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Rosario Sin Secretos: en el Día Mundial del Poeta, no “hacemos el verso”

Por Graciela Molina

 

Alfonsina Storni nació en Suiza por casualidad, pero fue nuestro terruño la Patria de su infancia y adolescencia.

La vida la llevó a lavar platos en el Almacén Café Suizo de su padre, ayudar en la costura a su madre, ser obrera en una fábrica de gorras, repartir volantes algún 1º de Mayo, hacer de María Magdalena y de San Juan Bautista en una misma obra, salir de gira con actores recorriendo Santa Fe, Córdoba, Mendoza, Santiago del Estero y Tucumán; jugar al tenis usando alpargatas como raquetas en Bustinza cuando iba a visitar a su madre que se había vuelto a casar luego de su viudez con Alfonso; hasta ser empírica maestra rural en Coronda y cantar en un acto por el combate de San Lorenzo, la «Cavatina» de El Barbero de Sevilla, de Rossini.

Así, en las inmediaciones de la plaza López, Echesortu, Rosario Norte, Saladillo, dejó su talentosa huella y hasta prohijó a su hermano Hildo que, con el tiempo, de convirtió en intendente de Cañada de Gómez.

A los doce años escribo mi primer verso. Es de noche; mis familiares ausentes. Hablo en él de cementerios, de mi muerte. Lo doblo cuidadosamente y lo dejo debajo del velador, para que mi madre lo lea antes de acostarse. El resultado es esencialmente doloroso; a la mañana siguiente, tras una contestación mía levantisca, unos coscorrones frenéticos pretenden enseñarme que la vida es dulce. Desde entonces, los bolsillos de mis delantales, los corpiños de mis enaguas, están llenos de papeluchos borroneados que se me van muriendo como migas de pan”, dijo alguna vez.

Fue el año 1911 que Buenos Aires la fagocitó viviendo en una pensión el primer año, hasta que el 21 de abril de 1912, en el entonces hospital San Roque y hoy Ramos Mejía, nació su hijo Alejandro. Jamás se supo quién había sido el padre.

La pensión ya no recibía huéspedes “con críos”, así que abandonó el lugar y compartió casa con un matrimonio amigo, hasta conseguir trabajar de cajera en una farmacia y luego emplearse en la tienda a la Ciudad de Méjico. Pero nunca dejó de escribir ni de buscar nuevas oportunidades laborales, hasta que respondió al aviso en el que pedían: “corresponsal psicológico con redacción propia”. Única mujer entre cien varones, no querían evaluarla al presentarse. Insistió. Le tomaron un examen: una carta comercial y dos publicidades. Fue la elegida, aunque le pagaron 200 pesos mensuales cuando los varones ganaban 400.

Aún así, empezó a progresar económicamente, y sus ahorros le permitieron ahorrar para viajar. Así conoció en Uruguay a Juana de Ibarbourou y a Horacio Quiroga.

Pudiera ser que todo, lo que en verso he sentido, no fuera más que aquello que nunca pudo ser, no fuera más que algo vedado y reprimido, de familia en familia, de mujer en mujer”.

El libanés Emín Arslan le abrió las puertas de su revista literaria La Nota, admitiendo sus colaboraciones. A partir de allí pudo publicar sus libros, recibir premios y distinciones y ser finalmente reconocida por su excepcional talento.

Déjame sola: oyes romper los brotes…, te acuna un pie celeste desde arriba, y un pájaro te traza unos compases, para que olvides… Gracias… Ah, un encargo:, si él llama nuevamente por teléfono, le dices que no insista, que he salido”.

Fueron sus últimos versos escritos con el título “Voy a dormir”, en un hotel de Mar del Plata en octubre de 1938.

La escollera del Club Argentino de Mujeres, ¡oh, causalidad!, vio transitar sus pasos por última vez antes de irse de gira para siempre.

Arrancamos la nota con tango, la cerramos con música gracias a Juan D’Arienzo.

Porque sólo muere lo que se olvida, le decimos al Maestro en este día, recordando aquel de 1900: ¡Feliz cumpleaños, Rey del Compás!

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