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Mons. Castagna: "Una Iglesia santa en sus miembros"

"La Iglesia, para cumplir su misión evangelizadora, en medio de la dispersión que el pecado ha causado, necesita santos", sostuvo el arzobispo emérito de Corrientes.



El arzobispo emérito de Corrientes, monseñor Domingo Castagna, recordó que "Jesús insiste en la necesidad de la pobreza de corazón" y explicó es por eso que "Dios exalta a los humildes, mediante la santidad. Es el mayor bien que reciben de sus manos".



"Por ello, el principal propósito de Dios es santificarnos. La Iglesia, para cumplir su misión evangelizadora, en medio de la dispersión que el pecado ha causado, necesita santos", sostuvo.



El arzobispo recordó que san Juan Pablo II ya afirmaba: "El mundo espera de los cristianos el testimonio de la santidad".



"Su vigencia cobra una actualidad innegable. El criterio, para la elección de quienes deben desempeñar una misión pastoral de responsabilidad, no es el prestigio académico o cierta capacidad de gobierno, sino el empeño sincero por ser fieles a la acción santificadora de Dios", diferenció.



"Consiste en obedecer la voluntad de Dios que, en la mente del Apóstol San Pablo es la santidad: 'la voluntad de Dios es que sean santos'", concluyó.



Texto de la sugerencia



1. El Camino conduce a la Verdad y a la Vida. La severidad con que Jesús formula las exigencias morales de la Palabra, que Él encarna, es habitual en su relación con sus oyentes. No busca caer bien, dice las cosas como son, sin los desabridos edulcorantes que utiliza el mundo para esconder sus verdaderos propósitos. La honestidad, francamente confrontada con el error, le otorga una singular autoridad. La severidad de sus expresiones está avalada por su virtud, que lo identifica como la Verdad: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Juan 14, 6). No es fanatismo religioso el propósito de considerar a Cristo como la Verdad. Imitando su honestidad, es preciso que no nos creamos inventores de la Verdad: que, únicamente Dios formula, en su Verbo encarnado. El mundo tendrá que considerar en Cristo la Verdad, de tal modo que, quienes decidan responder a ella, tendrán que imitar la vida ejemplar del mismo Señor. La pobreza, la obediencia a la voluntad del Padre, que incluye aceptar la Cruz humillante y extremadamente dolorosa. Cristo es la expresión del amor de Dios: "Porque Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna" (Juan 3, 16). La conmovedora liberalidad de Dios, se hace efectiva mediante el don de Sí mismo, en su Hijo divino. Nuestra respuesta necesita revestirse de su bondad y ternura de Padre. Su amor, capaz de purificarnos de nuestras más grandes miserias, suscitará en nosotros los sentimientos de ternura y arrepentimiento. Contemplar el doloroso espectáculo de la muerte de Cristo en la Cruz, debiera enternecer el corazón del más insensible de los pecadores. Las exigencias ascéticas del Evangelio responden al amor que Dios nos revela en el cruento drama de la Cruz. A tanto amor, nuestra respuesta debe ser un sincero acto de fidelidad. No existe margen al reclamo impresionante del hecho sangriento de la Cruz. Ver a Jesús desangrarse y morir, entre indecibles tormentos, impacta nuestros corazones y nos invita a una respuesta que, inexorablemente, converge en la santidad.



2. Cristo es el Hombre que Dios quiere de los hombres. Jesús abre una nueva perspectiva, ante la pretensión de sus discípulos, que ven con malos ojos a quienes, sin pertenecer a su grupo, obran milagros en Nombre del Señor. Entiende que la acción de la Palabra trasciende el selecto sector de personas que afirman creer en Él. También hoy nos sorprenden algunas personas que practican los valores cristianos sin pertenecer formalmente a la Iglesia. En cambio, se produce una contradicción en quienes recitan dominicalmente el Credo sin practicarlo. Son verdaderos "ateos", que afirman tener fe, pero, que la niegan con su comportamiento. Predicar el Evangelio es infundir sus valores en quienes están dispuestos a practicarlos. Tal contradicción se comprueba en muchos de quienes juran sobre los Santos Evangélicos para contrariarlos en el ejercicio de la responsabilidad que asumen. Necesitamos creyentes en serio. La frivolidad invade los espacios más importantes de la vida humana, también el ocupado por la fe religiosa. Finalmente debemos aprender de Dios a ser sus hijos. El modelo excelente de nuestra filiación es Cristo, el Hijo muy amado. Su obediencia al Padre, llega al extremo de la Cruz, de esa manera -como Hombre nuevo- se constituye en el ideal que todo ser humano debe alcanzar. El mundo presenta diversos y seductores "modelitos", que no hacen más que deformar al modelo original. Cristo es el verdadero Original, al que todo hombre -y mujer- debe referir su intento de perfección. Ciertamente, "Cristo es el Hombre que Dios quiere de los hombres". Recordamos que su identidad exhibe dos aspectos que lo definen: Hijo de Dios y Hermano de los hombres. Filiación divina y fraternidad humana: los aspectos fundamentales que nos identifican como personas, semejantes a Jesús. De esa manera, y únicamente así, logramos la perfección de nuestra condición humana. Por lo tanto el intento de llegar a la perfección no se resuelve excluyendo a Cristo: Hijo del Padre y Hermano de los hombres. No obstante, aparecen hombres y mujeres que se aproximan a ese ideal, y es muy acertado que los identifiquemos y reconozcamos sus virtudes. La fe, no sólo facilita, sino que posibilita reconocer a Cristo como modelo de vida, para quienes se decidan ser auténticas personas. ¡Qué distantes están muchos contemporáneos de ese modelo de vida!



3. Los buenos cristianos son los santos. Confiados en el poder de Cristo, es preciso proponerlo como el Camino, la Verdad y la Vida. Cuanto mayor es la oposición interpuesta por el mundo, mayor e insistente debe ser el esfuerzo pastoral por presentarlo como Salvador. La timidez, infundida por el maligno, parece dominarlo todo, y presentar -a los evangelizadores- como seres confundidos y débiles difusores de la Palabra. Cada creyente, seriamente convencido de lo que afirma creer, está urgido a ser testigo de Cristo, que ha llegado a su vida por la predicación apostólica. Esa recepción y devolución constituyen el verdadero secreto de la evangelización, reclamada con angustia, por este mundo sin rumbo. No olvidemos que la santidad de los evangelizadores garantiza el éxito de toda acción pastoral. Si nuestros contemporáneos no experimentan el impacto del Evangelio en la vida, será por falta de auténticos testigos. Son los santos, de diversas edades y culturas, pero adheridos a la persona de Cristo. Es clásico el ejemplo de Pedro, confrontado por el Señor resucitado con una simple pregunta: ¿Me amas? El amor a Dios, en la persona de Cristo, constituye la condición para el desempeño de la misión evangelizadora, que compromete a todo bautizado. La concepción errónea de que los "santos" son, los canonizados exclusivamente por la autoridad suprema de la Iglesia, crea una imagen inalcanzable de la santidad. No obstante, la santidad -obra artesanal de Dios- es el cumplimiento normal de la vocación bautismal. Obliga a todo bautizado: varón y mujer, niño, joven y anciano, constituido en autoridad o de muy humilde condición social. La respuesta a ese llamado expone a la acción santificadora del Divino Espíritu, por cuya infusión Dios hace a los santos. Lo importante es dejarlo hacer: ofrecerle nuestra libertad, saneada por la virtud regeneradora del Bautismo. La vida cristiana consiste en el cumplimiento de esa vocación, a partir de la conversión, asistida por los medios sacramentales que dispensa la Iglesia. La humildad deja hacer a Dios para que prevalezca su acción santificadora, hasta la práctica de las virtudes heroicas. La Palabra y la Eucaristía, abarcan todos los medios que la Iglesia pone a nuestra disposición. Si los descuidamos, Dios se resigna a no hacer en nosotros lo que desea hacer. En los santos conocidos, por haber sido propuestos por la Iglesia como modelos e intercesores, hallamos senderos firmes para una vida santa.



4. Una Iglesia santa en sus miembros. Jesús insiste en la necesidad de la pobreza de corazón. Porque Dios exalta a los humildes, mediante la santidad. Es el mayor bien que reciben de sus manos. Por ello, el principal propósito de Dios es santificarnos. La Iglesia, para cumplir su misión evangelizadora, en medio de la dispersión que el pecado ha causado, necesita santos. Ya lo ha afirmado San Juan Pablo II: "El mundo espera de los cristianos, el testimonio de la santidad". Su vigencia cobra una actualidad innegable. El criterio, para la elección de quienes deben desempeñar una misión pastoral de responsabilidad, no es el prestigio académico o cierta capacidad de gobierno, sino el empeño sincero por ser fieles a la acción santificadora de Dios. Consiste en obedecer la voluntad de Dios que, en la mente del Apóstol San Pablo es la santidad: "La voluntad de Dios es que sean santos" (1 Tesalonicenses 4, 3).

HOMILÍA MONS. CASTAGNA

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