Opinión del Lector

Una literatura feliz

A poco de publicado El origen de las especies, un desconocido replicaba a quien, con ese libro, daba vuelta la historia de la naturaleza. Medio siglo antes el sabio inglés había recorrido el sur de la provincia de Buenos Aires recogiendo piezas y observando animales, como el pájaro carpintero, al cual suponía adaptado a vivir en una llanura sin árboles. En la carta, escrita desde una chacra de Florencio Varela, el joven William Henry Hudson refutaba, aunque con ánimo de perdonavidas, dicha aseveración. “Por más cercano que esté un observador, el naturalista no puede saber mucho de una especie al ver solo uno o dos individuos en el curso de un rápido viaje a través de las pampas. Si hubiera conocido verdaderamente los hábitos del ave, no habría intentado deducir un argumento a favor de su teoría de las especies, ya que una desviación tan grande de la verdad podría dar a sus oponentes una razón para considerar otras afirmaciones suyas como erróneas o exageradas”.



Tras detallar las zonas arboladas de la provincia donde se podía ver al carpintero “trepando los árboles, apoyándose en las tiesas y deshilachadas plumas de la cola y perforando la corteza con su pico”, decía: “Hay un ombú a cincuenta pasos de la habitación en que escribo. Este mismo árbol fue durante muchos años criadero de varios carpinteros, y exhibe en su tronco y ramas más grandes cicatrices de viejas heridas infligidas por sus picos”. Con una pizca de cizaña, colige: “La observación de Darwin podría inducir a creeer que el autor arrebató deliberadamente las verdades de la naturaleza para probar su teoría, pero como abunda en declaraciones erróneas similares al tratar de este país, creo que debería atribuirse más bien a un descuido”. Ante la evidencia de su falta, Darwin le dirigió un cumplido, refiriéndose a “los valiosos artículos del señor Hudson”, y se resignó a corregir el párrafo en la siguiente edicion del libro.



Guillermo Enrique Hudson había nacido en una familia de origen norteamericano en Los veinticindo ombúes, una chacra pegada al arroyo Las Conchitas, en 1841, y vivido parte de su infancia, atribulada por enfermedades y pasión por la naturaleza salvaje, en Chascomús. Treinta y tres años más tarde partía hacia su destino definitivo en Inglaterra, donde daría a luz en su lengua materna una saga de libros imprescindibles. Ese viaje, que no suponía sin retorno, fue una huida hacia adelante para evitar asistir al fin de la vida pampera, feraz, propinada por la “vida monstruosa de las grandes urbes”: la civilización sarmientina a la que veía arrasar, trágica e imparable, el mundo natural.



Dejaba atrás una vida y una lengua camperas que habría de reconstruir en su literatura bajo el signo de la añoranza. Debemos a esa extraña desdicha confesada la gratitud por sus textos, en los que la pasión por la naturaleza a la que animiza adquiere el relumbre tenue de una suave mitología. Ese “argentino que escribe en inglés”, como dijera Borges, brindará a las letras una vasta saga de textos que rezuman autobiografía transmutada en relampagueantes visiones infantiles, descripciones aventuradas de un naturalista que animiza la vida de los pájaros volviéndolos seres de una zoología fantástica, y ficciones más o menos alegóricas que, pese a los cambios en nuestros hábitos de lectura, perduran con una rara insistencia.



Mucho se ha escrito y discutido sobre la idea de la distancia justa requerida para narrar situaciones o sucesos cuya proximidad alienta parcialidades o cegueras involuntarias que laceran su régimen de verdad. Clásicamente, para graficar el punto, alguien dijo que en el Corán no hay camellos. Ese extrañamiento mínimo y necesario que permite dar cuenta de realidades no por conocidas menos ajenas, ha encontrado en la mirada extranjera una condición que vuelve factible la activación de verosimilitudes a la hora de narrar, en nuestro caso, la circunstancia argentina. Sensatamente, los estudiosos del género nacional por antonomasia, la gauchesca, estipularon que es la voz del gaucho capturada por sus enemigos -los estancieros- la que la anima.



El caso de Hudson resuelve todas esas aporías. Su obra es la versión exacta del tono ajustado al mundo campero que, en virtud de haberse criado en las pampas, cuyas peripecias naturales y humanas narra en un continuum en el que se anudan naturaleza e historia, y pese a ser su lengua literaria -y su público supuesto-, el inglés, reúne como condición la suficiente cercanía y a la vez la distancia exacta, en tiempo, espacio, y sustrato cultural, que definen la precisión y lucidez de su estilo.



Conciso, Borges lo definió de un plumazo: en Hudson se trata de una literatura, de las pocas o únicas en nuestras letras, ciertamente feliz. Esa felicidad no solo radica en sus historias de una simpleza sobrecogedora sino, y acaso sobre todo, en el tono amable que consigue. Si la consumación de una escritura la realiza el lector en un acto de catarsis íntima mediante el cual su conciencia navega en sus propios relatos reencontrados en la ficción que le es ofrendada, sin duda es Hudson quien ha alcanzado cimas de gratitud en aquellos que, entregados al hechizo de su estilo, gravitan en los universos que propone. Que su lengua sea el inglés es un detalle que al correr de las páginas cualquiera olvida. Martínez Estrada llegó a postular que en sus textos vertidos al castellano acaso anide la posibilidad de una refundación de nuestras letras, dada su ajenidad con las tensiones que la afligen, resumidas en la dialéctica de Civilización y Barbarie. Su amigo Robert Cunningham Graham, acriollado como él, sostenía que “aunque extranjero de sangre, era argentino en todo lo esencial -hasta el caracú”.



Enfermo, pobre y sin amigos -alguna vez durmió en un banco de plaza-, inició su propia búsqueda del paraíso perdido que en Allá lejos y hace tiempo le granjería un lugar en las letras universales. Cierto dejo proustiano lo signa. En Un naturalista en el Plata dice que “cuando los olores eran para nosotros infinitamente más importantes de lo que son hoy, el olfato tuvo el poder de evocar, de recrear situaciones”. Y se pregunta por qué el pasto cerril, de aroma menos locuaz que el de una flor, le producía un placer de intensidad única. Sabe la respuesta: el poder evocativo de ese perfume salvaje está indisolublemente asociado al glorioso amanecer en la pampa de su infancia.



Luis Franco ha dicho de sus libros de naturalista que son “intensos poemas llenos de vivientes y contagiosos latidos y de revelaciones insospechadas que interesan tanto a la literatura como a la biología”. Hudson, que solía decir “cuando estoy lejos de los murmullos del campo y no oigo el canto de las aves no me siento vivir”, “podía imaginar a los ángeles mirando a los flamencos con su plumaje maravillosamente carmesí”.



Como en tantas otras ocasiones, Borges fue el primero en percibir su grandeza. En su reseña de La tierra púrpura describe: “Esta ficción tiene dos argumentos. El primero, visible: las aventuras del muchacho inglés Richard Lamb en la Banda Oriental. El segundo, íntímo, invisible: su venturoso acriollamiento, su conversión gradual a una moralidad cimarrona”. En las últimas páginas, observa, “hay contenida la máxima filosofía y suprema justificación de América frente a la civilización occidental”. Aquel que “muchas veces emprendió el estudio de la metafísica, pero siempre fue interrumpido por la felicidad”, en su opción por la Barbarie -la naturaleza, a la que animiza; los gauchos taciturnos, a los que exime de énfasis innecesarios- conseguía con su potencia narrativa conjurar el ánimo de quienes saludaban la modenridad como remedio del mundo, “metáfora hostil”, según Ricardo Piglia, de una sociedad en transformación que declina la “Argentina secreta y esencial en nombre de una vida llana, suelta y arisca”.



Martínez Estrada postula: “Hudson no recuerda, revive”. “La lejanía en el tiempo pone siempre en su obra un encanto de reverberación sutil a los hechos y a las cosas. Como otros recuerdan frases o teoremas, él reconstituye vivencias”. Al mundo perdido de la pampa lo vive como la expulsión del paraíso de la niñez. La ternura con que repone su experiencias salvajes es su modo de volver a la querencia. Su mundo es viviente, expresivo, animado por fuerzas misteriosas. “Era mi raro placer galopar con mi caballo sobre anchas y oscuras extensiones de la llanura, oír sus fuertes vasos quebrando los vacíos y secos tallos que cubrían la tierra, como los huesos de innumerables ejércitos desaparecidos”. Aquel sobre quien Joseph Conrad escribiera “escribe como crece el pasto”, solía “vigilar el brotar de las hojas, después de los álamos, de los sauces tan queridos”.



Al arribar al país en 1924, Rabindranath Tagore, para su sorpresa, le habló a Carlos Alberto Leumann -biógrafo de José Hernández- de los misteriosos gauchos y los pájaros pamperos que había conocido en el otro extremo del mundo leyendo a quien consideraba el mayor prosista de la época. Leumann, que ignoraba a Hudson, dijo haber sentido una “vergüenza patriótica”. Recién en el 32, en Trapalanda, revista creada por Samuel Glusberg, se publica por primera vez en castellano El cardenal, relato recogido en El ombú. Un par de años antes, aquel que anhelaba “la muerte noble y solitaria del guanaco; sin testigos”, había fallecido lejos del pago. Laura Marx cuenta en una carta que vio a Hudson y a Cunningham Graham en un parque de Londres, vestidos de levita, haciendo dibujos en el piso con un palito, acuclillados “a la manera de los gauchos” según le explicaron. Llevaban la pampa adentro como aquel que estuvo preso lleva puesta la cárcel. Alguna vez, viendo a Don Roberto cabalgar por el parque en Londres, al igual que Nietzsche, Hudson se abrazó al cuello del caballo y rompió a llorar.



Si la Argentina ha producido ficciones soberanas en las cuales su trama vital permanece acuñada con trazos indelebles, sin duda es en los libros del paisano de Los Veinticinco Ombúes.

Autor: Guillermo David|

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