Nuestro mundo de cada día, cada vez más caracterizado por la conflictividad y la incertidumbre como factores constantes y permanentes, nos invita una vez más a reflexionar sobre la totalidad que nos rodea. Este ejercicio no es nada nuevo. Platón en la República y Aristóteles en la Política nos mostraron la crisis de las unidades políticas griegas. Más tarde, Hobbes y Spinoza, en una Europa asediada por el conflicto religioso, escribieron el Leviatán y el Tratado Político.
Locke por su parte en un contexto de revolución inglesa se mostró como el precursor de las libertades civiles. Rousseau y Montesquieu en circunstancias tumultuosas que avizoran un quiebre histórico de las monarquías absolutas, propusieron gobiernos representativos, moderados y sustentados en equilibrio de poderes.
Por su parte Kant, representante del Iluminismo alemán y de la conciencia de la burguesía europea del siglo XVIII, es parte también de un contexto beligerante caracterizado por la Revolución Francesa, su obra la Sobre la Paz Perpetua (1795), deja traslucir su idealismo en su “programa de paz” y en la configuración de una “confederación europea”.
El mundo al que nos enfrentamos hoy, detenta una problemática que se asemeja a una conflictividad latente, que hace que la realidad de hoy pueda ser pensada en los términos que describió Hobbes y no Kant y su idealismo, donde lo que designa el patrón de comportamiento de las unidades políticas es la falta de seguridad y la incapacidad de la sociedad internacional para poner límites al flagelo de la guerra.
La escasez de recursos y el egoísmo, conducen a una política internacional que se transforma en el ecosistema en el cual las aspiraciones de poder de los Estados conllevan a una significativa lucha por el poder entre los actores más poderosos, capaces de movilizar recursos, ejercer influencia y gozar de autonomía, como si fuese una ley objetiva que se cumple en toda circunstancia de tiempo y espacio.
Así lo afirmaba Hans Morgenthau en su obra Política entre Naciones sosteniendo esta predicción, como una profecía autocumplida. Por lo tanto, en el actual contexto internacional signado por la anarquía, entendida como falta de un orden y descentralización del sistema, sumado a la escasez de recursos y que los actores dependen de su poder para establecer vínculos con otros, estamos frente a una situación en la cual los Estados no han salido en sus relaciones mutuas del estado de naturaleza hobbesiano como sostenía Raymond Aron en su obra Paz y Guerra entre las Naciones, teniendo de esta manera como uno de sus objetivos vitales garantizar su seguridad.
Si la seguridad y la supervivencia son por lo tanto los objetivos más destacados a alcanzar en un entorno anárquico, hay dos supuestos que debemos considerar.
El primero de ellos se relaciona con la falta de conductas racionales de los actores y aquí juega un epicentro central nuestra incertidumbre de cada día. Frente al posible uso de la fuerza o el temor de que sea usada para resolver disputas e intereses contrapuestos en una jugada anticipada, se incrementa notablemente el estado de inseguridad como sostenía Kenneth Waltz y atenta contra la cooperación dentro del sistema.
Políticia internacional: la incertidumbre nuestra de cada día
Aquí debemos anexar el segundo quid de la cuestión. Si la reducción de la cooperación en un mundo anárquico puede ser explicada por el estado de naturaleza del marco internacional, donde las relaciones están determinadas por los recursos de poder y se depende del mismo para garantizar su seguridad y supervivencia, esto sin lugar a dudas, incrementa aún más la incertidumbre. No solo en cuanto a poder establecer los recursos de los actores y cuál será el accionar, sino por agravar la indeterminación.
En un mundo pospandémico en cual la interdependencia económica acentúa la sensibilidad, en relación a cómo un fenómeno aparentemente lejano desde lo geográfico nos afecta y la vulnerabilidad, en relación a la capacidad de respuesta en función de los recursos de cada actor, se acentúa la incapacidad para poder determinar a priori los resultados de los procesos políticos internacionales, ya que los factores involucrados son más numerosos y difíciles de controlar y por ende, predecir su comportamiento. Por tal razón, la impredecibilidad acentúa la erosión del sistema y la conflictividad.
La Guerra en Ucrania y la confrontación creciente entre China y Estados Unidos por Taiwán, en virtud de la reciente visita de una delegación de la Cámara de Representantes norteamericanos y la detección de cazas y buques de guerra chinos en la inmediación de la isla, sumó un nuevo apartado de tensiones políticas donde Estados Unidos se muestra ejerciendo una política internacional que busca lesionar intereses de Estados revisionistas y reconfigurar sus intereses vitales luego de su salida de Afganistán.
En este sentido, se encuentra en una política internacional de expansión de sus intereses en el exterior, tanto en Europa a través de la revitalización de la alianza estratégica militar de la OTAN, como en Asía, donde continuará proyectando poder político y militar en la medida que se lo permita razonablemente su economía. Es evidente, como bien sostiene Henry Kissinger en su libro Orden Mundial, que se requiere una reconstrucción del sistema internacional y del orden mediante una revalorización del equilibrio de poder y de gobiernos más participativos que busquen cooperar en función del acuerdo de nuevas reglas consensuadas en sinónimo de lo global, es decir que se encuentren por encima de las particularidades regionales. ¿Cómo puede integrarse la heterogeneidad política y cultural en un nuevo orden mundial?
La complejidad de la respuesta debe indagarse en la integración entre Oriente y Occidente en un orden, donde pese a la heterogeneidad de los actores y elementos que componen, en ese sistema haya valores compartidos en cuanto al valor de la paz, la estabilidad del sistema y de nuevas reglas consensuadas. Allí podremos hablar de una verdadera sociedad internacional.