Por estos días, el limitado repertorio retórico libertario ha agregado, a su ya clásico “viva la libertad carajo” (VLLC), el más reciente “no la ven”, que haría referencia a un supuesto mayoritario apoyo a las medidas del gobierno en contra de sus propios votantes. “No la ven” choca de frente, como un tren, con todo el repertorio que pre anunciaba una nueva, y catastrófica para los intereses populares, etapa neoliberal.
El que “la vio”, con un poder de anticipación notable, y dejó testimonio de ello, por el ya lejano 2010, es Guillermo Saccomanno. Siempre talentoso (y ácido) para desmenuzar y describir la sordidez y oscuridad del alma humana, y de las sociedades que armamos, ese año se superó a sí mismo con “El Oficinista”.
La novela, que fue entonces premiada por Seix Barral, está más vigente hoy que entonces. Como un buen vino de guarda. O como las profecías de Solari Parravicini. Las páginas de “El oficinista” muestran un mundo apocalíptico, pero a la vez absolutamente cotidiano y verosímil. La tragedia no viene por el lado de las catástrofes naturales ni las guerras nucleares, sino por el de la crueldad intrínseca de un sistema fuera de control.
Es probable que al autor le ayude su capacidad de distanciarse y objetivar. Nacido en el barrio de Mataderos, reside desde hace muchos años en pleno bosque geselino y a uno lo tienta creer que cada visita a la ciudad le permitió observar y registrar, como un antropólogo, los pasos hacia la decadencia.
“El oficinista” es un sujeto que alguna vez fue de clase media, que ahora tiene un salario de subsistencia, que le permite mantenerse dentro del sistema: no ser uno de esos zombies desarrapados que viven, cagan y se reproducen en la calle, a la vista de todos, a tiro de la policía militar, con sus helicópteros artillados y sus… perros clonados.
Saccomanno, a través de esas páginas, profetiza el mundo desigual, de ricos voraces y trabajadores semiesclavizados que intenta construir Milei, todo garantizado por un sofisticado y costosísimo aparato represivo, como el que comanda Patricia Bullrich. En ese paisaje, los perros se clonan y los hombres se embrutecen, hasta volverse cada vez más salvajes y deshumanizados.
Hay otro dato relevante: en “El oficinista”, la gran protagonista es la soledad. Aún cuando hay gente alrededor (compañeros de trabajo, familia, hijos), el otro no existe como tal, salvo en calidad de amenaza, de posible traidor o delator. Obviamente, sin otro no hay articulación, ni posible salida del infierno. Pero, igual de importante, además de que sin otro no hay futuro, el presente se degrada bastante.
Entonces, la pregunta surge de manera natural: ¿será que un sujeto que creció solo, maltratado, en la aridez más absoluta, pretende reproducir en el mundo exterior la aridez y la pobreza de su mundo emocional? La política es multicausal y compleja, pero está incompleta cuando no incorpora, al menos mínimamente, los aspectos psicológicos de sus protagonistas…
Cualquier similitud con “yo veo el futuro repetir el pasado”, del poeta brasileño Cazuza, o los “muchos marines de los mandarines que cuidan por vos las puertas del nuevo cielo”, del Indio, no es casualidad sino unidad de comprensión. Comprensión histórica, agrego.
En este subgenero de la ciencia ficción distópica pero verosímil, el geselino se adelantó una docena de años al largometraje "Crímenes del futuro" de David Cronemberg, y ocho a la miniserie de la BBC "Years and years" (¿para cuándo la segunda temporada?).
Claro, para no ser presa de la última miseria y del aparato represivo que se ensaña con sus portadores, el oficinista debe soportar toda clase de humillaciones. El afuera es invivible, pero el adentro tiene sus costos.
La obra de Saccomanno es mucho más que “El oficinista”. Aunque hay algún aroma a bosque de pino y eucaliptos en casi todos sus textos, dos de ellos están abiertamente dedicados a la ciudad que eligió. "El viejo Gesell", en el que narra la obstinación alocada del pionero, que creó un pueblo para darle su nombre y hacerlo perdurar, en una franaj costera que por momentos se parece al far west, y "Cámara Gesell", que muestra la trastienda de los destinos turísticos.
Sin embargo, desde "El oficinista", parece haber decidido bucear en la oscuridad y el dolor humanos. Se lo ve en la arltiana “Soy la peste”, narrada en primera persona por una especie de Sivio Astier en tiempos de covid- 19, pero también en los libros de cuentos “El sufrimiento de los seres comunes” , “Terrible accidente del alma” y “Cuando temblamos”.
La excepción es “Antonio” (2017), un libro único, en el que la escritura funge como vehículo para transitar el duelo por la partida de un gran amigo, el también brillante “Tano”, Antonio Dal Masetto. Allí, Saccomanno da cuenta de los diálogos que mantiene con el fallecido en sueños, sobre libros, sobre el oficio de escribir y el viejo y eterno temor a quedarse sin palabras, a que se seque la tinta.
Algo que, parecería (hay que tocarse el izquierdo), a Saccomanno está lejos de ocurrirle.