Hace unos días en Bruselas y luego en Múnich, representantes cualificados de la Administración Trump, primero su secretario de Defensa y después su vicepresidente, han esbozado la dirección en la que se moverá Washington en el conflicto de Ucrania, que cumple en unos días tres años de duración. Lo que pasa siempre con las guerras, se sabe cuándo empiezan pero nunca cuándo acaban.Aunque el presidente Trump prometió en campaña que acabaría con la guerra en 24 horas, es evidente que esa empresa lleva sus trámites, que un proceso de paz como el que ahora se inicia se prolongará en el tiempo y pasará probablemente por vicisitudes varias.Este proceso de paz, apenas iniciado, posee dos componentes, uno político y otro jurídico. Sobre el jurídico es aún muy prematuro pronunciarse, porque todo jurista sabe que hay que trabajar sobre papeles, sobre propuestas y contrapropuestas expuestas negro sobre blanco. Y, sobre su precipitado final, que debe ser un tratado internacional que establezca claramente el sistema de paz y seguridad en Europa tras esta guerra.Dicho tratado debe ser un objetivo irrenunciable de la Unión Europea. Porque los silencios y ambigüedades que rodearon el fin de la Guerra Fría en Europa y el nuevo orden geopolítico que surgió de ella han facilitado el estallido de este conflicto, con el debate envenenado por la desinformación y la propaganda sobre la expansión de la OTAN hacia el este y las líneas rojas fijadas por Moscú a ese respecto.Toca tratar, por ahora, del componente político, de las líneas directrices sobre esa futurible paz que se apuntan desde Washington. Conviene saber que el presidente Trump practica en política exterior el más puro realismo político, ribeteado de una retórica mesiánica y aplicado con formas muy toscas, impropias de un político profesional al uso. Por eso resulta tan disruptivo. En resumen, Trump defiende el interés nacional de Estados Unidos por encima de cualquier otra consideración; y se aplica en ello mediante una descarnada política de poder, concebida y desarrollada en el plano de las relaciones bilaterales, de Estado a Estado; sin sujeción a los constreñimientos multilaterales que imponen la pertenencia a organizaciones internacionales, como puedan ser la ONU o la Organización Mundial de Comercio (OMC).Pero más vale dejarse de lamentos y aplicarse a trabajar bajo esas condiciones. Los líderes europeos y el propio Zelenski, despreciados por Trump en el inicio de este proceso de negociación bilateral con Rusia, deben tomar buena nota de tales directrices. A saber: Ucrania no ingresará en la OTAN; Ucrania no recuperará las fronteras de 2014, antes de la invasión de Crimea, y Estados Unidos no participará en la gestión militar del postconflicto. No me consta que se haya mencionado qué suerte pueda correr la futurible adhesión de Ucrania a la Unión Europea. Podría ser una importante baza negociadora para convencer a Zelenski de que acepte esas condiciones. El trueque sería territorios por adhesión segura a la Unión Europea.Es decir, los contribuyentes europeos terminarían pagando la factura multimillonaria de la paz y de la reconstrucción de una Ucrania cercenada y destruida. La pregunta inevitable para cualquier persona de buena voluntad es: ¿ha merecido la pena?SOBRE EL AUTOR CARLOS JIMÉNEZ PIERNAS Es catedrático de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad de Alcalá