Opinión del Lector

Odiaba a los movimientos sociales

En julio me invitaron a la inauguración del Complejo de Deportes que el Movimiento de Trabajadores Excluidos de Mar del Plata construyó, con la financiación del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación para un polo educativo de la DGCyE en el barrio Villa Evita de Mar del Plata. Haber participado de ese acto rodeado de la comunidad educativa, de los trabajadores de la economía popular y de niños y vecinos que se acercaron al lugar fue un auténtico soplo de frescura en una fría campaña electoral.

El MTE de Gral. Pueyrredon tiene cuatro mil familias, presencia en veintidós barrios y está organizado en trece ramas de empleo. Las más importantes, además de construcción donde hay más de trescientos cincuenta trabajadores, son las de espacios públicos y la rural, con doscientos cincuenta y quinientos trabajadores cada una.

Hace unos días el MTE inició la construcción de la Casa de la Mujer, un Jardín Maternal y un Polideportivo que se articulará a las otras instalaciones deportivas ya existentes en el barrio El Martillo, donde iniciaron todo con la toma de las viviendas en el 2009. Y hay más, porque desde el año pasado construyen sesenta y cuatro viviendas en Villa Evita junto a otras organizaciones sociales, y además llevan a cabo obras más pequeñas en otros puntos de la ciudad.

Y luego de haber escuchado las emotivas palabras del máximo referente del MTE, Gabriel “Paco” Lema, supe que había una historia que debía ser contada.

Lo conocí en diciembre, cuando acordamos la puesta en marcha de uno de los Centros Socioeducativos y Comunitarios que me toca coordinar, en el Comedor “Los sin techito” del complejo de viviendas “15 de enero”, en el barrio El Martillo. Unas pocas semanas después del acto, entre bizcochitos y mate, me senté a escucharlo un rato largo en una de las oficinas donde Paco coordina el intenso trabajo de las cooperativas de la rama construcción del movimiento.

Es un hombre de 35 años, calmo y afable, que vive como relata, no se guarda nada: “Mi mamá se vino de Río Negro cuando ella era adolescente y nunca quiso contar algo de allá. Crió sola cinco hijos, yo soy el tercero, e hizo de todo por nosotros. Mi papá la dejó cuando éramos chicos, era un borracho que terminó colgándose el año pasado, acá cerca. Me acuerdo que como no podíamos alquilar, ocupábamos casas, y luego de unos días, obviamente nos echaban, a veces con mucha violencia. Dormíamos en la calle, nos acovachábamos en cualquier lugar, mangueábamos comida casa por casa para pasar el día.”

“En cuarto grado tuve que dejar la escuela. Cuidaba coches en el Toledo de la avenida 39, y todo lo que juntábamos se lo llevaba a mi vieja. Con mi hermano nos metíamos en el baño del super y comíamos a escondidas unas fetas de salame y una bolsita de pan que sacábamos de las góndolas, con la tapa del inodoro como mesa. A veces, íbamos a la quema y recuperábamos comida que venía con la basura, y teníamos para toda la semana. A los catorce años trabajé en la construcción y también pelando langostinos, pero como era muy chico me reexplotaban. Y un día me tenté y salí a robar con dos amigos del barrio, todos adolescentes. Cuando volví a casa, yo lloraba y lloraba, te lo juro, no lo quería hacer, tenía mucho miedo, pero teníamos hambre. No sabés lo que es eso, y peor cuando tenés edad para poder comprenderlo. Una tarde fuimos a robar al mismo supermercado donde yo había cuidado autos, y justo había un policía de civil y la bala me atravesó rozándome el corazón. Estuve más de un mes internado en el hospital. Al tiempo intenté trabajar, pero no me tomaban en ningún lado. Un día, de nuevo salimos armados con mi amigo en una moto que él había robado un rato antes y nos detuvo la cana sin que llegáramos a hacer nada. Estuve un año y medio encerrado en Dolores. Y ahí me rescaté, nunca más salí a robar.”

“Cuando volví de Dolores, me reencontré con Cintia, que había sido mi novia de la infancia, y nos volvimos a enganchar. Ella ya tenía tres hijas, y al poco tiempo de estar juntos agregamos a Joaquín. Yo fui consiguiendo trabajo estable en la construcción y luego me conchabaron como pintor en un astillero. Primero vivíamos con mi suegra, y luego alquilamos un departamentito en el mismo barrio. Ella era la que se movía en asambleas organizando a la gente, y la arrastraba a Cintia. Yo no quería saber nada con eso, solo quería que mi mujer me atendiera cuando llegaba a mi casa. Era muy machista, hasta la amenacé de que me iba a llevar a los chicos si seguía porque yo odiaba a los movimientos sociales. Una tarde llego de trabajar y no había nadie, y me enteré que habían tomado el plan de viviendas que estaba sin adjudicar a pocas cuadras de casa. Me volví loco, la reputeaba porque el predio estaba todo rodeado por la cana, y ahí estaba metida Cintia, con los chicos adentro. Y en un descuido de la cana, pude meterme para sacarla. Pero salió todo al revés, porque me quedé, y me fui metiendo yo también. Y comprendí que la solución de la pobreza es organizarse y luchar por los derechos. ¿Por qué tengo que tener mi casa a los sesenta años, y enseguida morirme?”

“Hace unos años conocimos a Juan Grabois. No le creía nada, que le va a importar algo de nosotros a este tipo, decía yo. Se ve que soy desconfiado, ¿no? Pero Juan siempre nos consulta y nunca nos pidió nada a cambio, porque nosotros tomamos nuestras propias decisiones. Y finalmente fue él quien nos hizo pegar el salto. Porque no se trata de acumular pobres con planes, nosotros luchamos verdaderamente por trabajo digno. Se trata que desde la economía popular podamos convertir planes en trabajo genuino y sostenible. Eso es lo que queremos.”

“El otro día, yo miraba desde el balcón del gimnasio y me imaginaba lo que nunca viví, o sea me veía a mí jugando ahí al fútbol. Pero claro, eso no existió, porque de chico yo no pude jugar en un lugar techado y bien cuidado porque estaba en la calle cagado de hambre. Y por eso me puse a llorar el día de la inauguración, porque fue mi manera de demostrarle a mi mamá, que estaba ahí, que todo lo que ella hizo para que nosotros viviéramos, valió la pena. Porque por eso hacemos todo lo que hacemos, simplemente para que ningún pibe más pase por lo que hemos pasado la mayoría de nosotros.”



Al escucharlo, me doy cuenta del camino recorrido por Paco, desde el individualismo a lo colectivo, desde el consumismo a la dignidad de los derechos. Y pienso en lo bueno de la justicia social emergiendo desde los mismos sectores populares, articulada con políticas públicas. No se trata de ninguna aberración, sino de Justicia misturada en partes iguales con Igualdad, porque nadie debería poder ser plenamente feliz sabiendo que hay compatriotas que pasan miserias. Ética indispensable para que todos podamos vivir en comunidad.

Autor: Juanjo Lakonich|

Estás navegando la versión AMP

Leé la nota completa en la web