La Asamblea de las Naciones Unidas adoptó la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, un compromiso firmado por 193 países con el fin de llevar adelante un plan de acción a favor de las personas, el planeta y la prosperidad. Un texto entre cuyos puntos principales figura el fortalecimiento de la paz universal y el acceso a la justicia. Los estados miembros consideraron a la erradicación de la pobreza como la condición principal para lograr tal propósito.
Bien, mientras el presidente de la Nación Argentina declaraba su más acérrimo y visceral rechazo a la Agenda 2030, vastos sectores de nuestra nación ardían en llamas, tanto desde el punto de vista simbólico como material. Es que a la inflamación de la pobreza generada devenido del ajuste aplicado por la administración libertaria argentina se suma los cientos de focos de incendio que literalmente arden en nuestro país, y de los cuales Córdoba constituye el ejemplo más dramático y devastador. Fiel a su militante rechazo a toda política que atienda las consecuencias del cambio climático, el gobierno nacional se ha desentendido del tema como así también ha dejado sin presupuesto a la ley de bosques sancionada para cubrir tales eventos.
En las últimas horas se hace llamativo el empleo de metáforas relacionadas con el incendio, la consumación, la quema, lo ardiente y las llamas. Es que el fuego alberga un enorme reservorio simbólico cuya influencia genera determinantes consecuencias en las comunidades humanas. Tan cierto como que abrir fuego es la señal para comenzar una guerra o un simple tiroteo como que la conquista del fuego por parte de los humanos constituyó un punto decisivo en la conformación de la subjetividad del ser hablante. No en vano se llama hogar tanto al techo que nos protege como al espacio donde arden los leños necesarios para conservar la temperatura de nuestro cuerpo, condición esencial que hace al sentimiento de pertenencia y resguardo de las inclemencias que la vida humana requiere. Por algo Tierra del Fuego lleva como nombre la provincia argentina cuya capital es la más austral del mundo, denominación resultante --según refiere la vulgata-- del avistaje de los expedicionarios europeos sobre los asentamientos costeros de los pueblos originarios. Cuidar el fuego; que no se apague el fuego; son frases que hacen a la pasión necesarias para dotar de sentido a la vida humana.
Claro está que cuidar el fuego es un imperativo tan necesario para el bienestar y la cocción de los alimentos como para evitar que las llamas consuman todo vestigio de la existencia. En este punto el fuego se hace sinónimo de las pasiones que suelen dominar la voluntad de las personas.
Al respecto, en su texto sobre La Conquista del Fuego, Freud señala: “la adquisición del fuego tuvo por premisa una renuncia de lo pulsional, en cambio expresa francamente el rencor que la humanidad movida por las pasiones {triebhaft} debió de sentir hacia el héroe cultural. Y esto armoniza con nuestras intelecciones y expectativas. Sabemos que el reclamo de renunciar a lo pulsional y su imposición provocan hostilidad y placer de agredir, que sólo en una fase posterior del desarrollo psíquico se trasponen en sentimiento de culpa”[1].
Desde este punto de vista bien podríamos convenir que la degradación de la conciencia moral --y la consecuente falta de responsabilidad por la salud del planeta y sus habitantes-- se traduce en este “quemar todo” que no respeta límite alguno y exacerba el goce de hacer daño. De hecho, los excesos, el descontrol y el avasallamiento de todo cuadro normativo es el escenario que hoy atraviesa nuestro planeta, amenazado por un sistema económico inclemente con las más elementales prevenciones. En este punto resulta por demás llamativo que la figura del apocalipsis esté asociada con el fuego. De hecho, son reiteradas las menciones que la Biblia realiza del fuego como recurso al servicio del castigo divino, sin olvidar por supuesto la mención del infierno donde van a parar las condenadas almas de los pecadores. “Y el primer ángel tocó la trompeta, y hubo granizo y fuego mezclados con la sangre, y fueron arrojados a la tierra; y la tercera parte de los árboles fue quemada, y se quemó toda la hierba verde”, reza un párrafo del Apocalipsis.
El discurso de Milei es eminentemente apocalíptico. Milei habla como si su figura estuviera enlazada con una misión divina para la cual las fuerzas del cielo lo han elegido con el fin de restaurar la libertad sobre la Tierra. Se trata de un discurso eminentemente delirante cuyo punto enfermo se revela por la certeza de sus enunciados. La certeza no es lo mismo que la convicción. Esta última es el resultado de una reflexión en cuya tramitación el sujeto ha consentido a perder algo para privilegiar otra cosa. No hay convicción en Milei. Sus enunciados padecen un encierro fatal que amenaza con asfixiarnos.
Al referirse al valor simbólico del sueño, Freud observa: “Siempre la llama es un genital masculino, y el lugar donde se enciende el fuego, el fogón, un vientre femenino”[2]. En reiteradas oportunidades este presidente que tenemos ha recurrido a la amenaza de mear a sus enemigos. El uso de tal propósito por parte de un varón hace referencia a la ostentación de la posición erecta que le permite apagar el fuego con el orín, fantasía machirula si las hay. La delirante furia de Milei es sinónimo de una impotencia esencial que nos terminará sumiendo en las llamas si la convicción fruto de la política y el diálogo no prevalecen sobre la delirante certeza del anarcocapitalismo.
Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.