En la Argentina se está acumulando mucho material político inflamable. Quienes creyeron que Javier Milei, una vez alcanzado el triunfo electoral iría virando paulatinamente hacia la “normalidad”. Por el contrario, en cada una de sus intervenciones públicas ha ido incrementando su agresividad y su autoritarismo. Claro que esa es una parte de la “novedad” que ha introducido el presidente en la vida política: la principal es el operativo incesante que apunta a debilitar al estado argentino, a someter su “política internacional” a la condición de repetidora de las consignas norteamericanas en cuanta situación más o menos conflictiva apareciera en cualquier lugar del planeta. El eje del “proyecto” de Milei es, actualizado a la realidad del mundo actual, una continuidad o una “recuperación” de los planes de los gobiernos de la revolución fusiladora de 1955, de Alsogaray, de Krieger Vasena, de Cavallo, del recuperado Caputo…
Pero el triunfo electoral del “anarco-capitalismo” se despliega en un mundo transformado. En un mundo de reactivación de viejos conflictos y de activación de otros más actuales. Milei viene intentando -no sin logros evidentes- alcanzar la condición de propagandista extremo y carente de todo límite ético-político de la visión del mundo de Estados Unidos y la OTAN. Es decir, ha decidido formar parte del sector más activo e influyente de los seguidores del complejo industrial- militar- financiero de la principal potencia mundial.
En otras épocas estos rumbos se sostenían en las supuestas mejoras económicas que traerían al país. Hoy su retórica es fundamentalista: se sostiene en una ética -y hasta una estética según suele decir, “superior”. El uso de ese argumento, que pasó casi desapercibido, incorpora un elemento del que los elencos neoliberal-conservadores anteriores carecieron: es el racismo. No se trata de que, por ejemplo, no hubiera racismo en la dictadura terrorista o en el gobierno de Mauricio Macri: pero ninguna de estas experiencias había empleado la apelación a rasgos de la cultura nacional identificados con aquello que no modifica la instrucción o el trabajo. Que se construye en los vínculos sociales (hoy en “las redes”) y que tiene que ver con la capacidad de compra diferencial respecto de otras con la que cuentan algunas “billeteras”. El modelo del presidente no es la democracia sino la “plutocracia”, el poder de los ricos.
Si se acuerda en estoy se le suma la adhesión de sectores de bajos ingresos, muchos de los cuales son los perdedores mayores en el rumbo económico adoptado, se concluye que el peligro no es el surgimiento de una “nueva derecha” sino de un régimen político distinto. Que en esta novedosa situación surgió por, y con el respaldo de la mayoría electoral. El primer ensayo general de esta nueva etapa fue el gobierno de Macri, pero en condiciones políticas muy distintas a las que surgieron con la pandemia, las inundaciones y gobierno -el de Fernández- que no cumplió con su electorado, claramente encolumnado desde los sectores populares. Meses después del cambio de gobierno seguimos viviendo una situación muy particular en la que la iniciativa está claramente del lado del gobierno. En la que el peronismo, como tal y más allá de lo que tal o cual dirigente procure hacer o decir, vive un período traumático y peligroso para el futuro político. La democracia argentina después de la caída de Perón, tuvo su “apagón democrático” protagonizado por gobierno elegidos en un régimen proscriptivo que casi plenariamente rendían culto a la “economía de mercado”. Pero el signo de toda esa etapa fue la imposibilidad de construir un régimen político eficaz y duradero por la ausencia de un pueblo que lo comprendiera y aceptar.
No por casualidad el presidente y los principales cuadros que lo rodean sostienen la necesidad de una “nueva época”, una tabla rasa que barra con trayectorias colectivas de larga vigencia. Una nueva época presuntamente sustentada en la necesidad de adoptar los modales de los “países exitosos” acercan el rostro de naciones hermanas de nuestra América partidas socialmente y sometidas a la hegemonía política de los grupos económicos internos de más poder e incondicionalmente asociados a Estados Unidos en su cosmovisión política.
Por eso, la cuestión del peronismo, de los sindicatos, de las organizaciones sociales y populares en general está en el centro del proceso en el que hemos entrado. Necesitamos una conversación amplia, masiva, democrática en el interior del pueblo y sus organizaciones. No se trata, como a veces lamentablemente se presenta en algunos sectores de la aparición y/o promoción de “candidatos nuevos” o “partidos nuevos”. Se trata de la plena reconstrucción de una identidad. Y decir “identidad” es decir, al mismo tiempo, diferencia específica, es decir los propósitos, los programas, las prácticas organizativas. Que a todo esto lo estemos llamando “reorganizar el peronismo” no es casual: ese ha sido el nombre que apareció en las últimas décadas cada vez que se reclamó una política popular.
El peronismo no es solamente el nombre de un partido político: es una opción. La recuperación del salario, de los derechos perdidos y amenazados, de la producción, de la industria, del desarrollo tecnológico, en suma, de la unidad nacional y de la independencia es una tarea ardua y difícil, pero urgente. A impulsar antes de que este gobierno se consolide en sus funciones. No es cierto que al pueblo le convenga que este gobierno se “estabilice” o “que tenga éxito”. En los días actuales, cada triunfo parlamentario, mediático o de otro tipo no comporta un éxito nacional sino un peligro mayor.
La posibilidad de la construcción de un sujeto político alternativo tiene varias dimensiones: el de la unidad más amplia posible, que no se agota en las fuerzas que se identifican como peronistas: la perduración de esa identidad, aún en medio de situaciones duras y a veces muy dolorosas tiene su fuente en el corazón popular. En los últimos años el peronismo se ha reconstruido a sí mismo sin que eso fuera el producto de tal o cual decisión partidaria: lo decidió el pueblo y sus organizaciones. Lo adelantó la rebeldía popular-juvenil en las calles en aquel duro diciembre de 2001. Y lo materializó la respuesta orgánica, aunque nunca formalizada en documentos ni declaraciones, ejercida de hecho por Néstor Kirchner y sostenida por la amplia diversidad que en ese momento era el peronismo. Eso llevó a Duhalde a la presidencia. Eso permitió que Kirchner proyectara su imagen popular y lograra la victoria. Aquel peronismo no se reconstruyó “desde adentro” sino, como son los grandes hechos de su historia (el de octubre de 1945, primero y central). El PJ supo ocupar su lugar después de la caída del régimen político que fue la convertibilidad: el lugar de instrumento electoral para asegurar la victoria en el frente que determinan la constitución y las leyes, el del voto popular.
No sabemos si esa historia se volverá a poner en marcha, ni el éxito que pudiera alcanzar. Pero sabemos cuáles pueden ser los obstáculos más importantes. Acaso el sectarismo sea el más difícil de vencer, en el terreno de la propia fuerza y con relación a los potenciales aliados de la empresa de recuperación plena del país. No se puede sostener el repertorio internista y cerrado al pueblo, “invitado” a enterarse a través de los medios de comunicación. Así fue en gran parte de los últimos años. Así, principalmente, se crearon las condiciones para el triunfo de la ultraderecha. Y para evitar que se consolide no hay que soñar con juicios políticos o juicios por insania. Aquello que no se puede explicar en una asamblea popular debe ser desalojado de nuestra práctica política y organizativa. Los/las líderes existen y acaso aparezcan otros. Debe madurar una exposición sencilla y popular y a la vez profunda e inteligente de qué se propone, de modo que no volvamos a navegar sin hoja de ruta, como nos ocurrió recientemente.