado, constituye la causa de los más aberrantes ataques contra la dignidad de la persona humana", concluyó.
Texto completo de las sugerencias
1. Lección de humildad. Sin desestimar la generosidad de Santiago y Juan, Jesús les ofrece una gran lección de humildad, extendida a los otros discípulos. El mayor en el Reino de Dios es el menor de todos y el servidor, rendido a los pies de sus hermanos. De esa manera, trasciende la mezquindad de quienes pretenden estar sobre los otros. A Jesús no le concierte la ubicación de sus apóstoles en el Reino. Es atribución del Padre Celestial. Lo principal es la fidelidad de cada discípulo, hasta beber el cáliz amargo de la pasión. Cristo desea a esos amigos junto a Él, en la derecha del Padre. Cada uno de ellos bebe del mismo cáliz y recibe el mismo bautismo. Son las metáforas que Jesús utiliza para anunciar su doloroso martirio en la Cruz. El texto evangélico, que la Iglesia propone, ofrece la posibilidad de revisar nuestras prioridades. Nuestra fe, que nos pone en seguimiento de Cristo, descorre el velo de la enseñanza principal del Maestro. Existe una resistencia, de difícil resolución, que paraliza todo movimiento a la santidad. Se refiere a la auténtica pertenencia al Reino de Dios. Los grandes, en el Reino, no son quienes ostentan títulos y privilegios, sino los que se hacen pequeños y pobres con Jesús. Son quienes se postran ante los más humildes hermanos, en el gesto conmovedor de lavarles los pies. San Francisco de Asís imita a Jesús, cuidando a los leprosos y creando con sus seguidores una auténtica Fraternidad. Jesús señala, con sus actitudes, el camino que conduce a la construcción de un mundo nuevo, diverso del intentado por los hombres. La humildad y la pobreza de espíritu constituyen la amalgama que une las piedras de la verdadera edificación del Reino de Dios. No existe otra forma de lograrlo; otras alternativas, aparentemente útiles, terminan en el fracaso. El lenguaje de Jesús no ofrece margen a otra posibilidad que no esté fundada en la humildad, que a Él lo caracteriza. El corazón pobre es fruto de una virtud, no de una carencia de bienes. La Iglesia no promueve una especie de "pobrismo" sociológico, degradante e injusto.
2. Santiago y Juan no son aún pobres. Aquellos discípulos, quizás carentes de bienes, no son aún pobres: ambicionan ocupar puestos de privilegio en el Reino de los cielos. La ambición de ser importante expresa una ausencia de humildad, opuesta al espíritu del Evangelio. El propósito de ocupar los primeros lugares se introduce subrepticiamente en los espacios más destacados de la organización eclesial. Ciertamente, de quienes son humildes es el Reino de los Cielos. El Reino resume todos los valores que el Padre nos ofrece, como recompensa si lo amamos, como Jesús lo ama. Todo el Evangelio, como Palabra de Vida, es presentado por la Iglesia, para que perseveremos en su continua contemplación. Es el alimento sustancioso, que nutre nuestra espiritualidad, cualquiera sea la responsabilidad que debamos asumir, tanto en la sociedad y como en la Iglesia. El Papa Francisco se ha propuesto iniciar la causa de beatificación del Rey Balduino de Bélgica. Su compromiso con su pueblo, desde la fe, lo presenta fiel a los valores cristianos. La humildad expresa un desapego del propio encumbramiento, en favor de los hermanos más desamparados. Estos son los criterios que rigen las decisiones de los santos. Cristo, sin apartar su mirada de la situación de quienes exhiben poder, como si fueran dueños, contrapone, a ese comportamiento, su propia forma de ejercer la autoridad: "Porque el mismo Hijo del hombre no vino a ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud" (Marcos 10, 45). No está bien que se oculte esta enseñanza detrás de la siguiente expresión: la autoridad es servicio o no es autoridad. Es la autoridad del Pastor que da su vida por sus ovejas. Los que intentan acceder al ejercicio del poder, ¿entienden así la autoridad que asumen? Pregunta que espera, como respuesta, un compromiso generoso e inmediato. En la Iglesia, debe exponerse esta verdad de manera profética. Quienes tienen la misión de conducir el rebaño de Cristo, deben comportarse como verdaderos servidores y, por lo mismo, como los últimos y más pequeños. La práctica de esta verdad incluye aceptar la marginación y el olvido del mundo. Los consejos de Jesús se orientan a elegir los últimos puestos en el banquete de la Vida. Difícil verdad a aprender, entre tantas verdades relativas. Las pretensiones bien intencionadas de Santiago y Juan dieron lugar a que Jesús les revelara una nueva perspectiva de vida.
3. La vida cristiana es intimidad con Cristo. Los Apóstoles, menos Iscariote, asimilan la enseñanza y deciden ser coherentes en su comportamiento ministerial. Así los veneramos entre los santos y acudimos a su intercesión. Lo que aprenden de Jesús, lo transmiten a la Iglesia, sobre ellos fundada. El depósito revelado, también hoy custodiado por ellos, constituye todo el contenido de la fe. Alejarse del mismo es caer en el error y romper la comunión con la Iglesia de Cristo. Esta convicción de fe alienta la dura lucha por la evangelización. Supone una sincera conversión a la persona de Jesús. La vida cristiana constituye el desarrollo de la intimidad con Él. Como le ocurrió a Pedro, la responsabilidad de la difusión del Evangelio, como Verdad, será fruto y respuesta al Maestro, que así le pregunta: "¿Me amas?". La debilidad en la acción evangelizadora, corresponde a la ausencia de una generosa respuesta a esa pregunta. El frágil Pedro constituye el ejemplo, que debe observar cada bautizado, al decidir ser coherente y confiar, no en la propia capacidad, sino en el poder de Cristo. Todo, en la Iglesia -Palabra de Dios y Sacramentos- contribuye a que los creyentes contagien la fe a un mundo dañado por la incredulidad. La profesión de amor de Pedro, misteriosamente triplicada, es el secreto de la fecundidad del ministerio que Cristo le confía: "Apacienta mis ovejas". Aunque afecta principalmente a los ministros sagrados, involucra a todos los bautizados. La responsabilidad evangelizadora concierne a todos los cristianos, básicamente por igual. Cierto "clericalismo" excluye a algunos, tildados de "simples cristianos" o "de a pie". Se ha producido un oportuno cambio a partir del Concilio Vaticano, y su actualizada visión eclesiológica. El mismo, fiel a la Palabra y a la Tradición, se mantiene alerta y enfrenta los mayores desafíos de la actualidad. Ciertamente el Espíritu Santo, que -desde Pentecostés- anima a la Iglesia ("como su alma") es el garante de su indefectibilidad. Habrá mucho que rezar, pensar y enseñar aún. El mundo actual necesita que la Iglesia lo ilumine mediante su Magisterio y el testimonio de sus santos. Es trágico salirse de lo que la Iglesia, por voluntad de su Fundador, es para el mundo. Y lo será siempre, cualquier sea el contexto cultural que la desafíe.
4. La centralidad de Dios. La Palabra de Dios estimula nuestra vivencia auténtica de la fe. A través de Ella la gracia nos capacita para mantener la fidelidad a su amoroso reclamo. Cuando nos distraemos de la Palabra, aún con los entretenimientos más inocentes, experimentamos una especie de desazón. La vivencia de la fe nos conduce a situar a Dios en el centro de nuestras preferencias. Por lo mismo, advertimos que son insuficientes los breves momentos dedicados a la oración y a la meditación. ¡Qué poco generosos nos reconocemos al dedicar, a regañadientes, una hora semanal a la celebración dominical! Es preciso pensar en Dios como centro y referencia principal en un mundo descentrado de "lo único Necesario". Creemos ganar al definir nuestra libertad cuando nos independizamos de Dios ¡Cuán lejos estamos del logro de nuestra tan apreciada dignidad! Nuestra sumisión a Dios, nos define como personas y hace posible el logro de nuestra auténtica libertad. La exclusión de Dios, revelado en su Hijo encarnado, constituye la causa de los más aberrantes ataques contra la dignidad de la persona humana.