No debiera extrañarnos que, tras el fracaso absoluto de la promesa de mayor bienestar y progreso, en el caso actual ya 8 años de gobierno, pero que reflejan los 40 anteriores, se cuestionara el sistema político que lo acompaña.
Todos los pronósticos fallaron, ningún sociólogo encuestador o analista político argentino pudo prever el resultado eleccionario de las Paso del último domingo. “El economista” Javier Milei fue el más votado. Hasta hace muy poco era un pintoresco candidato de cabello revuelto e ideas extravagantes, propio de un reality show, humorista de Polémica en el Bar, que quiere dinamitar el Banco Central, defendía la venta de órganos y se oponía al aborto, participaba en los mítines de los derechistas en otros países y recibía mensajes grabados de Donald Trump.
Mientras casi nadie se lo tomaba en serio, más aún los políticos, su popularidad crecía entre sectores humildes y poderosos, jóvenes (fundamentalmente) y también adultos. Un fenómeno de política transversal no advertido. Un personaje que se ha formado en un estudio de televisión, ha conducido al abismo de la insignificancia al Peronismo, 27% de votos en la peor elección de la historia, y pone en crisis a una derecha Cambiemista (PRO UCR) que hasta hace dos días se consideraba heredera natural de la presidencia.
Hasta aquí lo sucedido y de lo que en los últimos días se habló hasta el cansancio, ríos de tinta y saliva en medios, reuniones políticas y sociales inundan el camino de las polémicas. Al estar cumpliendo 40 años de democracia justamente el día que asuma el nuevo Presidente, tal vez el análisis corresponda hacerlo desde ese lugar, la democracia.
Digamos entonces que, tras cuarenta años de continuidad democrática, estamos en la antesala de una época pre fascista. Ejemplos hay bastantes en el mundo. El argentino medio empezó a dudar del modelo. Quizá el signo más visible se manifestó cuando se empezó a gritar “que se vayan todos”, cuando el ciudadano empezó a sentir que no era representado. Las instituciones se vieron asediadas por críticas permanentes, la población dejó de confiar en la capacidad de la democracia, al menos tal como se había conocido hasta entonces, como aquella fórmula que les permitía afrontar el futuro con esperanza: “con la democracia se cura, se educa y se come” había dicho Raúl Alfonsín en uno de sus más famosos discursos, que fue repetido por Alberto Fernández cuando asumiera. El primero se fue antes, el segundo aún está, pero no se nota. Cuando Fernández emuló a Alfonsín, a los peronistas nos pareció que habíamos votado a un radical. Sus políticas lo ratificaron.
Pero bueno, no salgamos de los que nos convoca. La democracia es un concepto discutido y debatido en la academia en la larga historia del pensamiento filosófico/político. Pero no podemos dejar de pensar que es también una idea o concepto que interesa al pueblo en general, ya que en cualquiera de las definiciones está presente. Se la identifica como la forma ideal de gobierno. Desde la Constitución de 1853 hasta la actualidad, con excepción hecha de la de 1949, prontamente desechada y absolutamente negada, la democracia se asentó sobre las bases de lo que algunos denominan una democracia de mínimos; es decir que permitía al pueblo votar, que no es lo mismo que elegir o escoger a sus representantes, y delegar finalmente en ellos toda capacidad de decisión. Esta es la democracia liberal que desconfía del conjunto, aunque algunas veces incorpora intereses populares en el ejercicio del gobierno y en la sanción de derechos, en la mayoría de los casos satisface habitualmente a las minorías poderosas.
No obstante, durante 40 años, con dictadura y guerra como triste recuerdo, el pueblo pareció aceptar un modelo democrático que, de hecho, no le permite ejercer el poder pero que, ironía de la política, crea la ficción de este ejercicio y ese pueblo parece conforme mientras esa imperfección democrática le proporcione algún nivel de bienestar aceptable.
No debiera extrañarnos que, tras el fracaso absoluto de la promesa de mayor bienestar y progreso, en el caso actual ya 8 años de gobierno, pero que reflejan los 40 anteriores, se cuestionara el sistema político que lo acompaña. Si bien podemos rescatar algunos años mejores que otros, está claro que las transformaciones no alcanzaron para la continuidad del gobierno. Se produjo, podemos decir, saturación sin autocritica.
Así hoy debemos recomponer el sistema para salir del borde del abismo. La tarea no es fácil cuando los egos pueden más que la necesidad del conjunto. Además tenemos una doble crisis del modelo democrático, la que afecta a los elementos institucionales: partidos políticos casi sin funcionamiento interno, sin legitimaciones, y lo que es peor sin conducciones; el congreso que no sesiona regularmente, que no asume funciones propias como las de juicio político; la administración del Estado o ejecutivo sin soluciones cotidianas; de la Justicia casi nada bueno se puede decir; un sistema electoral obsoleto que permite que cada provincia vote cuando quiera y como quiera, debiera haber un consenso que no agote y facilite.
La otra parte de la crisis, de la que poco se habla pero que entendemos es la más importante, hace a la incapacidad del modelo de responder eficazmente a los problemas de la sociedad.
Así entendemos que por una parte las instituciones democráticas están desajustadas y, además, son incapaces de satisfacer las demandas y resolver las dificultades de la población, que está enfada, hastiada de años de elevada inflación y crecimiento de la pobreza y la desigualdad.
No somos capaces de ofrecer una fórmula alternativa, quizá porque no encontramos los actores para hacerlo. Nos encontramos en un punto de inflexión. No sabemos todavía cómo será el futuro en términos democráticos, aunque sí sabemos que de ningún modo será como era en el pasado. No podemos darnos el lujo de tirar todo a la basura. Tenemos 40 años de una democracia imperfecta que ha costado mucha sangre en el combate contra la dictadura más sangrienta de Latinoamérica.
Nada es fácil para un candidato Ministro de Economía en medio de un desbarajuste económico inflacionario, que perdió las elecciones pero que aún está vivo y dando batalla. Nos gustará más o menos, es lo que hay, lo otro es el abismo y la catástrofe. Debemos tratar de persuadir con un proyecto de largo plazo, creíble y sostenible, pero abordando las realidades acuciantes de un pueblo necesitado. Solo así se podrá recuperar al electorado, hoy huérfano de opciones y tentado por aventuras políticas de final incierto.