Javier Milei sabe que su condición de presidente está inevitablemente asociada a la crisis. Solamente un tipo de situación como la que vivió el país a partir de la pandemia -enmarcada además en el sacudimiento mundial que la rodeó- podía abrir las puertas a una escena política como esta.
El personaje del caso carece de todas las condiciones de un político experimentado, prudente y calculador; esos rasgos que en condiciones “normales” son atributos decisivos de una persona que aspira al liderazgo político empalidecen en circunstancias como las que vivimos en nuestro país. ¿De qué circunstancias estamos hablando? De la prolongada crisis económica, de la larga incertidumbre en el interior del peronismo, de la fatiga política en el interior de su estructura, con las tendencias centrífugas que todo liderazgo genera y con la dificultad que los recambios tienen en el interior de una tradición como la que se encarna en el movimiento creado por Perón, signada por el peso decisivo de sus figuras centrales.
La emergencia de Milei se funda en un conjunto de circunstancias, de esas que hacen que la política conserve siempre la incertidumbre sobre el futuro que es su modo de ser (no muy diferente, hay que decirlo, a todo el resto de la experiencia humana.
Milei significa una radicalización de la experiencia política “pos-partidaria”, es decir de la nueva escena política signada por la disolución (o debilitamiento) de las grandes tradiciones políticas históricas, un fenómeno que “recorre el mundo”; la era de los “partidos personales”, del lugar central de los medios de comunicación en la formación de la agenda política, de la fluidez vertiginosa que, en consecuencia, ésta adquiere. Podría objetarse a este argumento que en los últimos veinte años asistimos en nuestro país a un significativo renacimiento de la identidad peronista, a una fuerte recuperación de su historia, de sus símbolos, de sus mitos. Justamente en esa peculiaridad consiste lo específico de nuestra experiencia y del cuadro de situación política que vivimos.
El peronismo, aún en su actual crítica situación sigue siendo un punto de referencia que organiza la disputa política, la carga de significado y permite orientarse aún dentro de un torbellino como el que venimos experimentando.
Es lógico, entonces, que el debilitamiento del peronismo se constituya en una obsesión para las fuerzas políticas del establishment argentino. Si miramos con atención la actual escena política veremos que se centra en la suerte de las iniciativas políticas del gobierno dirigidas a las reformas pro-mercado en todos los ámbitos de la vida: desmantelamiento del estado, liberalización de las relaciones de trabajo, privatización, concentración del poder y la riqueza son sus rasgos centrales. Y en el núcleo está la “cuestión nacional”: aún cuando no siempre aparece en el centro del análisis político, la cuestión de la subordinación del país a Estados Unidos, en un contexto mundial signado por el evidente proceso de gestación de un nuevo mapa mundial signado por la “multipolaridad” (con el crecimiento geopolítico de China como dato central) conforman el mundo en el que entramos.
El peronismo -particularmente el sector que ocupó el centro de su escena desde los primeros años de este siglo- es la expresión más fuerte en lo que concierne a las tradiciones nacionales argentinas, aun cuando en los años noventa fuera atravesado (y absorbido) por la ofensiva occidentalista y neoliberal. Casi podríamos decir que un aspecto central de la recuperación del peronismo después de la crisis de 2001 fue la convergencia de su tradición histórica nacional con la escena dramática del desmantelamiento de la nación producido por el neoliberalismo.
Una crisis que terminó -por lo menos provisoriamente- con el sueño de “aggiornar” al peronismo frente a una etapa que, después de la caída de la Unión Soviética, prometía el triunfo definitivo del capitalismo liberal a escala global.
Es también desde esa perspectiva política global que adquiere mucha significación esta etapa de la vida política argentina. Tenemos un presidente que coloca la pertenencia argentina al área de influencia norteamericana y atlántica en el centro de su radar internacional. Y no es cualquier alineamiento “occidentalista”, es uno de carácter radical y extremista que habilita la identificación con sus sectores más radicalizados y extremos. Con las “nuevas derechas”, cada vez más emparentadas con las tradiciones nazifascistas que reaparecen en Europa y otras regiones.
Milei, como personaje político, se ha construido como el paladín de una “misión histórico-mundial” la de defender la pertenencia de la Argentina a esa referencia en la que la palabra “libertad” ha ascendido a un estatus político-religioso central. La extravagancia del presidente no es un dato secundario de su lugar político: su vocinglería sistemática (y bastante payasesca) puede estar conectada a rasgos psicológicos, pero es innegable su funcionalidad para su proyecto político y el de sus mandantes. En la falta radical de orden (tanto en su gramática como en su conducta) hay una clave de su capacidad para fijar la agenda política y sostener su iniciativa: el ruido que tapa la pobreza conceptual.
Claro que habrá que estar atento a las novedades del “tiempo y sus mudanzas” como dice el Martín Fierro. No es sencillo en el contexto argentino sostener el volumen desaforado, triunfalista y desafiante que propone Milei. Además, el contexto es muy grave por las consecuencias de su propia política.
El shock libertario ha terminado de hundir a un amplio sector social -que incluye segmentos amplios de las clases medias- en el dolor y la incertidumbre sobre el futuro. ¿Qué pasará cuando la confiada esperanza de amplios sectores deje espacio a la percepción de los daños reales que se suman y se multiplican? Por lo pronto no parece haber en el presidente y entre sus cortesanos la cuota de realismo y de cordura que sería necesaria. Hasta ahora Milei es sistemáticamente “igual a sí mismo”, lo que puede ser una cualidad moral en algunos seres humanos, pero es absolutamente contradictorio con el ejercicio del poder, por lo menos si la referencia es a un poder democrático.
Las tensiones que vienen no conciernen solamente a tal o cual liderazgo o a tal o cual partido. Nos vamos adentrando en un terreno muy tenso en lo que tiene que ver con el régimen democrático. Y la personalidad del jefe de estado no aparece como forma de la solución sino como parte del problema. Ya estamos saliendo de un shock inicial de sorpresa y parálisis. Las movilizaciones sindicales, universitarias y sociales en general, han ido colocándose en el centro de la agenda. El gobierno no ha tenido hasta ahora otra respuesta que la descalificación y la amenaza. Parece muy insuficiente para la etapa que parece avecinarse.
El gran dilema es el de la construcción de una fuerza alternativa al delirio retórico y a la amenaza bravucona. Y esa fuerza alternativa no puede tener otro rumbo que no sea el de la unidad. No se trata, claro, de cualquier unidad sino de una unidad programática amplia y sólida. De un esfuerzo por encontrar vasos comunicantes entre actores políticos que vienen de un largo distanciamiento pero que han empezado a confluir en la lucha contra el abuso, la prepotencia y el riesgo para la convivencia democrática de la sociedad argentina.