Aunque no forme parte de los manuales de ciencias sociales, la sensatez es una categoría fundamental en la suma de criterios que rigen la política, porque su ausencia pone en cuestión la esencia de la convivencia democrática. Sin embargo, en nuestros días la falta de sensatez se ha transformado en una constante en la vida política con las consecuencias que ello encierra, no solo para la Argentina, sino también para varios de nuestros países latinoamericanos.
Podría decirse que tal carencia de sensatez se traduce en términos más llanos en un “todo vale” sin importar en lo más mínimo qué o a quién se lleva puesto y cuáles son las consecuencias para la vida de la comunidad. Basta mirar lo que está sucediendo con la controversia en torno a la presencialidad escolar instalada por el jefe del gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta. Esto para mencionar el hecho coyuntural que nos está ocupando estos días, pero que ciertamente no está desvinculado de una campaña que arrancó mucho antes con los “antivacunas”, o con los reclamos de “libertad” de un republicanismo berreta alimentado por la oposición cambiemista y sostenido por los medios de comunicación del poder corporativo.
La sensatez está asociada al respeto por los consensos mínimos sobre los que se construye la convivencia democrática. Desconocer las leyes, usarlas e interpretarlas al antojo de cada quien, burlarse de los acuerdos básicos y hacerlo sobre la base del más burdo de los cinismos es un atentado contra la inteligencia de la ciudadanía que --en su enorme mayoría-- acata las reglas de juego, aún aquellas que no les favorecen o que perjudican sus intereses particulares. Y no por una cuestión meramente altruista, sino por reconocimiento de que la convivencia en la diferencia contribuye al bien común. Solo los soberbios del poder, los que se creen impunes porque se consideran por encima de las leyes y los acuerdos colectivos --esos que se elaboran lenta y dificultosamente en la sociedad-- proceden con falta de sensatez y desapego por el derecho de los demás.
Desde el regreso a la democracia en 1983, la Argentina ha venido construyendo, no sin dificultades y zozobras, importantes bases de una democracia que además de representativa intenta ser participativa y que no lo es más por la ambición desmedida de algunos y por la incapacidad colectiva para reformar las estructuras económicas. No obstante, crecimos incorporando nuevos derechos ciudadanos en un marco de diversidad y pluralidad, generando también otras formas de relación más sanas entre las personas.
Hay quienes sostienen que la actual forma de representación y de hacer política está agotada. De hecho, los partidos políticos como herramienta de cambio y adecuación democrática pierden vigencia cada día. Sus funciones han sido suplantadas --en muchos sentidos-- por los movimientos sociales, pero tampoco éstos ofrecen respuestas que den satisfacción plena a la sociedad en su conjunto en sus diversos estratos y representaciones.
Está clara la necesidad de nuevas búsquedas y alternativas en materia política. Pero ello no puede hacerse sin recurrir a la sensatez para encontrar los caminos que apunten a poner en común: perspectivas, diálogos, comparaciones de experiencias y debate de ideas.
Lo demás es solo una tarea destructiva y demoledora de la institucionalidad democrática vigente que sigue siendo --aún con sus limitaciones-- el sostén que nos permite seguir caminando como sociedad sin autodestruirnos como comunidad nacional.
La destrucción de la convivencia como metodología es el camino político elegido por Cambiemos y los suyos desde que perdieron en justa ley las elecciones democráticas. No importa de qué se trate, tema o cuestión. La única postura es oponerse, sin proponer nada sensato a cambio. Vale lo mismo para las y los dirigentes políticos opositores como para el sistema corporativo de medios que los sostienen. Es más, sus funciones parecen haberse trastocado: son ahora los medios predominantes los que intentan imponer las agendas y la oposición solo se limita a repetir cuasi mecánicamente esos argumentos.
Frente a este panorama, la sociedad y la política tienen que encontrar nuevos caminos para salir de la trampa que se ha montado y cuyo único propósito es alimentar escenarios de caos. Para sortear el problema no basta entonces con la buena voluntad o la apertura al diálogo, entre otras cuestiones porque para dialogar se necesita al menos dos interlocutores dispuestos a ello. No es el caso. Se precisa sí mucha firmeza para actuar en defensa de lo esencial en democracia: igualdad para todas y todos, más justicia y permanente búsqueda de mejor calidad de vida.
Estamos a tiempo. Antes de que las prepotencias de los promotores del caos terminen por destruir los cimientos de lo que tenemos porque esa construcción nos demandó --con aciertos y errores-- muchos padeceres, esfuerzos y perseverancias.