A contramano de la coyuntura política y económica, un olor de primavera viene a alterar las feromonas, a alentar escarceos y despliegues del cuerpo, las plantas, la creatividad. Todo se abre, igual que la esperanza. Cuando más aliento se necesita, aquí una guía de obras para ver, escuchar, leer con ese cosquilleo de la anticipación de climas mucho más amables.
En primavera renacen los instintos, explotan las pasiones, se sobresalta el erotismo, se busca piel, flujos, carne, eminencias, agujeros. El regocijo de las sensaciones, de los ciegos impulsos animales. En los anhelos humanos renacen pulsiones gozosas. Excitaciones del cuerpo que acarician el alma. El oxígeno primaveral penetra en la sangre, cosquillea en los genitales, renueva fantasías. Retozo, prados, lechos, bailes, picnics, escondrijos, remansos. Fin del invierno. Veníamos de un tiempo de brasas convertidas en cenizas y de pronto brotan resplandores. Centelleo en los ojos, cuerpos que van perdiendo sus pudores, aromas, diafanidad, levedad del ser. Alteración de lo epicúreo al que el reloj biológico no es ajeno. Gabriela Mistral alienta a buscar la exaltación que brinda la primavera. “Salid a encontrarla por esos caminos / ¡Va loca de soles y loca de trinos!”.
Esa efervescencia obedece a los ritmos circadianos, cuya traducción literal sería “alrededor del día”. Día como sinónimo de tiempo, clima, ambiente, estación, afección. Una armonía preestablecida entre el cosmos y los organismos. Una máquina deseante rizomática. Vivencias anímicas, físicas, oscilaciones, vibraciones, variables compartidas. No hay ser vivo que no sea receptivo a la variaciones estacionales moderadas o arrebatadoras. Los desbordes estudiantiles festejando la primavera dan cuenta de ese amasijo vital.
La naturaleza o physis se desborda en esta época del año. Fuente del ser, de la vida. La percibimos en el cuerpo y la encontramos en las creaciones míticas, religiosas, científicas, artísticas. En la península de Yucatán habita la sagrada serpiente emplumada de los mayas: Kukulcán, señora de la fertilidad y las cosechas. Se deja ver en el equinoccio de primavera, que es cuando la diosa floral permanece sobre la tierra. Los restos arqueológicos permiten apreciar -aún hoy- la figura animada de la serpiente formada por la luz del sol y las sombras de los siete triángulos invertidos que forman las nueve escalas de Chichén Itzá. Una de las nuevas siete maravillas del mundo. Una pirámide por cuyos escalones la sombra gigantesca de Kukulcán baja reptando. Se la ve descender. Con el último reducto de luz se mete en la cabeza de una de las serpientes de piedra de la pirámide y desaparece hasta el próximo equinoccio. Pero el templo cobró vida durante el descenso hipnótico de la serpiente emplumada. Hierofanía, le dicen, manifestación de lo sagrado en lo profano.
Vimos algo de arquitectura. ¿Y música? La Primavera de Schumann o la de Vivaldi, cuyos primeros compases transmiten el estallido de la naturaleza, La consagración de la primavera de Stravinski, que evoca festejos originarios, Las cuatro estaciones de Verdi, que es bailable, Las cuatro estaciones porteñas de Piazzola, primavera dionisíaca y contundente. La Primavera de Beethoven, o la de Respighi, que se inspiró en el tríptico de Botticelli, emblema de las primaveras pictóricas, entre las que destaca Giuseppe Arcimboldo y el multicolor barroco de su festiva primavera.
¿Y cine? Cuento de primavera de Rohmer; Primavera, verano, otoño, invierno… y otra vez primavera de Kim Ki-duk; Primavera precoz de Yasujiro Ozu y sigue la lista rebosante de juventud y estudiantina. ¿Y literatura? Rebosa de composiciones primaverales y su condición de muerte que da vida. Veamos un fragmento del pasaje de invierno a primavera. José Martí, iniciador del modernismo literario iberoamericano, la evoca así: “Con la primavera viene la canción / la tristeza dulce y el galante amor. / Con la primavera viene una ansiedad / de pájaro preso que quiere volar. / No hay cetro más noble que el de padecer / Solo un rey existe, el muerto es el rey”.
En el hemisferio norte la primavera comienza en el cuarto mes del año. Los latinos lo llamaron aprilis. No hay seguridad sobre su etimología, pero se relaciona con el verbo aperire (abrir) por la apertura de las flores y de los sexos al llegar la primavera o verdad primera. Los griegos, por su parte, también la relacionaron con la fecundidad. Perséfone -la diosa primavera, hija de la tierra y del cielo- vive tres meses con su madre, y nueve con su incestuoso raptor, su tío Hades, el dios subterráneo y cadavérico.
La inexorable repetición estacional inspiró el mito del eterno retorno (que no tiene nada que ver con el posterior concepto nietzscheano). Los instintos se desanudan en cada renacer de Perséfone, la divinidad cachonda que acumuló calentura durante su larga abstinencia (nueve meses bajo tierra). En su honor las mujeres griegas celebraban fiestas de epifanía, identidad y género: las tesmoforias. Tres días con sus noches que parecían preanunciar las juntadas feministas contemporáneas. Ritos mujeriles intensos y secretos, feraces y feroces en los que reafirmaban sus subjetividades. Libertades ocasionales -medio furtivas, medio legales- de las oprimidas que reverdecían con los sugestivos mensajes de la physis y su estación renovadora de esperanza, proyectos y futuro.
En nuestro ecosistema las aves se aparean en primavera. Por otra parte, si bien el apareamiento entre personas se da en cualquier época del año, palpita un registro de sobrexcitación sexual en primavera. Sobrevivió a la evolución y a la pérdida de los ciegos instintos. Sutiles e invisibles conexiones animales que nos compulsan al refriegue, al intercambio de líquidos mientras nos acuna un clima manso. Se emiten más feromonas durante la estación florida. La gusana de seda, por ejemplo, atrae a los machos a más de un kilómetro a la redonda. Su feromona es una especie de Tinder gusanal. Existen asimismo gusanos que se convierten en mariposas. Esa metamorfosis parece recordarnos que toda renovación vital requiere pérdidas. “El jardín pide ser muerto para ser jardín” (Diana Bellessi). La crisálida devenida mariposa pierde la protección del capullo. Perséfone, para pintar de colores los paisajes, primero necesita enterrarse. Luego vendrán las flores y los frutos. Francisco Luis Bernárdez revive y subjetiviza el mito: “Porque después de todo he comprobado / que no se goza bien de lo gozado / sino después de haberlo padecido. / Porque después de todo he comprendido / que lo que el árbol tiene de florido / vive de lo que tiene sepultado”.