¿Cuánta gente se movería hoy de su casa para ir a sentarse en un piso lleno de colillas de cigarrillo y migas de pan relleno para escuchar a un filósofo con pinta de científico loco pro Justicia Social? Es de no creer y, sin embargo, pasó. Hubo un tiempo en el que Argentina fue otro multiverso. Noviembre de 2003, altísimas temperaturas en el patio de Puan (como se conoce cariñosamente a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA) y una escena que cuesta imaginar desde este presente de streaming y pasiones tristes. Un filósofo esloveno especializado en Lacan, teoría política, cine y humor postsoviético, vino a hablar sobre futuros posibles después del capitalismo financiero. El control digital de nuestras vidas y el neoliberalismo perpetuo no eran todavía este paredón que hoy llamamos resignación.
Slajov Zizek “reventó” la 108, el aula más grande de la facultad. La gente, eufórica por los pasillos como en un recital de Lali. Y la conferencia se tuvo que mudar al patio de Puan. Alrededor de ese evento Zizek alimentó una mitología que lo conectaba con este país (se había enamorado de una argentina, quería mudarse a Parque Chacabuco, había probado su primer choripán en ese patio).
Ese patio era un lugar entre lo croto y lo lisérgico. Un portal que llevaba, ida y vuelta, de la excelencia académica al lumpenaje. La ley todavía permitía fumar en las aulas, y ahí afuera podías tomar cerveza, jugar al ajedrez, casarte, hacer un asado y hablar hasta muy tarde sobre la escuela de Frankfurt, Padre Coraje y la Guerra del Paraguay.
Duelos filosóficos y parlantes con cumbia, todo bajo un mismo cuadrilátero. El patio era un emblema. Podrá parecer glorificación del pobrismo, pero era en la ciudad de Buenos Aires uno de los lugares clave de encuentro y aprendizaje, en el marco de una sociedad movilizada.
Justamente, el patio de Puan es un lugar que hubiera merecido más protagonismo en la historia que cuenta Puan, la película en cartelera en estos momentos, acompañada por el público y por la crítica. En ella, una pelea entre profesores hace avanzar la trama. El profesor Pena (Marcelo Subiotto), representa la vieja escuela, cierto tipo de torpeza y de timidez. La rutina de este hombre al que sólo parece gustarle leer y comer se ve interrumpida por la llegada de Rafael Sujarchuk (Leonardo Sbaraglia). Encantador y consagrado, Sujarchuk acaba de llegar “del exterior” para renovar el pensamiento eurocentrado tradicional de la carrera de Filosofía, por medio de más pensamiento eurocentrado, pero adaptado a estos tiempos.
Pena y Sujarchuk causan gracia porque funcionan como opuestos. El sibarita versus el que come lo que encuentra. El que se codea en Alemania con el discípulo de Heidegger versus el profesor ómnibus, obligado a dar clases en todos lados para completar un salario. La película cuida los detalles, incluso el contraste de los objetos que eligen para llevar sus cosas: la mochila de Pena, que está casi para tirar, versus la tote bag reciclable de Sujarchuk.
Pena no será un hombre que gusta de los desafíos pero seguro no sufre la ansiedad de la época. Esa sensación de que nunca se está en el lugar correcto, de que todas las elecciones que se han hecho -desde lo profesional hasta lo sentimental- siempre podrían haber sido mejores. No importa cuáles sean. Nunca es suficiente porque siempre hay algún otro lugar donde se podría estar. A Pena le gusta mucho ser profesor de Puan y punto. Lo que en él parece conservadurismo podría ser, en verdad, desinterés por el exitismo angurriento como pauta para todo. El modelo de consumo replicado en cada dimensión de la vida, vestido de impulso de autosuperación.
Promediando la película de María Alché y Benjamín Naishtat, los enredos entre los dos personajes -el perdedor y el pedante- terminan poniendo a Pena frente al que podría ser en verdad su conflicto de peso (que no tiene relación con el prestigio o el reconocimiento). Y ahí es cuando aparece el nombre del pensador peruano Mariátegui, y con él, la oposición entre “pensamiento latinoamericano” y “filosofía a secas” (la europea, que es la que cuenta).
Con delicadeza, la película habla de los “problemas de autoestima” del trabajo intelectual local. “¿Por qué dicen ‘pensamiento latinoamericano’ y no ‘filosofía latinoamericana’?, le pregunta el personaje de Alejandra Flechner. “Porque acá no llegamos a elaborar una tradición”, responde Pena para salir del paso.
Hacia el final, Puan tiene la habilidad de cruzar dos tiempos. El tiempo en el que charlas como la de Zizek podían ser un evento masivo. Ese post 2001, de una Argentina que empezaba a ser repensada, y se buscaban sentidos por todos lados, aunque no necesariamente estuvieran en lo que escribieron Zizek, Hobbes, Spinoza, o Mariátegui. Ese tiempo se encuentra con el actual. Y parece una película bruja. Escrita en 2020 y rodada el año pasado, con un inquietante aire de premonición, Puan plantea un escenario de destrucción total de lo público.
El duelo de profesores, al fin de cuentas, una guerra de egos, se termina diluyendo ante algo más grave. La existencia misma de la universidad pública está en peligro: casi una alerta para este momento. Semejante estado de cosas sólo se puede enfrentar haciendo alianzas. Puan deja un final que es como pedir un deseo frente a las velas de cumpleaños. ¿Será cuestión de “creer”? Y de alimentar la potencia de todo lo que es capaz de unir el espanto.