Internacionales

¿Qué tienen en común Trump, Putin y Xi Jinping?

En la cartografía del siglo XIX, el imperio colonial británico en su máximo esplendor se representaba con el color rojo. En el siglo XXI, para ilustrar el neoimperialismo de la Administración Trump quizá haya que recurrir a la tonalidad «fanta naranja» extendiéndose por Groenlandia, Canadá, el golfo de México, el canal de Panamá y la franja de Gaza. No en vano, el propio Trump ha prometido en su segunda toma de posesión que Estados Unidos «volverá a considerarse una nación en crecimiento: una nación que aumenta su riqueza y expande su territorio». Las ambiciones territoriales de Trump son demasiado inquietantes como para ser ignoradas como simples ocurrencias distópicas. Puestos a pensar en lo impensable, qué pasaría si la Casa Blanca, a cambio de acomodar a un porcentaje de los palestinos de Gaza, ofreciera mañana a Marruecos la mitad del presupuesto anual de la cancelada agencia de cooperación USAID, trasladar todos los efectivos militares del Pentágono desde Rota a Tánger y, puestos a redibujar fronteras, obligar al gobierno-BRIC de España a rendir la soberanía de Ceuta y Melilla. La desequilibrada reedición en curso del Congreso de Viena supone el siniestro reparto del mundo entre una trinidad grandes potencias y una jerarquía suprema sobre el resto de países. Tanto Vladimir Putin y Xi Jinping, los dos únicos líderes en el mundo que Trump considera a su altura, también cultivan el fetichismo de la expansión territorial (Ucrania o Taiwán) como decisivo objetivo nacional. En esta compartida nostalgia por los imperios decimonónicos, tanto los dos autócratas consumados como el aspirante americano quieren reivindicarse volviendo a ser grandes otra vez. Es el final de la ilusión plasmada en la fundación de Naciones Unidas y relanzada tras el colapso de la Unión Soviética: un orden mundial basado en reglas universalmente reconocidas y la renuncia «a la amenaza o el uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de ningún Estado». Las desagradables excepciones, hasta ahora relegadas a la periferia, empiezan a ocupar el centro.

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