Era el Año del Libertador San Martín. Todavía no se había creado la televisión argentina. Al Museo Histórico “Julio Marc” se ingresaba por el Este, donde estaban las fabulosas esculturas de Troiano Troiani, América India, América Colonial, Historia Patria, los tres grandes pilares de la institución. Rosario había sido elegida para ser la primera sucursal del interior del país de la Caja de Ahorro Postal a fin de canalizar la capacidad previsora de ahorro, seguros y préstamos.
Celio Spirandelli era el intendente de Rosario, Juan Caesar el gobernador de Santa Fe. Ese domingo 29 de octubre de 1950, el diario La Capital todavía tenía en primera plana los avisos clasificados y tímidamente anunciaba al pie: El presidente asistirá al Congreso Eucarístico.
En tanto, el vespertino La Tribuna, disfrutaba la primicia de haber confirmado, pese a versiones que circulaban en contrario, la llegada del presidente Juan Domingo Perón y su señora esposa, Eva Duarte. Los periodistas Antonio Robertaccio y Virgilio Albanese junto a dos hombres de diario que componían el plantel jerárquico del viejo diario Tribuna fundado en 1927 por Lisandro de la Torre, Roberto Maneiro y Ricardo Mainetti, habían adquirido en 1950 el fondo de comercio y refundaron La Tribuna, diario independiente “sin más ideologías que la defensa de las ideas democráticas, el federalismo económico y la autonomía comunal”.
Rosario vivió ese día una gran fiesta popular y de fe.
Siete cardenales, incluyendo al Legado Papal, arzobispo de Palermo, Italia, Ernesto Rufini; 45 arzobispos y obispos de América, fueron testigos de una nota única hasta entonces y totalmente innovadora: la consagración de 45 sacerdotes al aire libre en el parque de la Independencia.
Esto nunca había ocurrido en toda la historia de las celebraciones eucarísticas. Es más, el siguiente Congreso Internacional realizado en Barcelona, España, copió esta modalidad y ordenó 800 sacerdotes con el cielo como techo del evento.
Allí estaba también el principal gestor del multitudinario evento: el alguna vez sacerdote de la capilla San José del Hospital de Caridad, Antonio Caggiano, quien ya había cumplido sus Bodas de Plata como obispo de la Diócesis y hacía cinco años que Su Santidad Pío XII lo había nombrado cardenal.
Nueve años atrás hubo otro acontecimiento eucarístico de ribetes extraordinario: la Coronación a la Virgen del Rosario, Patrona y Fundadora de la Ciudad. Esa imagen, traída desde Cádiz, España, hace 251 años, la misma que vio Belgrano con sus propios ojos cuando llegó a la Capilla del Rosario del Pago de los Arroyos para convertirnos en Cuna de la Bandera, presidió el acto aquel 29 de octubre de 1950.
¿Será porque también en esa oportunidad fuimos cuna y sede del Primer Congreso Nacional de Vocaciones que Paulo VI llamó a Rosario «Ciudad de María»?
Durante todo el día, el parque de la Independencia, conformó un verdadero mar humano en el que miles de pañuelos saludaban y celebraban tanto el fervor patriótico como religioso, esperando la sagrada comunión y la presencia y la palabra de las más altas autoridades.
El Santísimo Sacramento partió con su custodia desde Nuestra Señora de la Misericordia, desde San Luis y Oroño. Era difícil contener a la muchedumbre en su exorbitante alegría, pero todo ocurrió en paz. Los sones de las marchas San Lorenzo y Mi Bandera, el izamiento de la enseña patria, la suelta de palomas, las palabras del representante del Papa y el presidente de la Nación, lograron un sostenido clima de emoción durante toda la jornada.
“Hacer el bien, en cualquiera de sus formas, es ser cristiano” dijo el presidente. “Amamos a Cristo no sólo porque Él es Dios; lo amamos porque dejó sobre el mundo algo que será eterno: el amor entre los seres humanos, y lo amamos por la dignidad humana y el sacrificio contra la avaricia, contra el egoísmo, en beneficio de nuestros hermanos”.
Arrodillado ante el magnífico altar levantado para honrar la Eucaristía el entonces Presidente de los argentinos, elevó a Dios su plegaria: “Os ruego que, así como acrecentáis la fecundidad de nuestras tierras y el trigo de nuestros campos, por vuestro amor se consuma en la unidad de la Eucaristía, se acreciente aún más la unidad en el corazón de todos los argentinos para que sea una sola causa en virtud del amor, que es lo único que construye”.
El vicepresidente Quijano y su esposa había llegado en el vapor “Ciudad de Asunción” a las 8.30 y se fue a las 3.30 en el tren del Ferrocarril Mitre.
Perón y su esposa llegaron en automóvil e ingresaron con su comitiva por el Molino Blanco, en Saladillo, recorriendo ante multitudes expectantes que salieron a saludarlos a su paso, las calles Ayacucho, Arijón, San Martín, 27 de Febrero hasta llegar a Maipú y Córdoba desde donde enfilaron para la sede del Arzobispado. La peatonal se inauguraría 24 años después.
“Nunca tan propicia la celebración de estas trascendentales ceremonias como en estos momentos en que el mundo entero vive horas de inquieta incertidumbre y tensa expectativa”, había dicho el gobernador en un momento en el que también reconoció que “nuestra tierra bendita es como un oasis de paz a la que todos dirigen su ansiosa mirada y encierra el anhelo de que el verbo justicialista que predica nuestro líder germine y fructifique en todas las latitudes de la Tierra”.
Ese domingo la fe movió montañas… de personas. La voz del Pueblo, la voz de Dios, escribieron una página que quedó inscripta en la memoria. Fue una jornada de ribetes históricos que propiciaba una Nueva Argentina con el espíritu renovado de sus hijos empeñados en la “irrevocable decisión de constituir una Nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana”. La fe de los rosarinos permanecía incólume ante el Sagrario.