Rosario Sin Secretos: entre la histeria y la historia, un poquito de memoria
En el capítulo dedicado al otro Fontanarrosa, Domingo (h), hablamos de la trágica historia del origen del bellísimo museo que engalana la esquina de avenida Pellegrini (ex bulevar Argentino) en su cruce con Oroño (ex bulevar Santafesino).
El aporte de nuestros ávidos lectores hizo que hiciéramos honor al título recibido en la Universidad de la Curiosidad cuando nos acercaron la inquietud que “la trágica historia” de la que hablamos en la nota anterior se refería sólo a ese edificio, pero que la verdad exigía que le diéramos su justo lugar.
En efecto, existe un documento, al que gentilmente accedimos, y que queremos compartir con todos ustedes. Allí consta que el jueves 15 de enero de 1920, con el médico esperancino hijo del colonizador Guillermo Lehman, Rodolfo, como gobernador de la provincia y actuando interinamente en ese cargo el rosarino Juan Cepeda, el mismo que con sólo 16 años había sido nombrado recaudador de rentas de la provincia, y que, en el mismo año de la creación del Museo de Bellas Artes ejercía el cargo de Jefe de Policía, siendo el responsable del primer reglamento interno y de la creación de varias comisarías, una pléyade de destacados ciudadanos decidieron darle impulso a la cultura de una ciudad caracterizada, especialmente, por su desarrollo económico.
El acta constitutiva del 15 de enero de 1920
Era el intendente de entonces Tobías Arribillaga; presidente del Concejo, Carlos Pagani; presidente de la Comisión Municipal de Bellas Artes, Nicolás Amuchástegui; vicepresidente, Antonio Cafferata; secretario, Emilio Ortiz Grognet, y tesorero, Juan Bautista Castagnino. ¿Quién otro que este poderoso joven coleccionista, nieto de un progresista comerciante genovés llegado a la aldea en 1842 “con una mano atrás y otra adelante”, como se dice comúnmente cuando se habla de orígenes humildes, pero que creció con el mismo vigor que la ciudad, hasta lograr un desarrollo económico holgado que le permitió tener todo lo que deseaba a su alcance?
Juan Castagnino vino a “hacerse la América” y, junto a su tocayo Juan Ravena lograron con éxito asociarse para manejar la balandra “La Bella Vizcaína”, una embarcación con la que recorrían los ríos Paraná y del Plata. El cauce del agua supo dar pingües ganancias.
Cuando en 1849 se casó con su sobrina Ángela Castagnino hizo construir el edificio de Maipú y Córdoba, en diagonal al Jockey Club que fue, según afirma un trabajo del nieto del intendente que regía los destinos de la ciudad durante la inauguración del nuevo edificio del Museo, Miguel Culaciati, “el primer edificio de estructura de hierro remachado de la ciudad”.
Allí, el matrimonio tuvo varios hijos, tan inteligentes y emprendedores como su padre, dedicados a actividades comerciales y rurales, y llegaron a ocupar elevadas posiciones en la escala social de la época.
Uno de ellos, José, fue concejal, presidente del Banco Provincial, fundador y presidente de la Sociedad Rural y de la Sociedad de Seguros “La Rosario”, director del Ospedale Italiano “Garibaldi” y fundador del Jockey Club.
Uno de los hijos de José, Juan Bautista, sería el protagonista de esta fatídica historia.
Como todo puede comprarse, menos la vida, este joven burgués de 41 años que todo lo tenía, una nefasta mañana invernal de hace cien años viajó a Buenos Aires a revisar los nudos y texturas de unas alfombras de la India que le habían enviado. Un trámite, para alguien acostumbrado al glamour de la belle époque.
Temprano, al afeitarse, se produjo un involuntario e insignificante corte en el cuello al que no dio importancia y se tocó la herida sin haberse higienizado antes las manos. ¡Sabrá Dios los extraños gérmenes y microbios que habían llegado envueltos en las bellísimas alfombras! Lo que sobrevino fue una infección generalizada que le costó la vida por una septicemia generalizada. Alexander Fleming recién estaba dando los primeros pasos con la penicilina y los antibióticos llegarían muchos años después…
Sin embargo, antes de morir, pidió que su obra lo trascendiera y encomendó a su madre tal tarea. ¡Cuánta gratitud debiéramos demostrar quienes visitamos el lugar!
¿Hay dolor más grande para una madre que perder un hijo? Es tan grande que ni siquiera existe un nombre para mencionarlo. Así, los que pierden a sus padres, son huérfanos; quienes quedan sin su cónyuge, viudos, pero aún no se ha creado la palabra que mida ese inconsolable dolor. ¿Cómo mitigó Rosa Tiscornia tanta angustia y desolación? Tomando una decisión generosa y altruista para con la propia ciudad que los albergó y dio todo lo que tenían: Donando toda la valiosa colección de arte que su hijo Juan Bautista Castagnino había atesorado y proveyendo los fondos para que tuvieran un lugar digno para ser expuesta.
Así, los arquitectos Hilarión Hernández Larguía y Juan Manuel Newton, tuvieron la responsabilidad de levantar el modernísimo edificio para la época que custodian dos gigantes, Moisés y La Acción, cincelados por el escultor porteño estrella Rogelio Yrurtia. En realidad, nada nuevo bajo el sol, porque Yrurtia colocó dos réplicas de las que están sentadas a los lados del magnánimo mausoleo de Bernardino Rivadavia, primer presidente argentino, ubicado en Plaza Miserere, en el barrio de Once, inaugurado cinco años antes que el nuevo edificio del Museo de Bellas Artes rosarino. Que Yrurtia era amigo y concuñado de Hernández Larguía, es sólo un dato anecdótico de nuestra historia vernácula.
La historia nos cuenta que el mismo Juan Bautista Castagnino era quien asesoraba a Odilo Estévez para la adquisición de obras en la brillante Europa, hoy también a disposición del ojo ávido de maravillas artísticas en la calle Santa Fe al 700, ubicado a una cuadra de la primera casona que albergó las obras del de Bellas Artes a partir de 1920, que ya tenía como inmediato y glorioso antecedente los premios otorgados a partir del Primer Salón de Otoño de Pintura y Escultura de 1917.
Mecenas y generoso protector y promotor de grandes artistas, entre los que se encuentran Fader, Berni, Vanzo, el joven Juan Bautista empezó a coleccionar a partir de poco más de sus 20 años y durante dos décadas forjó un patrimonio valiosísimo -¡una de las más prestigiosas de la Argentina!- que hoy está al alcance de cualquier transeúnte que acierte a pasar por el lugar, de manera absolutamente gratuita.
Mientras que en el mundo entero ver esas obras de arte cuestan varios miles de dólares o euros, los rosarinos tenemos el privilegio de acceder libremente a las bellas artes antes o después de pasear por la calle recreativa, hacer un picnic en el Jardín Francés o disfrutar de la bellísima estatua ecuestre erigida por suscripción de la comunidad Italiana, de Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano, en medio del bulevar Oroño, construido, en parte, con el bronce de los cañones secuestrados a los realistas en tantas batallas independentistas.
Los colosos Moisés y La Acción porteños, a imagen y semejanza de los que encontramos a las puertas del Castagnino
Obras de Ribera, Goya y Lucientes, José de la Ribera; Doménikos Theotocópulos, El Greco; Tiziano, El Veronés, Van Heemskerck, Zubiaurre, Sorolla, Sisley, Daubigny, Prilidiano Pueyrredón, Fader, Pettoruti, Spilimbergo, Guttero, Quinquela Martín, Berni, Soldi, Musto, Schiavoni, Ouvrard, Guido, Lucio Fontana, Gambartes, Herrero Miranda, Uriarte, Ottmann, Piccoli y McEntyre o los grabados de Francisco de Goya, son sin dudas toda una fortuna para los rosarinos que quieran ver la ciudad con ojos de turista.
Al igual que lo malo, también lo bueno cunde y con un efecto de “contagio”, muchas familias aristocráticas realizaron donaciones para completar este acervo histórico y patrimonial de casi 5.000 obras en pintura, esculturas, grabados y objetos de arte argentino y europeo que, en cualquier lugar del mundo, llenan catálogos de interés turístico, generando recursos genuinos para toda la sociedad. Más turistas llegan, más trabajo hay para decenas de sectores involucrados en el tema, desde el pequeño quiosco hasta el hotel con más estrellas.
Por su parte, la Fundación Castagnino, fundada en 1977, continúa escribiendo la historia junto al museo municipal y sigue esperando las obras de ampliación: “Observar una obra de arte es una experiencia emocional, es entender cuestiones que nos hacen como seres humanos. Subyuga el mensaje encriptado, el conocer el punto en común de la colección, el hilo conductor”, dijo alguna vez José, el sobrino nieto de Juan Bautista.