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Mons. Castagna: '"La Pascua, el encuentro con la Verdad"

El arzobispo emérito de Corrientes señaló que la obligación de los cristianos es "presentar a Cristo como es, sin deformaciones: el Hijo de Dios y de María; que está junto al Padre y entre nosotros".



El arzobispo emérito de Corrientes, monseñor Domingo Castagna, aseguró que, “al celebrar la Pascua, hacemos realidad el encuentro con la Verdad, buscada ansiosamente”.



“Cristo, en su actual estado de resucitado, es la Verdad que hace posible el logro de toda verdad”, sostuvo en sus sugerencias para la homilía dominical.



“El pecado, que incapacita a quienes intentan un sendero que conduzca al éxito, inficiona los más brillantes proyectos”, planteó, y señaló: “Lo advertimos en los reiterados fracasos de quienes excluyen el encuentro con Jesús”.



“Será nuestro aporte presentar a Cristo como es, sin deformaciones: el Hijo de Dios y de María; que está junto al Padre y entre nosotros. Vivir de la fe es estar pendientes de Él como enamorados”, concluyó.



Texto de las sugerencias



1.- Cristo es el Hombre perfecto. Jesús abre a sus discípulos su intimidad. En ella podrán - ellos mismos - encontrar su semblanza apostólica. Es la misma Verdad, que se revela en su carne - y nuestra - y que todos deben reconocer para llegar a la perfección. Cristo es el Hombre perfecto. La Resurrección le otorga la potestad de transmitir su personal perfección: “Me han concedido plena autoridad en cielo y tierra”. (Mateo 28, 18) Para ello, es necesario unirse a Él, como los sarmientos a la vid. El amor logra esa unión, un amor que se expresa en la obediencia a sus mandatos: “Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, lo mismo que yo he cumplido los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”. (Juan 15, 10) De esta declaración, de extraordinaria transparencia, se concluye que si el amor no es obediencia, no es amor. El estilo evangélico excluye toda vana declamación. Jesús se presenta a sus discípulos como un ejemplo a seguir. Permanecer en su amor es cumplir sus mandamientos. El esfuerzo ascético de los cristianos se concentra en cumplir los mandamientos de Cristo y permanecer en su amor. La causa de los pecados, y de su reiteración, es la carencia de amor a Dios. Es preciso superar ese escollo. Sin amar a Dios es imposible cumplir los mandamientos. El Amor de Dios es el Santo Espíritu derramado en los corazones creyentes. Es allí donde - y por su causa - se produce la gracia capacitadora de las virtudes cristianas. Los maestros de la espiritualidad afirman que es imposible la práctica de las virtudes sin la gracia del Espíritu Santo. La expresión del Apóstol Pablo se ha convertido en un clásico: “Gracias a Dios soy lo que soy, y su gracia en mí no ha resultado estéril, ya que he trabajado más que todos ellos; no yo, sino la gracia de Dios conmigo”. (1 Corintios 15, 10) La Iglesia y el mundo necesitan, con urgencia, volver y encontrarse con Cristo. Para ello, como entonces Juan, Pablo y los Apóstoles, sus actuales dirigentes, están urgidos a vivir intensamente la experiencia del amor a su Señor y Salvador. Es éste el tiempo de una acción manifiesta de los santos.



2-. El Don del Espíritu y los sacramentos. El Espíritu de Pentecostés suscita a los santos que la Iglesia y el mundo necesitan. Cada época de la historia humana presenta nuevos desafíos a la gracia del Espíritu, que, desde el lejano y aún vigente Pentecostés, prosigue su obra santificadora. Ya que “en el Reino de los cielos, los más importantes no son los ministros sino los Santos” (San Juan Pablo II). La santidad es la obra artesanal del Espíritu Santo. Cristo resucitado, al saludar a sus asombrados discípulos, les transmite el Espíritu que lo une y hace igual al Padre. Hoy, como entonces, el Señor Jesús infunde el Divino Espíritu. Lo hace mediante los signos, que administra la Iglesia por Él fundada. Los sacramentos son “signos visibles y eficaces de la gracia”. No existe otra forma de recibir la savia de la Vid - la gracia de Cristo - que los signos que Él ha elegido. La fe nos otorga la capacidad para una provechosa celebración de cada uno de los siete sacramentos. En cada uno de ellos es el mismo Cristo quien actúa la salvación. Entre ellos, el más insigne, lo revela corporalmente presente, como alimento y objeto de nuestra personal adoración. Es la Eucaristía. El decide prolongar el anonadamiento de la Encarnación hasta ese impensable extremo. Todos los sacramentos, particularmente el Bautismo y el Orden sagrado, convergen en la Eucaristía: “La Eucaristía es “fuente y cima de toda la vida cristiana” Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua”. (Catecismo de la Iglesia Católica – 1334) ¡Qué gozo profundo causa saberlo allí presente! La suya no es una presencia simbólica sino real, aunque se valga de los signos del pen y del vino para expresarse. Es Cristo mismo prolongando su impresionante ofrenda de amor. De una vez para siempre, en obediencia al Padre, derrama su sangre en la Cruz para redimirnos. La exhortación “a comer su carne y a beber su sangre”, mediante la comunión eucarística, es indispensable para recibir la Vida eterna. Quienes, por motivos comprensibles, no pueden acceder al Sacramento, disponen de la alternativa de desear a Jesús, mediante la fe, como el “Pan bajado del Cielo”. Jesús se interna en los corazones deseosos y bien dispuestos, y alimenta su fe y su caridad.



3.- El testimonio de la santidad. La predicación y la catequesis exigen una continua renovación. Son las formas tradicionales que concretan la transmisión de la Palabra, sin las cuales Cristo no es presentado ni conocido como salvación. Es una grave responsabilidad, que afecta principalmente a quienes desempeñan el ministerio sagrado. De su continua actualización depende la pureza de la enseñanza, que deben impartir. Incluye - en los ministros - una vida de fe intensa, que conduce hacia Quien es la Palabra encarnada. Son inseparables en la vida apostólica, para que la evangelización logre la conversión de las personas, hoy tan alejadas de la gracia. Jesús es modelo de transparencia y, su comportamiento humano, ofrece un testimonio accesible a quienes lo observan y escuchan. Así deben ser sus Apóstoles y sucesores. Cuando les encomienda la misión - que había recibido de su Padre - los exhorta a ser como Él: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me envió, así yo los envío a ustedes”. (Juan 20, 21) “Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy tolerante y humilde de corazón…”. (Mateo 11, 29) La santidad consiste en asemejarse a Jesús, sean simples fieles o constituidos en ministros sagrados. Es el aporte que la Iglesia debe ofrecer al mundo. Lo demás es añadidura, que desfigura su verdadera imagen. Una institución poderosa, que confía en la economía y en la política por sobre la gracia del Espíritu, no es la Iglesia de Cristo. Siendo evangélicamente pobre, desempeña la misión de inspirar la “pobreza de corazón”, como presupuesto para la salvación, a quienes deseen vivir, sinceramente, en la Verdad. No existe persona que, en sus momentos de mayor sinceridad, no quiera saber qué es la verdad. El ejemplo más clásico es el de Poncio Pilatos: “Tú lo dices. Yo soy rey: para eso he nacido, para eso he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Quien está de parte de la verdad escucha mi voz. Le dice Pilato: ¿Qué es la verdad?”. (Juan 18, 37-38) El Demonio es un embustero y engaña a Eva y a Adán. La mentira sigue siendo hoy una artimaña diabólica. Se ha difundido en los círculos más significativos de la sociedad. Se origina en el interior de sus protagonistas, hasta imponerse como si fuera la verdad. Superar la mentira incluye recibir la verdad de quien es la Verdad. Pilatos, como sus réplicas modernas, quiso saber qué es la verdad desconociendo a Cristo - la Verdad presente – al condenarlo injustamente a muerte. En esa búsqueda incesante, a veces honesta, debe producirse el encuentro y aceptación de Cristo: la Verdad encarnada.



4.- La Pascua, el encuentro con la Verdad. Al celebrar la Pascua hacemos realidad el encuentro con la Verdad, buscada ansiosamente. Cristo, en su actual estado de resucitado, es la Verdad que hace posible el logro de toda verdad. El pecado, que incapacita a quienes intentan un sendero que conduzca al éxito, inficiona los más brillantes proyectos. Lo advertimos en los reiterados fracasos de quienes excluyen el encuentro con Jesús. Será nuestro aporte presentar a Cristo como es, sin deformaciones: el Hijo de Dios y de María; que está junto al Padre y entre nosotros. Vivir de la fe es estar pendientes de Él como enamorados.+

HOMILÍA MONS. CASTAGNA PASCUA

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